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Siguió retrocediendo durante otros veinte metros. De pronto, al pasar junto a un árbol, giró sobre sus talones y empezó a correr. Cruzó un camino iluminado, subió de un salto un par de peldaños y siguió corriendo por el césped entre los árboles. Miró hacia atrás. Vio que lo seguían siluetas oscuras perfilándose contra el cielo de la noche corriendo entre los árboles que quedaban a sus espaldas.

Más allá divisó los brillantes faros de los coches en Tiergartenstrasse. Volvió a mirar atrás. Los árboles se perdían en la oscuridad. Supuso que aún venían tras él pero no había manera de saberlo. Con el corazón acelerado y los pies resbalando en el césped húmedo, siguió corriendo. Finalmente sintió el pavimento bajo sus pies y supo que había llegado a los lindes del parque. Estaba justo frente a las luces de la calle y ante el flujo denso del tráfico. Sin detenerse cruzó la calle corriendo y los cláxones chillaron por todas partes. Logró esquivar un coche, luego otro. Se oyó un chirrido de neumáticos y luego un feroz estrépito de metales cuando un taxi giró para no embestirlo y se incrustó en un coche estacionado.

Al instante, otro coche se empotró en el taxi por detrás y una pieza del parachoques salió despedida hacia la oscuridad.

Osborn no volvió a mirar atrás. Con los pulmones quemándole el pecho se agachó detrás de una fila de coches y corrió con el tronco doblado a lo largo de una manzana hasta que entró en una calle lateral. Más adelante había una intersección y una calle muy iluminada. Sin aliento, dobló en la esquina y cruzó hasta la acera mezclándose entre los peatones.

Se metió la pistola bajo el cinturón, la ocultó con la chaqueta y siguió caminando intentando recuperar la calma. Pasó junto a un Burger King, miró atrás y no vio nada. Tal vez no lo habían seguido después de todo y sólo se lo había imaginado. Siguió caminando mezclado con la multitud.

Se cruzó con un grupo de adolescentes estrafalarios y una chica de pelo oscuro le sonrió. ¿Por qué había sacado la pistola? Lo único que había hecho aquel hombre era volverse. Osborn pensó que tal vez el segundo tipo ni siquiera lo acompañaba, que sólo había salido a pasear. Pero algo en la actitud poco natural del extraño, que se había vuelto con tanta precisión después de saludarlo, lo turbó y le hizo creer que lo iban a atacar. Por eso reaccionó de ese modo. Era preferible estar preparado que dejar que lo tomaran por sorpresa.

Un reloj en una ventana marcaba las 22.52.

Hasta ese momento se había olvidado completamente de McVey. Debía volver al hotel antes de ocho minutos y no tenía idea de dónde estaba. ¿Qué haría? Inventar un cuento, decir que estaba… De pronto, al doblar en una esquina, vio el Europa Center directamente enfrente. Abajo vio el rótulo luminoso del Hotel Palace colgando sobre la entrada de los coches.

A las once menos seis minutos, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron y el ascensor subió. Estaba solo y a salvo.

Intentó olvidar a los hombres del parque y se miró en el espejo del ascensor. Se arregló el pelo y se alisó la chaqueta. En la otra pared había un cartel turístico de Berlín con fotos de lugares famosos de la ciudad. Dominaba en el centro una foto del palacio de Charlottenburg. Osborn recordó lo que Remmer había dicho esa tarde. «Es una bienvenida para un tal Elton Lybarger, un empresario de Zúrich que sufrió un grave infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está plenamente recuperado.»

– Joder -maldijo por lo bajo-. Joder.

¿Cómo era posible no haberse percatado antes?

Capítulo 101

A las once menos dos minutos, Osborn llamaba a la puerta de la habitación 6132. McVey tardó un momento en abrir. Había cinco hombres detrás de él y todos lo observaban en silencio. Noble, Remmer, el agente Schneider y dos miembros uniformados de la policía de Berlín.

– Bueno, ha regresado la Cenicienta -observó McVey.

– Me separé del agente Schneider. Lo busqué por todas partes. ¿Qué tenía que hacer? -Osborn ignoró la mirada de ira que le lanzó McVey, cruzó la habitación y cogió el teléfono. Se produjo un silencio y Osborn pudo hablar.

– El doctor Mandel, por favor -dijo.

Remmer se encogió de hombros, despidió a los policías berlineses y McVey le estrechó la mano a Schneider. Remmer los acompañó a los tres a la puerta y cerró.

– Ya volveré a llamar, gracias -dijo Osborn, y miró a McVey al colgar-. Usted me dirá si me equivoco -prosiguió con una energía que McVey no le había visto desde Inglaterra-, pero después de todo lo que he observado, con o sin orden de arresto, las posibilidades de conseguir pruebas suficientes para llevar a Scholl a juicio son casi nulas. Es demasiado poderoso, está demasiado bien conectado y por encima de la ley, ¿no?

– Tiene usted la palabra, doctor.

– Entonces, ¿por qué no lo miramos desde otra perspectiva y nos preguntamos por qué vendría Scholl de la otra punta del mundo para rendirle homenaje a un hombre que apenas existe y, a la vez, aparece como instigador de una ola de asesinatos que crece a medida que se acerca la fecha de la fiesta en el palacio de Charlottenburg?

Osborn les lanzó una mirada rápida a los demás y volvió a McVey.

– Apostaría que Lybarger es la clave de todo esto. Y si podemos averiguar algo sobre él, seguro que podremos saber bastante más acerca de Scholl.

– ¿Piensa que podrá encontrar algo que la policía federal alemana haya pasado por alto? Continúe -dijo McVey. ;

– Así lo espero, McVey -dijo Osborn, y señaló el teléfono con un gesto de la cabeza. Estaba excitado. Sabía que si intentaba hacerlo solo sería imposible, pero tampoco dejaría que lo apartaran de la operación-. He llamado al doctor Herb Mandel. No sólo es el mejor especialista en cirugía vascular que conozco. También es jefe de personal del Hospital General de San Francisco. Si es verdad que Lybarger tuvo un infarto, debería tener un historial médico. Ese historial tendría que haber empezado en San Francisco.

Von Holden estaba irritado. Tenía que haber liquidado a Osborn allí mismo, al verlo sentado en el banco del parque. Pero había querido asegurarse de que era el hombre que buscaba. Viktor y Natalia eran personas en quienes se podía confiar, pero sólo se guiaban por una foto. El problema no era matar a un desconocido, sino pensar que había matado al indicado y descubrir luego que se había equivocado. Por eso se había acercado tanto a Osborn, hasta el punto de saludarlo con un «buenas noches». Luego Osborn lo había sorprendido con la pistola.

Tenía que haber estado preparado, pensó Von Holden, porque encajaba con la afirmación de Scholl de que Osborn se guiaba por motivaciones emocionales y que, por lo tanto, era un individuo sumamente impredecible.

Aun así, tenía que haberlo matado. Había mirado a Viktor deliberadamente esperando que Osborn se volviera para ver dónde miraba. Habría necesitado tan sólo ese instante. Pero Osborn había retrocedido para tenerlos a ambos al alcance de la vista sin dejar de apuntarle con la CZ. Al echar el percutor hacia atrás, si le disparaban, el pulgar resbalaría y el arma se descargaría a bocajarro contra Von Holden. La verdad era que estaba demasiado cerca para correr el riesgo de que diera en el blanco.

También era verdad que cuando Osborn huyó y ellos corrieron tras él por el parque, había tenido la oportunidad de un disparo certero. Si el americano se hubiera detenido, aunque no fuera más que por una fracción de segundo, en lugar de lanzarse al tráfico de Tiergartenstrasse, le habría disparado. Pero no había sido así y los dos coches que se estrellaron le obstaculizaron la visión sin darle una segunda oportunidad.

Mientras subía las escaleras del apartamento de Charlottenstrasse, Von Holden se sentía turbado, no tanto debido a su fracaso -al fin y al cabo, a veces sucedía así- sino a un estado general de desasosiego. El hecho de que Osborn hubiera salido solo había sido un regalo y él, más que nadie, debería haber sido capaz de aprovecharlo. No lo había hecho. Algo se repetía de manera regular. Bernhard Oven tenía que haber eliminado a Osborn en París y no lo había logrado. El atentado del tren iba a acabar con Osborn y McVey, ya fuera en la explosión o después, a manos del grupo de asesinos que los esperaba si sobrevivían. Sin embargo seguían con vida. Más que suerte, era otra cosa. Para Von Holden, personalmente, tenía visos premonitorios.