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McVey estaba de acuerdo con Osborn en que Lybarger era la clave. Sin embargo, lo paradójico y desconcertante a la vez era que, si bien tenían una foto de la fisioterapeuta de Lybarger ampliada a partir de un vídeo, identificada literalmente en cuestión de minutos por una agencia de inteligencia al otro lado del planeta, la única foto que Bad Godesburg había conseguido del propio Lybarger era una foto de pasaporte en blanco y negro de cuatro años de antigüedad. Nada más. Ni siquiera una instantánea. Y eso era increíble. Un hombre tan importante o al menos supuestamente tan importante como Lybarger, tendría que haber aparecido en alguna foto en alguna parte. En las revistas, en los periódicos o al menos en una publicación financiera. Sin embargo, por lo que sabían, eso no había sucedido. Parecía que mientras más buscaban, más se desvanecía el perfil de Lybarger. Las huellas dactilares habrían sido un regalo del cielo, aunque no fuera más que para verificarlas y, al tenor de cómo iban las cosas, descartarlas. Era evidente que Elton Lybarger debía de ser el hombre más secreto y protegido del mundo civilizado.

McVey miró su reloj. Eran las cuatro y veintisiete minutos.

Quedaban sólo treinta minutos para reunirse con Scholl. La gran baza que tenían o que esperaban tener era Salettl, a quien McVey quería desesperadamente interrogar antes de la reunión con Scholl. Tal vez Karolin Henniger les habría ayudado a llegar hasta él. Nadie lo sabía. Pero Salettl, de todos los de su entorno, era el que más datos podría aportar sobre Lybarger, el personaje. Aquello no descartaba la posibilidad de que el propio Salettl estuviera implicado en el asunto de los cuerpos decapitados. Sin embargo, a menos que las cosas cambiaran de forma drástica en muy pocas horas, la entrevista no tendría lugar y ellos tendrían que seguir adelante con lo que tenían, que lamentablemente era muy poca cosa.

De pronto surgió la idea de hablar con Joanna Marsh por teléfono e intentar sonsacarle todo lo posible antes de que colgara o de que alguien colgara por ella. Valía la pena intentarlo. A esas alturas, valía la pena cualquier cosa y McVey estaba a punto de pedirle a Remmer el número de teléfono de la casa de Hauptstrasse cuando sonó uno de los dos teléfonos de seguridad que había en la habitación. Remmer le lanzó una mirada a McVey y descolgó.

– Cadoux. Llama a través de la oficina de Noble en Londres -dijo.

McVey le hizo una seña a Noble para que lo cogiera en la habitación, le quitó el auricular a Remmer y lo cubrió con una mano.

– Que le sigan la pista a la llamada -dijo.

Remmer asintió y entró en el dormitorio, donde podía ocupar la segunda línea.

– Cadoux, soy McVey. Noble está en el otro teléfono. ¿Dónde está usted?

– En un teléfono público, una pequeña tienda de comestibles en la parte norte de la ciudad -contestó Cadoux, que no se sentía cómodo hablando en inglés y vacilaba. Parecía cansado y atemorizado y hablaba muy bajo en algo más que un murmullo-. Klass y Halder son los topos en Interpol -dijo-. Fueron ellos los que tramaron el asesinato de Albert Merriman, de Lebrun y de su hermano en Lyón.

– Cadoux, ¿para quién trabajan? -McVey quiso presionarlo desde el principio para que revelara de qué lado estaba.

– No… no se lo puedo decir.

– ¿Qué diablos significa eso? ¿Lo sabe o no?

– McVey, por favor, comprenda mi situación. Esto es muy difícil para mí.

– Muy bien, cálmese.

– Ellos… Klass y Halder… me obligaron a participar en el asesinato de Lebrun debido a viejas conexiones con mi familia. Me trajeron a Berlín porque saben que está usted aquí. Querían utilizarme para tenderle una encerrona. Ya colaboré con ellos una vez, pero no quiero seguir y se lo he dicho… No quiero volver a hacerlo.

– Cadoux -dijo McVey con tono más comprensivo-. ¿Saben ellos dónde está usted?

– Tal vez, pero creo que no. Al menos por el momento. Tienen soplones por todas partes. Así es como descubrieron a Lebrun en Londres. Por favor, escúcheme -precisó más nervioso ahora-. Ya sé que tienen una reunión con Erwin Scholl antes de la recepción en el palacio de Charlottenburg esta noche. Tengo que hablar con ustedes antes de que lo vean. Tengo información que puede serles útil. Tiene que ver con un hombre llamado Lybarger en relación con los cuerpos decapitados.

McVey y Noble se miraron con asombro.

– Cadoux, dígame de qué se trata…

– No puedo quedarme aquí más tiempo, es poco seguro.

– Cadoux, soy Noble. ¿Sabe si hay un tal doctor Salettl implicado en el asunto de los cuerpos decapitados?

– Estoy en el hotel Borggreve, en el número 17 de la Borggrevestrasse. Habitación 412, el piso de arriba, al fondo. Tengo que colgar ahora. Estaré esperándolos.

Noble colgó y miró a McVey.

– ¿Estaremos viendo un rayo de luz al final del túnel o cree que se trata de la luz de un tren que viene en sentido contrario? -preguntó.

– Ni idea. Pero al menos parte de lo que nos ha dicho es verdad.

Remmer volvió del dormitorio.

– Ha llamado desde una tienda de ultramarinos próxima a la estación de metro de Schonholz. La policía ya está en camino.

McVey desvió la mirada.

– Pues ha dicho la verdad acerca de eso también.

– ¿Piensas que es una trampa? -inquirió Remmer.

– Sí, claro que puede ser una trampa. Pero esa preocupación se compensa con otra. La misma que he tenido desde el principio. Que aparte del testimonio de Osborn, no tenemos nada para incriminar a Scholl.

– Lo que está diciendo es que Cadoux puede despejar muchas incógnitas -dijo Noble en voz baja-. Y que haya o no riesgos, deberíamos ir a buscarlo.

McVey esperó un momento largo.

– Creo que no tenemos alternativa.

Capítulo 112

16.57

El fulgor rojo de una estrecha franja del sol poniente cubría el horizonte cuando un sedán Audi plateado salió del tráfico en Hauptstrasse y se detuvo ante la entrada del número 72. El conductor bajó la ventanilla cuando el guardia de seguridad salió de la caseta de piedra y le enseñó su chapa de la BKA.

– Me llamo Schneider. Tengo un mensaje para el señor Scholl -dijo en alemán. De la penumbra aparecieron inmediatamente otros dos guardias, uno de ellos sujetando por la correa a un pastor alemán. Le pidieron a Schneider que bajara del coche. Lo cachearon y luego le dijeron que se quedara junto al césped mientras revisaban el Audi. Al cabo de cinco minutos, lo dejaron cruzar la verja y Schneider condujo hasta la entrada principal.

Le abrieron la puerta y lo dejaron pasar. Lo recibió un hombre con cara de cerdo vestido de frac.

– Tengo un mensaje para Herr Scholl.

– Me lo puede dar a mí.

– Tengo órdenes de hablar con Herr Scholl.

Entraron en una habitación pequeña recubierta de paneles de madera donde volvieron a cachearlo.

– No está armado -comentó uno de ellos al entrar un segundo hombre también vestido de frac. Era alto y bien parecido, y Schneider supo de inmediato que se encontraba ante Von Holden.

– Por favor, siéntese -dijo, y salió por una puerta lateral.

Era más joven y atlético de lo que sugería la fotografía. Tendría más o menos la edad de Osborn, pensó Schneider.

Pasaron unos diez minutos. Schneider permaneció sentado y el hombre con cara de cerdo se quedó de pie observándolo, hasta que se abrió la misma puerta y entró Scholl seguido de Von Holden.

– Soy Erwin Scholl.

– Me llamo Schneider, de la Bundeskriminalamt -explicó el agente incorporándose-. Lamentablemente, el inspector McVey ha sufrido un retraso. Me ha pedido que le presente sus excusas y que procuremos concertar la entrevista a otra hora.