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– ¡Manny! ¡Levántate, venga!

Farfullando de dolor, Remmer se puso de pie y McVey lo condujo a través del humo hacia donde debía de estar la puerta. Salieron de la habitación al pasillo. Littbarski estaba en el suelo y la sangre le fluía de una línea de orificios en el pecho. Un poco más allá, vieron lo que quedaba de una mujer joven. A unos metros había una ametralladora. El disparo de Littbarski la había decapitado.

– ¡Jooder! -McVey estaba asombrado. De pronto vio que las llamas se propagaban al pasillo y comenzaban a subir por las paredes. Remmer volvió a caer sobre la rodilla con el rostro retorcido por el dolor. Tenía el antebrazo izquierdo colgando hacia delante y en la muñeca una flexión que no era natural.

– ¿Dónde diablos está Ian? -Gritó McVey, y se dirigió nuevamente a la habitación-. ¡Ian, Ian!

– McVey -dijo Remmer apoyándose contra la pared para incorporarse-. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!

– ¡Ian! -volvió a gritar McVey en medio de la espesa humareda y del infierno que arrasaba la habitación.

Remmer cogió a McVey por el brazo y comenzó a tirar de él hacia el pasillo.

– ¡Venga, McVey! ¡Hostia! ¡Déjalo! ¡Él haría lo mismo!

McVey le clavó la mirada a Remmer. Tenía razón. Los muertos estaban muertos y que se los llevara el diablo. En ese momento oyeron un ruido sordo en el suelo y vieron a Noble arrastrándose cerca de la puerta. Se le estaba quemando el pelo y las llamas habían prendido en la ropa.

Dos disparos con un rifle telescópico Steyr-Mannlicher, provenientes de la azotea del edificio al otro lado del callejón, habían neutralizado a Kellermann y Seidenberg. Después de deshacerse del Steyr-Mannlicher, Viktor Shevchenko cogió la Kalashnikov y subió las escaleras rápidamente para ayudar a Natalia y a Anna a terminar con lo que hiciera falta. Pero, al igual que Anna, Shevchenko no contaba con la aparición de otra persona. Osborn había salido corriendo nada más oír la explosión y llevaba consigo la CZ de Bernhard Oven.

Al abrir la puerta del coche, Osborn tuvo el primer encuentro con un viejo que se encontraba fuera. El momento de desconcierto que siguió le dio a Osborn una fracción de segundo para percatarse de que el viejo empuñaba una pistola y tuvo el reflejo de apoyarle la CZ en el vientre y disparar a bocajarro. Corrió la media manzana hasta el hotel y entró a toda velocidad en la sala de recepción, justo en el momento en que Anna le daba a Holt el tiro de gracia. Al verlo, Anna se volvió y disparó una ráfaga en su dirección. Sin otra alternativa, Osborn permaneció donde estaba y apretó el gatillo. El primer disparo le dio a ella en el cuello y el segundo le rozó el cráneo y la hizo girar, lanzándola de cabeza contra la silla junto a Holt.

Con las orejas aún silbándole por el estruendo de los disparos, Osborn se volvió, impulsado por una intuición. En ese momento entraba Viktor por la puerta con la Kalashnikov por delante. Vio a Osborn pero no fue lo bastante rápido y Osborn le encajó tres tiros en el pecho antes de que pudiera cruzar el umbral. Durante un segundo, Viktor se quedó parado, inmóvil, sorprendido al reconocer a Osborn como autor de los disparos, sin sospechar que algo así pudiera suceder tan rápido. La mirada se trocó en expresión de incredulidad y cayó hacia atrás, intentó cogerse de la balaustrada y desapareció por las escaleras hacia la calle.

En medio del penetrante humo de los disparos flotando en el aire, Osborn vio desaparecer a Viktor, volvió adentro y miró a su alrededor. Todo parecía distorsionado, como si hubiera penetrado en una estructura extraña y sangrienta. Holt estaba tendido de lado junto a la chimenea. Anna, su asesina, yacía boca abajo, casi arrodillada junto a él. Con la falda obscenamente levantada por encima de la cintura, quedaban al descubierto unas medias ajustadas a media altura y, más arriba, un muslo carnoso y blanco. La brisa fresca que entraba por la puerta intentaba limpiarlo todo pero no lo conseguía. En el transcurso de unos instantes, Osborn había matado a tres personas, una de ellas una mujer. Intentaba encontrarle un sentido sin lograrlo. Finalmente, en la distancia, oyó las sirenas.

En ese momento, como un latigazo, recuperó la noción de tiempo real.

Un sonido metálico a su derecha fue seguido de un ruido sordo. Osborn se volvió y vio que la puerta del ascensor se abría. Con el corazón en la boca retrocedió preguntándose si le quedaban balas. De pronto asomó una figura.

– Haití -gritó intentando desesperadamente pensar en alemán, con el dedo apoyado en el gatillo y el siniestro cañón apuntando para disparar.

– ¡Osborn, por todos los cielos! ¡No dispare! -escuchó el alarido de McVey y luego los vio salir tambaleándose del ascensor, con arcadas y tosiendo, luchando para respirar aire puro. McVey y Remmer ensangrentados, con la ropa hecha jirones y apestando a humo, salieron sosteniendo a Noble, horriblemente quemado y medio inconsciente.

Osborn se dirigió a ellos sin titubear. Miró a Noble más detenidamente y no pudo dejar de hacer una mueca.

– Déjenlo en una silla. Con cuidado.

McVey tenía los ojos irritados y al acercarse a Osborn le clavó la mirada.

– Haga sonar la alarma -dijo despacio, como para asegurarse cabalmente de que le entendía-. La planta de arriba está en llamas.

Capítulo 115

18.50

– Me encuentro muy a gusto esta noche -dijo Elton Lybarger, y sonrió amablemente a Von Holden y a Joanna, junto a él. Los tres viajaban en el coche en medio de una comitiva de tres limusinas negras Mercedes Benz blindadas que cruzaban Berlín una tras otra. Scholl y Uta Baur viajaban en el primer coche, y Salettl y los gemelos Eric y Edward en el último-. Estoy relajado y me siento seguro. Quiero agradecérselo a los dos.

– Por eso estamos aquí, señor. Para que se sienta cómodo -dijo Von Holden cuando los coches viraron hacia Lietzenburgerstrasse y aceleraron en dirección al palacio de Charlottenburg.

Von Holden se sacudió una pelusa del brazo de su frac. Cogió el teléfono de la consola en el asiento trasero y marcó un número. Joanna le sonrió. Si Von Holden hubiese estado menos ausente, se habría percatado de su aspecto, porque Joanna se había arreglado para él. Su maquillaje era impecable y peinaba raya a la izquierda, y el pelo le caía como una cascada natural por el lado derecho del rostro poniendo de relieve el seductor vestido diseñado por Uta Baur en colores blanco y esmeralda, cerrado en el cuello y luego abierto nuevamente a la altura del esternón descubriendo la erótica de sus pechos. Llevaba una chaqueta corta de visón sobre los hombros y se podía decir que todo el conjunto le daba un aspecto concerniente al círculo de la aristocracia europea en el transcurso de aquella última noche.

Von Holden le devolvió un amago de sonrisa mientras el teléfono seguía sonando en el otro extremo. De pronto interrumpió una voz en alemán: «Por favor, vuelva a llamar más tarde. Este número no está disponible.»

Von Holden dejó que el auricular resbalara entre sus dedos y colgó lentamente intentando simular tranquilidad. Volvió a pensar que debería haberse enfrentado más enérgicamente a Scholl, porque en ese momento su deber era estar al frente del operativo en el hotel Borggreve y no acompañando a Lybarger al palacio de Charlottenburg. Pero no había sido así y ahora nada podía cambiar las cosas.