– Qué memoria, Allie. Eso es. A finales de marzo. Un miércoles…
– Jueves.
– Un jueves por la noche, eso es. Llevabas aquella cosa africana púrpura.
– Era persa.
– Persa, eso es, y yo…
Lynley interrumpió a Gingold y Chevalier * antes de que llegaran al estribillo.
– ¿No la ha visto desde entonces? ¿No la ha visto desde que vive en Kent?
– ¿En Kent? -repitió Mollison, sin la menor expresión en su rostro-. No sabía que estaba en Kent. ¿Qué está haciendo en Kent? ¿Dónde vive?
– Donde murió Kenneth Fleming. En la misma casa.
– Caramba.
Tragó saliva.
– El miércoles por la noche, cuando habló con Kenneth Fleming, ¿le dijo que iba a Kent para ver a Gabriella Patten?
– No.
– ¿No sabía que estaba liado con ella?
– No.
– ¿No sabía que estaba liado con ella desde otoño?
– No.
– ¿Ni que pensaban divorciarse de sus respectivos cónyuges y casarse?
– No. En absoluto. No sabía nada de eso. -Se volvió hacia su mujer-. ¿Tú sabías algo, Allie?
Ella le había observado durante todo el interrogatorio de Lynley.
– Es difícil que yo me entere de algo -dijo sin cambiar de expresión.
– Pensé que quizá te habría dicho algo en marzo. Durante la cena.
– Estaba con Hugh.
– Bueno, en el lavabo, o algo por el estilo.
– No nos quedamos solas en ningún momento, y aun en ese caso, revelar que estás follando con alguien fuera del matrimonio no es una conversación de lavabo, Guy. Entre mujeres, quiero decir.
Su cara y tono desmentían la elección de vocabulario. Sus palabras sirvieron para que Mollison clavara la vista en ella. Un silencio se creó entre ellos, y Lynley dejó que se dilatara. Al otro lado de la puerta abierta, un barco que surcaba el río emitió un solo bocinazo. La brisa arrancó susurros de las hojas de palmera y apartó de las mejillas de Allison las mechas de cabello castaño que habían escapado de la cinta color melocotón que lo sujetaba en la base de la nuca. Guy se levantó a toda prisa y cerró la puerta.
Lynley también se levantó. La sargento Havers le dirigió una mirada de incredulidad. Abandonó de mala gana el mullido sofá. Lynley extrajo su tarjeta.
– Por si se le ocurre algo, señor Mollison -dijo, y se la dio cuando Mollison se volvió hacia él.
– Ya se lo he contado todo -dijo Mollison-. No sé qué más…
– A veces, algo estimula la memoria. Un comentario casual. Una conversación escuchada sin querer. Una fotografía. Un sueño. Telefonéeme si eso pasa.
Mollison guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa.
– Claro, pero no creo…
– Si pasa -dijo Lynley. Saludó con un movimiento de cabeza a la mujer de Mollison y dio por concluida la entrevista.
Havers y Lynley no hablaron hasta que llegaron al ascensor. Las puertas del ascensor se abrieron con un siseo. Salieron al vestíbulo. El portero salió de su despacho y les acompañó a la puerta con la seriedad de un carcelero que liberara a unos reclusos. Lynley no dijo nada cuando salieron a la noche.
– Está bailando una jiga con la verdad -dijo Havers.
– Sí -contestó Lynley.
Havers encendió un cigarrillo mientras caminaban hacia el Bentley.
– Señor, ¿por qué no hemos…? -empezó.
– No hace falta que hagamos lo que su mujer puede hacer por nosotros -contestó Lynley-. Es abogada. Eso es una bendición.
Al llegar al coche, se quedaron en lados opuestos. Lynley miró en dirección al Panorama de Whitby, del que habían salido algunos clientes. Havers dio otra calada a su cigarrillo y acumuló nicotina para el largo viaje hasta casa.
– Pero no se pondrá de nuestro lado -repuso-. Ahora que está a punto de parir, y si Mollison está complicado.
– No la necesitamos de nuestra parte. Bastará con que le diga lo que ha olvidado preguntar.
Havers paralizó el cigarrillo a unos centímetros de su boca.
– ¿Lo que olvidó preguntar?
– ¿Dónde está Gabriella? El incendio ocurrió en la casa que ocupaba Gabriella. Los polis han encontrado un cadáver, pero es el de Fleming. Así que, ¿dónde cono está Gabriella? -Lynley desconectó el sistema de seguridad del coche-. Interesante, ¿verdad? -dijo, mientras abría la puerta y entraba-. Lo que la gente revela al no decir nada.
Capítulo 11
La terraza de la taberna El Peso de la Paja hormigueaba de vida. Brillaban luces en los árboles y formaban un techo resplandeciente sobre los clientes, brillaban sobre los brazos desnudos y las piernas largas de quienes celebraban el tiempo cálido de mayo. Al contrario que la noche anterior, Barbara no pensó en unirse a la fiesta mientras pasaba por delante. Aún no había trasegado su pinta semanal de Bass, aún no había hablado con nadie del vecindario, excepto la Bhimani de la verdulería, pero eran las diez y media, llevaba levantada demasiado tiempo y había dormido demasiado poco. Estaba hecha polvo.
Aprovechó el primer espacio libre que encontró para aparcar, junto a un montón de bolsas de basura. Era en Steele's Road, bajo un aliso cuyas ramas se alzaban a bastante altura sobre la calle y prometían una prodigiosa alfombra de deyecciones de pájaros por la mañana. No es que importaran demasiado las deyecciones de pájaros, teniendo en cuenta el estado del Mini. Si su suerte persistía, pensó Barbara, habría bastante guano para tapar los agujeros que sembraban la capota oxidada del coche.
Sorteó las bolsas de basura para subir a la acera y se arrastró en dirección a Eton Villas. Bostezó, masajeó su hombro dolorido y juró desparramar el contenido de su bolso y llevar a cabo una selección racional de sus pertenencias. ¿Qué había en el maldito trasto?, se preguntó mientras lo cargaba hasta casa. Parecía lleno de ladrillos. De hecho, parecía que se hubiera parado en la verdulería de Jaffri, hubiera comprado otras dos bolsas de hielo y las hubiera metido en el bolso.
Sus pasos se detuvieron cuando recreó la imagen mental que sugerían la tienda y el hielo. Mecagüen la leche, pensó. Se había olvidado de la nevera.
Apresuró el paso. Dobló la esquina de Eton Villas. Esperó y rezó contra toda esperanza para que el hijo del hijo del abuelo se hubiera hecho una composición de lugar después de su largo viaje desde Fulham a Chalk Farm en su camión con la parte posterior al aire. Barbara no le había dicho exactamente dónde debía descargar la nevera, pues había supuesto que estaría en casa cuando llegara, pero como no había sido este el caso, el hombre habría preguntado la dirección. No la habría dejado tirada en la acera, ¿verdad? No la habría abandonado en plena calle.
Cuando llegó a casa, descubrió que no había hecho ninguna de ambas cosas. Subió por el camino particular, esquivó un Golf rojo último modelo, abrió el portal y vio que el hijo del hijo del abuelo había logrado (con o sin ayuda, nunca lo sabría) cruzar el jardín y bajar cuatro peldaños de hormigón estrecho con la maldita nevera. Se erguía frente a la planta baja de la casa, medio envuelta en una manta rosa, con una pata hundida en un delicado montoncito de manzanilla que crecía entre las losas.
– Mal -bufó Barbara-. Mal, mal, mal. Capullo de mierda.
Pateó una losa y apoyó el hombro contra la cuerda que sujetaba la manta rosa. Lanzó un gruñido, empujó y calculó el peso que debería aplicar para subir la nevera por los cuatro peldaños, empujarla hasta la puerta e introducirla en su casa, al final del jardín. Consiguió levantar un lado cinco centímetros, pero el esfuerzo hundió más el otro lado en la manzanilla, la cual habría plantado sin duda el residente de la planta baja por una necesidad médica crucial a la que ya no podría atender por culpa del hijo del hijo del abuelo.