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– Vorahnung.

La palabra lo perseguía desde su juventud. Significaba premonición. Desde el día en que había conocido a Scholl, había tenido la peculiar sensación de que el camino de ese hombre así como de aquellos que lo siguieran, estaba inexorablemente destinado a una catástrofe. No tenía la menor sospecha de dónde provenía esa sensación y, claro está, no había manera de demostrarlo porque todo lo que Scholl tocaba seguía el rumbo que él definía y así había sido durante años. Sin embargo, el sentimiento perduraba.

A veces desaparecía durante unos días o meses. Pero siempre sobresalía. Los sueños que tenía eran horripilantes, atisbos de nebulosas de colores verdes y rojos como los de la aurora boreal elevándose a miles de metros y ondulando como gigantescos pistones en el vértice de su mente. En medio de esa dimensión aparecía el terror y él era incapaz de dominarlo.

Cuando Von Holden despertaba de esas «cosas» como solía llamarlas, lo invadía un sudor frío y temblaba de miedo y se obligaba a pasar el resto de la noche en vela temiendo que el sueño volviera a traer consigo la pesadilla.

A menudo se preguntaba si no sufría de algún desequilibrio fisiológico o de un tumor cerebral, pero sabía que eso era imposible porque había largos períodos intermitentes de salud.

Luego se habían desvanecido. Así, sin más. Él había creído librarse durante cinco años y estaba seguro de haberse recuperado. De hecho, durante los últimos años ni siquiera había vuelto a acordarse. Hasta ayer por la noche, al enterarse de que McVey y sus hombres habían salido de Londres en un avión privado. No tenía para qué adivinar su destino porque ya lo sabía. Al final se acostó pero temiendo dormirse, sabiendo en el fondo de sí mismo que las «cosas» volverían. Y habían vuelto. Eran más aterradoras que en el pasado.

Von Holden cruzó la puerta del apartamento, saludó al guardia y entró por un largo pasillo. Llegó a la sala de las secretarias y una de ellas, una mujer alta y de cara rellena con el pelo teñido de rojo, hizo una pausa en la verificación informática del sistema electrónico de seguridad en Charlottenburg y lo miró.

– Ya está aquí -dijo en alemán.

– Danke -asintió Von Holden, y abrió la puerta de su despacho. Un rostro familiar le sonreía.

Era Cadoux.

Capítulo 102

Pasaban unos minutos de las dos de la madrugada. Tres horas y una docena de llamadas por teléfono después de que Osborn y McVey comenzaran a trabajar con el doctor Herb Mandel en San Francisco y el agente especial Fred Hanley de la oficina del FBI en Los Ángeles, habían elaborado una versión sobre lo sucedido con Elton Lybarger durante su permanencia en Estados Unidos.

Según los registros, ningún hospital de la zona de San Francisco había tratado a Elton Lybarger como víctima de un infarto. Sin embargo, en septiembre de 1992, una ambulancia privada había llevado a un E. Lybarger al exclusivo hospital de Palo Colorado en Carmel, California. Había permanecido allí hasta marzo de 1993, fecha en que lo habían trasladado al Rancho del Piñón, un elegante asilo de ancianos en las afueras de Taos, Nuevo México. Luego, hacía apenas una semana, había regresado a Zúrich acompañado de su fisioterapeuta americana, una mujer llamada Joanna Marsh.

El hospital de Carmel había proporcionado las instalaciones, pero no se encargaron del personal. A Lybarger lo habían acompañado en la ambulancia su médico de cabecera y una enfermera. Un día después se le habían sumado otros cuatro acompañantes. La enfermera y los acompañantes tenían pasaporte suizo. El médico era austriaco y se llamaba Helmuth Salettl.

Hacia las cuatro menos cuarto de la mañana, la oficina de Bad Godesburg envió a Remmer cuatro copias de los antecedentes profesionales y personales del doctor Salettl. Remmer las repartió y esta vez incluyó a Osborn.

Salettl era un solterón de setenta y nueve años que vivía con su hermana en Salzburgo, Austria. Nacido en 1914, practicaba como cirujano novel en la universidad de Berlín cuando estalló la guerra. Más tarde estuvo al mando de un grupo de las SS y Hitler lo nombró director de Salud Pública. En los últimos días de la guerra, el propio Hitler ordenó su arresto acusándolo de intentar enviar documentos secretos a los americanos y fue sentenciado a muerte. Recluido en una villa de las afueras de Berlín esperó la ejecución, pero en el último momento lo trasladaron al norte de Alemania donde fue rescatado por tropas americanas. Lo interrogaron los oficiales aliados en el campo de Oberursel, cerca de Frankfurt, y luego lo enviaron a Nuremberg donde fue juzgado y absuelto de «haber preparado y llevado a cabo una guerra agresiva». Más tarde volvió a Austria donde instaló una consulta privada de medicina interna hasta los setenta años. Se jubiló, pero siguió tratando a un grupo selecto de pacientes. Uno de ellos era Elton Lybarger.

– Volvemos a lo mismo otra vez -dijo McVey al terminar de leer. Dejó los papeles en el borde de la cama.

– La conexión nazi -apuntó Remmer.

McVey miró a Osborn.

– ¿Por qué un médico habría de pasar siete meses en un hospital a diez mil kilómetros de su país velando por la recuperación de un paciente que ha sufrido un infarto? ¿Usted le encuentra algún sentido?

– No, a menos que se haya tratado de un infarto sumamente grave o que Lybarger se haya portado como un excéntrico o un neurótico. O tal vez la familia estaba dispuesta a pagar lo que fuera para que tuviera esos cuidados.

– Doctor -dijo McVey con tono enfático-. Lybarger no tiene familia, ¿no se acuerda? Aunque hubiera estado tan enfermo como para necesitar a un médico a su lado durante siete meses, no se habría encontrado en condiciones para disponer de todo eso por sus propios medios, al menos al principio.

– Alguien se encargó. Alguien tuvo que ocuparse de enviar a Salettl con el equipo médico a Estados Unidos y pagarlo todo -agregó Noble.

– Scholl -dijo Remmer.

– ¿Por qué no? -Dijo McVey mesándose el pelo-. Él es el dueño de la mansión suiza de Lybarger. ¿Por qué no pensar que Scholl también se ocupa de arreglar esos otros asuntos? Sobre todo en lo que se refiere a su salud.

Noble cogió con gesto de cansancio una taza de café de la bandeja que tenía junto a él.

– Todo esto nos lleva a la misma pregunta. ¿Por qué?

McVey se sentó sobre el borde de la cama y por enésima vez cogió el fax de cinco páginas a un solo espacio del informe sobre los invitados de Charlottenburg. En las páginas enviadas desde Bad Godesburg no había nada que hiciera pensar en otra cosa que una simple reunión de influyentes ciudadanos alemanes. Durante un momento pensó en los pocos nombres que no habían logrado identificar. Sí, pensó, la respuesta podía encontrarse ahí, si bien tenían escasas posibilidades de dar con ella. Sin embargo, su intuición le decía que tenían la respuesta ante las narices mezclada con la información de que disponían.

– Manfred -dijo McVey mirando a Remmer-. Estamos dando vueltas, mirando aquí y allá, discutiendo, y manejamos información muy confidencial sobre algunos ciudadanos a través de uno de los cuerpos de policía más eficientes del mundo, y ¿qué sucede? Seguimos sin sacar nada en claro. Ni siquiera podemos abrir la puerta… Sin embargo, sabemos que hay algo dentro -continuó-. Tal vez tenga algo que ver con lo que suceda mañana por la noche y tal vez no. Pero en cualquier caso mañana, en algún momento, con la orden en la mano, vamos a poner toda la carne en el asador y cercaremos a Scholl para hacerle unas cuantas preguntas. Lo haremos antes de que los abogados puedan coger la palabra. Tenemos que lograr que Scholl sude lo bastante para que se le suelte la lengua de inmediato y confiese o al menos reblandecerlo para que nos diga algo que después podamos usar en su contra. Hay que averiguar algo más de lo que teníamos al comienzo.