– Hay una empresa suiza, el Grupo Berghaus, que patrocina la recepción -dijo Remmer leyendo las notas que había garabateado en un bloc de hojas amarillas. A su izquierda, Noble hablaba animadamente por teléfono con un bloc de notas similar junto al codo.
– La recepción es una fiesta de bienvenida para un tal… -Remmer volvió a mirar sus notas- Elton Lybarger. Se trata de un empresario de Zúrich que sufrió un infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está totalmente recuperado.
– ¿Quién diablos es Elton Lybarger? -preguntó McVey.
Remmer se encogió de hombros.
– No había oído hablar de él. Ni tampoco de ese Grupo Berghaus. La división de Inteligencia se ha encargado de ello y nos entregará una lista de los invitados.
Noble colgó y se volvió hacia sus compañeros.
– Cadoux ha mandado un mensaje en clave a mi oficina diciendo que huyó del hospital porque tenía miedo que los policías de guardia dejaran entrar al asesino de Lebrun. Pensó que pertenecían a la Organización y que también lo liquidarían a él. Dijo que se pondría en contacto no bien tuviera la oportunidad.
– ¿Cuándo lo envió y desde dónde? -preguntó McVey.
– Llegó hace poco más de una hora. Lo envió por fax desde el aeropuerto de Gatwick.
Retrasado por la niebla, el jet de Von Holden aterrizó en el aeropuerto de Templehof a las siete menos veinticinco de la mañana, tres horas más tarde de lo esperado. A las siete y media bajó del taxi en Spandauerdamm y cruzó la calle hacia el palacio de Charlottenburg, a oscuras y cerrado durante la noche. Estuvo tentado de dar la vuelta y entrar por una puerta lateral para verificar personalmente los últimos detalles del dispositivo de seguridad. Sin embargo, Viktor Shevchenko ya se había ocupado de ello dos veces durante el día y se lo había confirmado a su regreso. A Viktor Shevchenko, Von Holden le habría confiado su propia vida.
Se quedó mirando entre los barrotes de la verja imaginando lo que sucedería en menos de veinticuatro horas. Podía verlo y oírlo todo. Y al pensar que se encontraban en vísperas del acontecimiento, sintió una emoción rayana en las lágrimas. Finalmente dejó de pensar en ello y empezó a caminar.
A las cinco de la tarde, la sección de Berlín había informado que McVey, Osborn y los demás ya estaban en la ciudad y que habían establecido su centro de operaciones en el Hotel Palace, donde se encontraban bajo la protección de la Policía Federal. Era tal como lo había previsto Scholl, que sin duda también tenía razón al decir que habían venido a Berlín a buscarlo a él. No buscaban a Lybarger ni venían a ocuparse de la ceremonia en Charlottenburg.
«Encuéntralos y vigílalos -había dicho Scholl-. En algún momento intentarán ponerse en contacto para acordar una hora y un lugar para reunirse. Esa será nuestra oportunidad para aislarlos. Luego, tú y Viktor haréis lo que corresponda.»
«Sí -pensaba Von Holden mientras caminaba-, haremos lo que corresponda. Con rapidez y eficiencia.»
Sin embargo, había algo que no dejaba de inquietarlo. Sabía que Scholl los menospreciaba, sobre todo a McVey. Eran listos y tenían experiencia, además de mucha suerte. No era una buena combinación y significaba que su plan tenía que ser de una eficacia excepcional, un plan donde esa experiencia y suerte intervinieran lo menos posible. Prefería tomar la iniciativa y actuar con rapidez, antes de que ellos pudieran idear su propio plan. Pero en un hotel que formaba parte de un complejo de las dimensiones del Europa Center, era prácticamente imposible liquidar a cuatro hombres, al menos tres de los cuales iban armados y protegidos por la policía. Aquello exigía una operación al descubierto, demasiado sangrienta y aparatosa, y el éxito no estaría garantizado. Además, si algo iba mal y cogían a uno de los suyos, toda la Organización se vería amenazada en el momento menos indicado.
Así, a menos que cometieran un error impensable y que por algún motivo quedaran al descubierto, Von Holden respetaría las órdenes de Scholl y esperaría que ellos dieran el primer paso. A Von Holden la experiencia le decía que, si él dirigía personalmente la operación, no cabía dudar de que su estrategia funcionara. También sabía que aprovechaba mejor su energía en la logística de un plan de trabajo que en preocuparse de sus adversarios. Sin embargo, la presencia de McVey y los suyos no dejaba de inquietarlo, hasta tal punto que pensó en pedirle a Scholl que aplazara la celebración de Charlottenburg hasta que los hubieran liquidado. Pero eso era inconcebible y Scholl había dicho que no desde el principio.
Dobló en una esquina, caminó media manzana y subió las escaleras de un edificio de apartamentos en el número 37 de Sophie Charlottenburgstrasse. Tocó el timbre.
– ¿Ja? -preguntó una voz por el interfono.
– Von Holden -dijo él. Se oyó el zumbido de la cerradura electrónica y Von Holden subió hasta el gran apartamento de la segunda planta donde se había montado el centro de seguridad para la recepción de Lybarger. Un guardia uniformado le abrió la puerta y Von Holden entró por un pasillo junto a las mesas donde aún trabajaban las secretarias.
– Guten Abend. Buenas noches -dijo en voz baja, y abrió la puerta de una habitación pequeña habilitada como despacho. El problema, barruntó siguiendo su hilo de pensamiento, era que cuanto más se quedaran en el hotel sin establecer contacto con Scholl, más tiempo tendrían ellos para idear su propio plan y menos él para armar su estrategia. Pero Von Holden ya había comenzado a sacarle partido a la situación. El tiempo corría en ambos sentidos y mientras los policías permanecieran en el hotel, tendría tiempo para organizar a sus hombres y descubrir lo que sabían y qué tramaban.
Capítulo 97
– Gustav Dortmund, Hans Dabritz, Rudolf Kaes, Hilmar Granel… -leyó Remmer y dejó la hoja del fax. Miró hacia McVey, sentado enfrente, que sostenía una copia de la lista de invitados a Charlottenburg, de cinco páginas-. Herr Lybarger tiene amigos muy adinerados e influyentes.
– Y algunos no tan adinerados pero igualmente influyentes -dijo Noble estudiando su propia lista-. Gertrude Biermann, Mathias Noli, Henryk Steiner.
– Políticamente, desde la extrema izquierda a la extrema derecha. Por lo general sería difícil verlos juntos en una misma habitación -dijo Remmer. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se inclinó sobre la mesa para servirse un vaso de agua mineral.
Apoyado contra la pared, Osborn observaba. No le habían dado una copia de la lista de invitados ni él la había pedido. En las últimas horas, a medida que llegaba la información y los policías se concentraban en su trabajo, lo habían ignorado casi por completo. Como resultado, se sentía aún más ajeno y se intensificaba su presentimiento de que cuando fueran a por Scholl no contarían con él.