«¿Qué esperabas?», quiso saber mi madre.
Él debió componer una expresión de turbación. «No es nada. Una tontería, nada más.» Debió coger sus cosas, dispuesto a marcharse. Y al final, junto a la puerta, donde las sombras ocultaban en parte su cara, debió decir, «Criquet. Es eso. Un poco idiota sí que soy, pero no puedo olvidar lo que habría significado jugar».
Para azuzarle más, mi madre debió decir, «Pero si ya juegas, Ken».
«No como habría podido», habría contestado él. «No como quería. Los dos lo sabemos, ¿verdad?»
Y aquellas pocas frases, el deseo que transmitían y, sobre todo, el uso del mágico plural, proporcionó a mi madre la oportunidad que necesitaba. De cambiar la vida de Ken, de cambiar las vidas de su mujer y sus hijos, de cambiar su propia vida, de desencadenar el desastre sobre todos nosotros.
Capítulo 8
Era media tarde cuando Lynley dejó a la sargento Havers en New Scotland Yard. Se quedaron en la acera, cerca del letrero giratorio, y hablaron en voz baja, como si la señora Whitelaw pudiera oírles desde el interior del Bentley.
La señora Whitelaw había dicho que desconocía el paradero actual de su hija, pero una llamada telefónica al Yard y dos horas de espera habían solucionado el problema. Mientras conseguían que les sirvieran una comida tardía en El Arado y el Silbato de Greater Springburn, el agente detective Winston Nkata consultaba el listín telefónico de Londres. También investigó en archivos, exigió el pago de deudas, habló con compañeros de ocho divisiones diferentes y consultó los ordenadores de diversas oficinas, para encontrar en sus archivos cualquier referencia al nombre de Olivia Whitelaw. Informó a Lynley por el teléfono del coche, justo cuando el Bentley se arrastraba por el puente de Westminster. Una tal Olivia Whitelaw, dijo Nkata, vivía en Little Venice, en una barcaza amarrada en Browning's Pool.
– La dama en cuestión se buscaba la vida hace unos años por los alrededores de Earl's Court, pero era demasiado rápida para que la pescaran, según el ID Favorworth. Un nombre fantástico, ¿verdad? *. Parece el de una puta también. En cualquier caso, si alguien de la brigada del vicio aparecía en la calle, ella lo sabía en cuanto le ponía la vista encima. A la brigada le gustaba darle un poco de caña, y la obligaban a bajar a la estación para charlar siempre que podían, pero nunca pasaron de ahí.
En la actualidad vivía con un tío llamado Christopher Faraday, dijo Nkata. No había nada sobre él. Ni siquiera una multa de tráfico.
Lynley esperó a que la sargento Havers encendiera su cigarrillo, diera dos caladas y exhalara los restos grises del humo al aire frío de la tarde. Consultó su reloj de bolsillo. Eran casi las tres. Havers hablaría con Nkata, cogería un vehículo y se dirigiría a la Isla de los Perros para ver a la familia de Fleming. Teniendo en cuenta el tiempo que necesitaría para redactar su informe, tardaría como mínimo dos horas y media, tal vez tres, en hacerlo todo. El día se agotaba a toda prisa. La noche se encontraba al acecho, con más obligaciones aún.
– Quedemos a las seis y media en mi despacho -dijo-. Antes, si puede.
– De acuerdo -contestó Havers.
Dio una última calada al cigarrillo y se dirigió hacia las puertas giratorias del Yard. Se abrió paso entre un grupo de turistas que consultaban un mapa y hablaban de que «la próxima vez tomaremos un taxi, George». Cuando desapareció en el interior, Lynley entró en el coche y lo puso en marcha.
– Su hija vive en Little Venice, señora Whitelaw -dijo cuando se alejaron del bordillo.
La mujer no hizo comentarios. No se había movido para nada desde que habían salido del pub donde habían comido en un tenso silencio. Tampoco se movió ahora.
– ¿Nunca se ha tropezado con ella? ¿No ha intentado localizarla en todos estos años?
– Nos separamos de mala manera. No tenía el menor interés en localizarla. No me cabe duda de que el sentimiento era mutuo.
– Cuando su padre murió…
– Inspector. Por favor. Sé que está haciendo su trabajo…
Calló el «pero» y la protesta posterior.
Lynley le dedicó un rápido vistazo por el espejo. En aquel momento, dieciocho horas después de enterarse de la muerte de Kenneth Fleming, Miriam Whitelaw parecía marchita y cuarteada espiritualmente, una década mayor que la mañana en que Lynley había ido a buscarla. Daba la impresión de que su rostro suplicaba clemencia.
Era, y Lynley lo sabía, la oportunidad perfecta para insistir en busca de respuestas, ahora que su capacidad de resistencia y de esquivar sus demandas se eclipsaba a cada momento. Todos sus colegas del DIC se habrían dado cuenta de la circunstancia. Y la mayoría de aquellos mismos colegas habrían aprovechado la ventaja, ametrallado con preguntas y exigido respuestas hasta obtener las que buscaban, pero desde el punto de vista de Lynley siempre existía un momento en que el interrogatorio de las personas relacionadas íntimamente con la víctima de un asesinato empezaba a fallar. Llegaban a un punto en que decían cualquier cosa con tal de poner fin a un interrogatorio incesante.
– No seas blando, muchacho -diría el ID Mac-Pherson-. Un asesinato es un asesinato. Tírate a su garganta.
Nunca importaba de quién era la garganta. A la larga, se acertaba en la yugular correcta.
No por primera vez, Lynley se preguntó si tenía un núcleo lo bastante duro para ser policía. La estrategia de conducir una investigación en plan «sin cuartel» era anatema para él, pero cualquier otro método de abordaje parecía acercarle demasiado peligrosamente a simpatizar con los vivos, en lugar de vengar a los muertos.
Se abrió paso entre el tráfico cercano al palacio de Buckingham, y se quedó encallado detrás de un autocar turístico que estaba descargando en la acera un grupo numeroso de mujeres de cabello azul, pantalones de poliéster y calzado cómodo. Sorteó a los taxis en Knightsbridge, tuvo que retroceder un poco para evitar un embotellamiento de tráfico al sur de Kensington Gardens y, por fin, desembocó en la histeria de peatones y tiendas que era Kensington High Street a última hora de la tarde. Desde allí, no faltaban ni tres minutos para llegar a Staffordshire Terrace, donde todo estaba tranquilo y un niño solitario se deslizaba sobre un monopatín frente al número 18 de la calle.
Lynley ayudó a bajar del coche a la señora Whitelaw. Ella aceptó la mano que le ofrecía. La suya estaba fría y seca. Cerró los dedos sobre los de él y aceptó su brazo cuando la condujo hacia los peldaños. Se recostó en Lynley. Olía a lavanda, maquillaje y polvo.
Forcejeó con la llave hasta conseguir abrir la puerta. Se volvió hacia él.
– ¿Quiere que telefonee a su médico? -preguntó Lynley, impresionado por su mal aspecto.
– Me pondré bien. Intentaré dormir. Anoche no pude. Tal vez esta noche…
– ¿No quiere que su médico le recete algo?
La mujer negó con la cabeza.
– No hay medicamento que cure esto.
– ¿Quiere que le transmita algún mensaje a su hija? Voy a Little Venice.
La mujer miró por encima del hombro de Lynley, como si meditara la pregunta. Su boca se hundió en las comisuras.
– Dígale que siempre seré su madre. Dígale que Ken no cambia…, que Ken no cambió eso.
Lynley asintió. Esperó a ver si decía algo más, y luego empezó a bajar los peldaños. Cuando abrió la puerta del coche, oyó su voz.
– Inspector Lynley. -Levantó la cabeza. La señora Whitelaw se había acercado al borde del peldaño superior. Aferraba con una mano la balaustrada de hierro forjado, donde un zarcillo de jazmín serpenteaba por encima-. Sé que intenta hacer su trabajo. Se lo agradezco.
Esperó hasta que la mujer entró y la puerta se cerró. Entonces, se puso en marcha de nuevo, hacia el norte, como la noche anterior, bajo los plátanos y sicómoros de Campden Hill Road. La distancia desde Kensington a Little Venice era mucho más corta que el trayecto hasta la casa de Hugh Patten en Hampstead, pero había efectuado el viaje pasadas las once de la noche, cuando el tráfico era escaso. Ahora, las calles estaban saturadas de vehículos. Empleó el tiempo que le costó avanzar centímetro a centímetro hasta Bayswater en telefonear a Helen, pero terminó escuchando su voz en el contestador automático, informando de que había salido y podía dejar un mensaje.