– Seis. Y hay otras seis más esperando instrucciones nuestras. Y tenemos un contingente uniformado si se da un motivo para una detención masiva.
– McVey -dijo Osborn-, cuando dice usted que le diremos incluso lo que no sabemos, ¿qué quiere decir?
– Supongamos que le decimos a Herr Scholl que hemos buscado por cielo y tierra los antecedentes de su invitado de honor, Herr Lybarger, y que no hemos encontrado nada. Que tenemos curiosidad por conocerlo. El se negará por varias razones. Y entonces nosotros diremos, bueno, si no nos facilita los antecedentes, tendremos que suponer que no hemos encontrado nada porque el tipo ya ha muerto hace tiempo.
– ¿Muerto? -preguntó Remmer desde delante.
– Sí. Muerto.
– ¿Entonces quién está suplantando a Lybarger y por qué?
– Yo no he dicho que no fuera Lybarger. Sólo digo que la razón por la que no sabemos nada de él es que está muerto. Al menos, en su mayor parte…
Osborn sintió un escalofrío en la columna.
– ¿Quiere decir que cree que es el resultado de un experimento con éxito? ¿Que se trata de la cabeza de Lybarger unida al cuerpo de otra persona, operado con técnicas de cirugía atómica en temperaturas de cero absoluto?
– No sé si lo creo, pero es una buena teoría, ¿no les parece? Aunque hubiera mentido, Cadoux nos aclaró la conexión cuando dijo que tenía información sobre la relación entre Scholl y Lybarger, y éste último con los cuerpos decapitados. ¿Por qué, si no, todo el misterio que rodea el infarto de Lybarger y su aislamiento con el doctor Salettl en Carmel y su larga recuperación en Nuevo México? Richman, el micropatólogo, dijo que si la operación se llevara a cabo tendría suturas invisibles, indetectables, como un injerto en un árbol. Ni siquiera su fisioterapeuta americana lo sabría. No tendría ni la más mínima idea, aunque desplegara toda la imaginación del mundo.
– McVey, creo que has visto demasiadas películas -dijo Remmer, encendiendo un cigarrillo y sosteniéndolo entre los dedos vendados-. ¿Por qué no le vendes el guión a un productor de cine?
– Me juego lo que quieras que eso es lo que dirá Scholl, pero de todos modos creo que deberíamos intentar probarlo o verificar que no es verdad.
– ¿Cómo?
– Con las huellas dactilares de Lybarger.
Remmer lo miraba fijo.
– McVey, eso no es una teoría. De manera que así lo crees.
– No lo considero imposible, Manfred. Ya soy demasiado viejo. Puedo creer cualquier cosa.
– En caso de que consigamos las huellas dactilares de Lybarger, lo cual no será nada fácil, ¿de qué nos servira? Si tu teoría de Frankenstein funciona y su cuerpo, desde los hombros hasta abajo, está enterrado quién sabe dónde, no tendríamos nada con qué compararlo.
– Manfred, si decidieras unir tu cabeza a otro cuerpo, ¿no elegirías un cuerpo mucho más joven?
– Este lado oscuro tuyo no lo conocía -dijo Remmer sonriendo.
– Piensa que no se trata de algo raro, sino de lo más común del mundo.
– Bueno… si yo… Sí, claro, un cuerpo más joven. Con mi experiencia, imagínate a todas las jovencitas guapas que me ligaría -dijo Remmer sin dejar de sonreír.
– Bueno, ahora permíteme que te diga que tenemos la cabeza congelada de un hombre de poco más de veinte años en una morgue de Londres. Se llama Timothy Ashford y es de Clapham South. En una ocasión se lió a hostias con unos polis de Londres, de modo que la policía tiene las huellas dactilares en sus archivos.
A Remmer se le borró la sonrisa de los labios.
– ¿Crees que las huellas de este Timothy Ashford podrían coincidir con las de Lybarger?
McVey se llevó una mano al rostro y se palpó la pomada que le cubría las quemaduras. Hizo una mueca de dolor y al retirar la mano vio una mezcla oscura de piel chamuscada y crema antiséptica.
– Esta organización se ha tomado mucho trabajo para que nadie se entere de lo que está sucediendo y ha muerto mucha gente a causa de ello. Sí, es una suposición, Manfred. Pero Scholl no lo sabrá, ¿no crees?
Capítulo 117
Un número incalculable de obras de pintores románticos alemanes como Runge, Overbeck y Caspar David Friedrich cubrían las paredes de la galería de arte romántico de Charlottenburg. En sus melancólicos paisajes, los seres humanos aparecían retratados como insignificantes criaturas en contraste con el esplendor aplastante de la naturaleza.
Un cuarteto de cuerdas y un pianista se alternaban tocando sonatas y conciertos de Beethoven, proporcionando así tono y marcos apropiados a la reunión de las grandes figuras en homenaje a Elton Lybarger. Los grupos se entremezclaban y se discutía de política, de economía y del futuro de Alemania, mientras los camareros, vestidos de gala para la ocasión, se deslizaban entre ellos con suculentas bandejas de bebidas y canapés.
Salettl estaba solo, cerca de la entrada de la galería, testigo del torbellino humano. Por lo que observaba, casi todos habían respondido a la invitación y sonrió ante la constatación del resultado. Cruzó el salón y vio a Uta Baur junto a Konrad Peiper. Scholl reunido con Hilmar Granel, magnate de la prensa alemana, y Margarete Peiper escuchaba a su abogado americano, Louis Goetz, dictando cátedra en inglés. Cuatro palabras que Goetz dejó caer en pocos segundos desvelaban el contenido de su discurso. Hollywood. Productoras. Judíos.
Luego entró Gustav Dortmund con su esposa, una mujer de semblante serio y pelo canoso en un vestido largo de color verde oscuro cuya sencillez venía compensada por un despliegue deslumbrante de diamantes.
Scholl se dirigió casi inmediatamente junto a Dortmund y los dos se apartaron para conversar.
Salettl hizo una seña a un camarero, se sirvió una copa de champán y miró su reloj. Eran las ocho menos ocho de la noche. A las ocho y cinco, se conduciría a los invitados por la gran escalera hasta la galería dorada, donde se serviría la cena. A las nueve, se disculparía y se dirigiría al mausoleo, y revisaría los últimos preparativos de Von Holden para el protocolo exclusivo que tendría lugar después del discurso de Lybarger. Hacia las nueve y diez, Salettl se dirigiría a las dependencias de Lybarger, donde éste, en compañía de Joanna, Eric y Edward, se encontraría en las etapas finales de sus preparativos.
Se apartaría con Joanna y le diría que su tarea había terminado y la despediría. Luego le ordenaría a un chofer que la sacara inmediatamente del palacio. Eso significaba que, después de que Joanna se marchara y con excepción del equipo de seguridad rigurosamente seleccionado, el edificio entero se vería libre de la presencia de personas ajenas. A las nueve y cuarto, Lybarger haría su aparición en la galería dorada. Su discurso debía concluir a las nueve y media y todo habría terminado hacia las diez menos cuarto de la noche.
Behrenstrasse era una calle de pequeñas casas alineadas junto a árboles centenarios y nobles. Una pareja que paseaba después de la cena pasó bajo una farola que los iluminó y luego siguieron, en el momento en que el taxi de Von Holden se detenía delante del número cuarenta y cinco.
Le dijo a la taxista que esperara, se bajó, cruzó la puerta de una verja de hierro y subió rápidamente las escaleras del edificio de cuatro pisos. Tocó el timbre, se apartó unos pasos y miró hacia arriba. El cielo claro de la tarde se había cubierto y el informe meteorológico anunciaba llovizna y niebla por la noche. Era una mala señal. Con la niebla, los aviones no podrían despegar y Scholl debía salir esa misma noche a su hacienda en Argentina, inmediatamente después de la ceremonia de Charlottenburg. De todas las noches posibles, ése era el peor momento.
Se oyó un ruido seco y la puerta se abrió repentinamente. Un anciano sumamente delgado de unos sesenta años lo miró por la abertura.
– Guten Abend -dijo cuando reconoció a Von Holden, y se apartó para dejarlo entrar.