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Era McVey, que la usaba para llamar a Scholl. La primera parte de la conversación había sido formal y cortés. Hablaron de su mutua amistad con el cardenal O'Connel y del clima de Berlín comparado con el sur de California y de la coincidencia de encontrarse los dos en Berlín. Después hablaron del objeto de la llamada de McVey.

– Es algo que quisiera comentar personalmente con usted, señor Scholl. No quisiera que se me malinterpretara.

– Creo que no entiendo.

– Digamos simplemente que es… personal.

– Inspector, como usted comprenderá, estoy literalmente atado durante todo el día. ¿No podría esperar hasta que regrese a Los Ángeles?

– Creo que no.

– ¿Cuánto tiempo cree que necesitará?

– Media hora, cuarenta minutos.

– Ya veo…

– Ya sé que está muy ocupado y le agradezco su colaboración, señor Scholl. Ya sé que estará en el palacio Charlottenburg para la recepción de esta noche. ¿Por qué no nos encontramos antes del inicio? ¿Qué le parece alrededor de las sie…?

– Me reuniré con usted a las cinco en punto en el número 72 de Haupstrasse, en el distrito Friedenau. Es una residencia privada. Estoy seguro que podrá encontrarla. Buenos días, inspector.

Se oyó el «clic» en el otro extremo cuando Scholl colgó y luego miró a Louis Goetz y a Von Holden cuando los dos colgaron las extensiones.

– ¿Era eso lo que querías?

– Eso era lo que quería -dijo Von Holden.

Capítulo 107

Mientras Cadoux esperaba comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski, la recepción, obedeciendo órdenes de la BKA, lo había retenido el tiempo suficiente para que la policía rastreara la llamada.

Osborn se encontraba nuevamente bajo la tutela del agente Johannes Schneider. Pero esta vez había un segundo agente. Littbarski era un gordo de calvicie avanzada y padre soltero de dos hijos. Estaban los tres hombres tomando café sentados ante una pequeña mesa de madera en el tumulto del Kneipe, una taberna a media manzana de distancia del piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, adonde se dirigían McVey, Noble y Remmer.

Cuando éstos llegaron, les abrió la puerta del piso una pelirroja de mediana edad. Llevaba un pequeño auricular de telefonista, como si acabara de dejar su centralita. Remmer mostró rápidamente la chapa de la BKA y se presentó en alemán. En el lapso de la última hora, alguien había llamado al hotel Kempinski y querían saber quién era.

– No podría decirles -respondió ella, en alemán.

– Ya encontraremos a alguien que pueda decírnoslo.

La mujer vaciló. Explicó que habían salido todos a comer. Remmer le dijo que esperarían. Que si tenía problemas, conseguirían una orden judicial y volverían. De pronto la mujer levantó la cabeza como si estuviera escuchando algo distante. Los miró y sonrió.

– Lo siento -dijo-. Lo que pasa es que tenemos mucho trabajo. Éste es el centro de organización de una cena privada que se celebrará esta noche en el Schloss Charlottenburg. Acude gente muy importante y nosotras nos ocupamos de la coordinación. Hospedamos a mucha gente en el hotel Kempinski. Es probable que haya llamado yo para asegurarme de que nuestros invitados han llegado ya y que todo marcha bien.

– ¿Cómo se llama el cliente a quien ha llamado?

– Ya… ya se lo he dicho. Hay varios clientes.

– ¿Quiénes son?

– Tendría que mirar el registro.

– Pues mírelo.

La mujer asintió y les pidió que esperaran. Remmer dijo que sería preferible que los dejara pasar. La mujer volvió a levantar la cabeza y desvió la mirada.

– De acuerdo -contestó, finalmente, y los condujo por un estrecho pasillo hasta una pequeña mesa. Se sentó junto a un teléfono de numerosas líneas, movió un pequeño florero con una rosa amarilla marchita y abrió un archivador. Buscó la página marcada Kempinski y se la plantó bruscamente a Remmer bajo la nariz para que él mismo la leyera. La lista comprendía seis invitados, entre los cuales figuraba Avril Rocard.

Noble y McVey dejaron a Remmer hablando con la mujer, se apartaron y miraron a su alrededor. A la izquierda había otro pasillo. A medio camino y al final había un par de puertas, ambas cerradas. Enfrente estaba el salón del apartamento y vieron a dos mujeres y un hombre trabajando ante lo que parecían mesas de alquiler. Una de las mujeres tecleaba frente a una pantalla de ordenador y los otros dos se ocupaban de responder llamadas. McVey se metió las manos en los bolsillos y puso cara de aburrido.

– Alguien le está hablando a través de ese auricular -dijo en voz baja, como si hablara del tiempo o de los valores de la Bolsa. Noble le dirigió una mirada cuando ella condujo a Remmer a hablar con el telefonista del salón. Remmer la siguió, se acercó al hombre y le mostró su chapa. Hablaron durante unos minutos y luego Remmer volvió donde McVey y Noble.

– Según su versión, fue él quien llamó a la habitación de Avril Rocard. Ninguno de los dos sabe dónde se hospedan Salettl o Lybarger. La mujer cree que irán directo a Charlottenburg desde el aeropuerto.

– ¿A qué hora llega el vuelo?

– No lo sabe. Sólo se ocupa de los invitados, nada más.

– ¿Quién más trabaja aquí, en las otras habitaciones?

– Dice que son sólo ellos cuatro.

– ¿Podemos volver allí? -preguntó McVey señalando el pasillo con un gesto de la cabeza.

– No sin una autorización.

McVey se miró los zapatos.

– ¿Y si conseguimos una orden de arresto?

– ¿Con qué justificación? -interpeló Remmer con sonrisa cauta.

– Vamonos de aquí -dijo McVey.

Von Holden observó a los detectives por el circuito cerrado de televisión bajando las escaleras y saliendo. Había regresado de su reunión con Scholl hacía sólo diez minutos y había encontrado a Cadoux en su despacho intentando comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski.

Al verlo, Cadoux había colgado de golpe, indignado. Al principio la línea comunicaba. Ahora no respondían. Von Holden, irritado a su vez, le espetó que se olvidara, que no había venido a Berlín de vacaciones. En ese momento llegó la policía. Von Holden supo de inmediato cómo y por qué. Tenía que actuar rápidamente. Los retuvo en la entrada mientras reemplazaba a una de las secretarias del salón por el guardia de seguridad. Ahora, después de que se cerrara la puerta, observó a McVey, que parecía estudiar la fachada del edificio. Se volvió airado hacia Cadoux y el blanco y negro de los monitores de seguridad le iluminó las facciones endurecidas del rostro.

– Ha sido una tontería eso de llamar a su habitación desde aquí. -Su tono era cálido como una barra de acero.

– Lo siento, herr Von Holden. -Cadoux parecía genuinamente arrepentido pero se resistía a dejarse vapulear por un hombre quince años más joven. Cuando se trataba de Avril Rocard, el mundo entero se podía ir al infierno, incluyendo a Von Holden.

Von Holden lo miró fijamente.

– Olvídalo. Mañana a la misma hora ya no tendrá importancia. -Un momento antes, estaba dispuesto a decirle a Cadoux que Avril Rocard había muerto, darle la noticia a bocajarro en medio de la conversación y gozar de la angustia que lo embargaría. También le podía contar otras cosas. Avril Rocard no sólo había sido una mujer bella y sumamente diestra con las armas. También había trabajado como espía en la sección de París y, en calidad de tal, no sólo había sido confidente de Von Holden sino también amante. Por eso la habían invitado a Berlín, como guardia de seguridad de Lybarger en el interior del palacio de Charlottenburg durante la ceremonia. Y más tarde, para satisfacer los placeres del propio Von Holden. Todo aquello se lo habría podido contar a Cadoux sólo para exacerbar su dolor, pero decidió que aún no había llegado el momento. A Cadoux lo habían traído a Berlín por una razón absolutamente diferente, para una tarea que requeriría toda su concentración y por eso Von Holden no debía decir nada, al menos por ahora.