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Era posible, reconoció Chris. Decidió ir en persona a explorar el lugar.

Fue a Hampshire solo. Cuando volvió, se limitó a decir:

– Lo haremos la semana que viene.

– ¿La semana que viene? -pregunté-. Chris, es muy poco tiempo. Todos correremos peligro. Es…

– La semana que viene -repitió, y extrajo un plano de la granja. Asignó a los vigilantes el problema de la señora Porter, la propietaria; comentó la improbabilidad de que llamara a la policía y llamara la atención de la ley sobre ella, como responsable del criadero de cachorros, para empezar. Pero sí podía hacer otra cosa. Los vigilantes tendrían que neutralizarla. Nos dijo que lleváramos mascarillas quirúrgicas, y en aquel momento tendría que haber comprendido lo espantoso que iba a ser.

Llegamos a la una de la madrugada. Los vigilantes se dirigieron a custodiar las dos entradas del criadero, uno en el patio y el otro de cara a un jardín delantero perfecto y la senda sembrada de cajas. Cuando el parpadeo de sus luces nos comunicó que habían ocupado sus puestos, los libertadores nos dispusimos a correr hacia el establo. Por una vez, Chris nos acompañó. Nadie se atrevió a preguntar por qué.

Encontramos el primer animal muerto en un corral, justo delante del establo. En el círculo de luz que Chris proyectó sobre él, vimos que había sido un perro de aguas en algún momento. Ahora estaba hinchado, pero la hinchazón parecía ondular a la luz de la linterna de Chris. Era a causa de los gusanos. Su compañero del corral era un perdiguero dorado, cubierto de barro y heces. Se esforzó por ponerse en pie. Cayó sobre la valla de alambre.

– Mierda -murmuró alguien.

El perdiguero disparó la alarma que habíamos supuesto.

Oímos los gritos procedentes de la casa cuando estuvimos dentro del establo, pero se convirtió al instante en un mero fondo auditivo de lo que descubrimos en el interior. Todos llevábamos linternas. Las encendimos. Había excrementos por todas partes. Nuestros pies emitieron ruidos de succión cuando se hundieron en la paja que cubría.el estiércol.

Los animales gimotearon. Estaban apelotonados en jaulas del tamaño de cajas de zapatos, apiladas unas sobre otras, de modo que los perros de abajo vivían entre las deyecciones de los perros de arriba. Debajo de las cajas había tres bolsas de basura. Una desparramó su contenido en el estiércoclass="underline" cuatro cachorros de terrier muertos, tirados entre pelo húmedo, heces y comida podrida.

Nadie habló, como de costumbre. Pero uno de los tíos se puso a llorar. Tropezó contra un lado del establo.

– Patrick, Patrick -le urgió Chris-, no me falles ahora. Da la señal -me indicó, mientras avanzaba hacia las jaulas.

Los perros empezaron a gañir. Volví a la puerta del establo y apunté la luz hacia los transportistas, que esperaban bajo el seto de tejo que bordeaba la propiedad. En la casa, los vigilantes forcejeaban con la señora Porter.

– ¡Policía! ¡Socorro! ¡Policía! -gritó desde el primer peldaño, lo más lejos que consiguió llegar, antes de que uno de los vigilantes le sujetara los brazos por detrás y el otro la amordazara. La arrastraron al interior de la casa. Las luces se apagaron.

Los transportistas se precipitaron hacia el establo. Uno de ellos resbaló en el estiércol y cayó. Los perros se pusieron a aullar.

Chris corrió ante la hilera de jaulas. Yo me uní a los que trabajaban al final del establo. Pese a la luz limitada de mi linterna, aún podía ver, y sentí que el vértigo se apoderaba de mí. Había cachorros por todas partes, pero no eran los animalitos deliciosos que se ven en los calendarios de Navidad. Aquellos yorkies y ovejeros, aquellos perdigueros y perritos de lanas tenían los ojos ulcerados, heridas abiertas. Por los parches sin pelo de su piel hormigueaban toda clase de parásitos.

Uno de los tíos mayores empezó a blasfemar. Dos de las mujeres lloraban. Yo procuraba no respirar y hacer caso omiso de las oleadas alternativas de calor y frío que recorrían mi cuerpo. Un zumbido en mis oídos apagaba los sonidos que emitían los animales, pero, aterrorizada de que el zumbido se interrumpiera, me puse a recitar todo lo que pude recordar de El libro de las bestias del niño malo. Ya había terminado con el yak, el oso polar y la ballena cuando llegué a la última jaula. Contenía un pequeño terrier tibetano. Deslicé mis dedos enguantados entre los barrotes y murmuré todo cuanto pude recordar del estribillo sobre el dodo. Empezaba con algo sobre ir de paseo. Algo sobre tomar el sol y el aire.

Abrí la jaula, me concentré en el estribillo. Los otros versos tenían que rimar con «pasear» y «aire». No los recordé.

Extendí la mano hacia el perro, pero buscaba las palabras. ¿Cuáles eran? ¿Cuáles eran?

Tiré del perro hacia mí. Tenía que recordar el estribillo como fuera, porque de lo contrario me derrumbaría, y no me lo podía permitir. No sabía qué hacer para evitarlo, salvo pasar cuanto antes a otro estribillo, uno más conocido, uno cuyas palabras no olvidara. Como «Humpty Dumpty». *

Levanté al perro y vislumbré su pata posterior derecha. Colgaba inútil de una tira de piel. En la piel se veían las marcas inconfundibles de pinchazos y dentelladas. Como si hubiera intentado arrancarse a mordiscos su propio pie. Como si el perro que ocupaba la jaula de abajo hubiera intentado arrancársela a mordiscos.

Mi visión se estrechó hasta un punto de luz. Grité, pero no emití ningún sonido que recordara a un nombre o una palabra. Tenía al perro apoyado contra mí, como algo inanimado, sin vida.

Todo a mi alrededor era movimiento, manchas negras a medida que los libertadores trasladaban animales e intentaban contener la respiración. Tragué aire, pero no encontré suficiente.

– Deja que lo coja -dijo alguien a mi lado-. Livie. Livie. Dame el perro.

No podía soltarlo. No podía moverme. Solo sentía que me estaba fundiendo, como si una gran llamarada estuviera devorando mi piel. Empecé a llorar.

– Su pata -grité.

Después de todo lo que había visto durante mi mi-litancia en el MLA, parece absurdo que una pata de perro colgando de una tira de piel muerta me desmoronara, pero así fue. Me sentí henchida de rabia. Sentí que la impotencia me succionaba, como arenas movedizas.

– Basta -dije, y fui yo quien cogió la lata de petróleo en la puerta, donde Chris la había dejado.

– Aléjate, Livie -dijo.

– Saca ese perro del corral -contesté-. Sácalo. He dicho que lo saques, Chris. Sácalo.

Empecé a rociar de petróleo el interior de aquel antro infernal. Cuando el último perro fue recogido y la última jaula tirada al suelo, encendí la cerilla. Las llamas brotaron como un geiser. Nunca había visto un espectáculo tan hermoso.

Chris me arrastró del brazo, de lo contrario me habría quedado dentro y ardido en el interior de aquel establo siniestro. Salí tambaleante, comprobé que habían rescatado al perdiguero del corral y corrí hacia la senda. No paraba de decir «Basta». Intentaba borrar de mi mente la imagen de aquella patética patita colgante.

Paramos en una cabina telefónica de Itchen Abbas. Chris llamó al teléfono de urgencias y avisó del fuego. Volvió a la camioneta.

– Es más de lo que esa mujer se merece -dije.

– No podemos dejarla atada. No queremos un asesinato sobre nuestras conciencias.

– ¿Por qué no? Ella tiene muchos.

– Eso es lo que nos diferencia.

Vi pasar la noche. La autopista se extendía ante nosotros, una cuchillada de hormigón gris que partía la tierra.

– Ya no es divertido-dije a mi reflejo en la ventanilla del acompañante. Noté que Chris me miraba.

– ¿Quieres dejarlo? -preguntó.

Cerré los ojos.

– Solo quiero terminarlo.

– Así se hará.

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* Hombrecillo rechoncho de un verso para niños, que personifica un huevo que cayó y se hizo añicos. (N. del T.)