– No se trata de ciencia ficción -intervino Osborn.
De pronto se abrió una puerta en el otro extremo del salón y apareció Salettl.
– ¿Dónde está Von Holden? -preguntó Scholl como si diera una orden cuando se acercó Salettl, los pasos resonando en el mármol del suelo.
– Von Holden está arriba esperando en las dependencias reales -explicó Salettl. El nerviosismo de hacía un rato había desaparecido. Su aspecto era ahora casi de absoluta calma.
– Vaya a buscarlo y tráigalo inmediatamente.
Salettl sonrió.
– Eso es algo totalmente imposible. Las dependencias reales y la galería dorada son inaccesibles.
– ¿Qué está diciendo?
McVey y Osborn intercambiaron una mirada. Algo estaba sucediendo pero no sabían de qué se trataba. A Scholl tampoco parecía gustarle.
– Le he hecho una pregunta.
– Habría sido más apropiado que hubiera permanecido arriba -objetó Salettl cruzando la habitación y deteniéndose a unos metros de Scholl y Goetz.
– ¡Vaya a buscar a Von Holden! -ordenó Scholl cortante dirigiéndose a Goetz.
Éste asintió con un gesto de cabeza y se dirigía hacia la puerta cuando se escuchó una detonación. Goetz saltó como si hubiera recibido un puñetazo. Se llevó la mano al cuello, luego se la miró. Estaba cubierta de sangre.
Con los ojos abiertos en un gesto de sorpresa, miró a Salettl y luego la mirada resbaló hasta su mano, porque Salettl sostenía en ella una pequeña pistola automática.
– ¡Me ha disparado, cabrón! -gritó Goetz. Tuvo un estremecimiento y se desplomó contra la puerta.
– ¡Tire la pistola! -exclamó McVey, con su 38 en la mano derecha, mientras que con la izquierda apartaba a Osborn de la línea de fuego.
Salettl miró a McVey.
– Desde luego -dijo, y miró a Scholl-, Estos americanos han estado a punto de echarlo todo a perder.
– ¡Tire el arma!
Scholl le dirigió una mirada cargada de desprecio.
– ¿Vida? -preguntó.
Salettl volvió a sonreír.
– Ha estado viviendo en Berlín durante casi cuatro años.
– ¿Cómo se atreve? -intervino Scholl, recomponiéndose. Estaba furioso. Él era superior y su indignación era absoluta-. ¿Cómo se atreve a arrogarse el derecho…?
El primer disparo de Salettl le dio a Scholl por encima del corbatín. El segundo le desgarró el pecho encima del corazón, en plena aorta, y la sangre le salpicó a Salettl. Durante un momento, Scholl se tambaleó, con los ojos hinchados por la incredulidad, y de pronto se desplomó como si le hubieran arrancado las piernas.
– ¡Suéltela o disparo ahora mismo! -gritó McVey comenzado a presionar el gatillo.
– McVey… ¡No! -chilló Osborn a su espalda. Y luego, Salettl dejó caer la mano a un lado y McVey aflojó la presión en el gatillo.
Salettl se volvió a mirarlos. Tenía el rostro pálido como un muerto y parecía que le hubieran lanzado pintura roja. El frac manchado lo hacía aún peor, porque le daba un aspecto de payaso grotesco y horripilante.
– No debería haber intervenido -dijo con la voz ronca por la ira.
– ¡Afloje los dedos y suelte la pistola! -advirtió McVey, que seguía avanzando, sin titubear en caso de que tuviera que disparar. Osborn había gritado para prevenirle que no matara a la única persona con vida que sabía lo que había sucedido. Y tenía razón. Pero Salettl acababa de matar a dos hombres y McVey no le daría la oportunidad de matar a otros dos.
Salettl tenía la mirada perdida en dirección a ellos y la pistola aún le colgaba de la mano.
– Suelte la pistola -insistió McVey.
– El verdadero nombre de Karolin Henniger era Vida -explicó Salettl-. Scholl ordenó que la mataran a ella y al niño hace algún tiempo. Yo los traje a Berlín en secreto y ocultaron su identidad. Me llamó cuando pudo escapar de ustedes, pensando que eran de la Organización. Pensó que la habían descubierto -explicó, y guardó silencio. Luego continuó con un murmullo-: La Organización sabía siempre dónde estaban ustedes. La habrían descubierto rápidamente, y después habrían venido a por mí. Y eso habría significado el sabotaje de todo.
– Los mató usted -explicó McVey.
– Sí.
Osborn avanzó un paso, los ojos humedecidos por la emoción.
– Dice que lo habría saboteado todo. ¿El qué? ¿Qué quiere decir?
Salettl no respondió.
– Karolin, Vida, o como se llamara. Era la mujer de Lybarger -aventuró Osborn-. Y el niño era su hijo.
– También era mi hija -explicó Salettl después de una vacilación.
– Dios mío -dijo Osborn mirando a McVey. Los dos se sentían embargados por el mismo horror.
– La fisioterapeuta del señor Lybarger partirá a Los Ángeles en el vuelo de la mañana -informó Salettl bruscamente y totalmente fuera de contexto, como si los estuviera invitando a viajar con ella.
Osborn lo miraba fijo.
– ¿Quiénes son ustedes? ¡Mataron a mi padre y ahora usted mata también a su propia hija y a su nieto, y sólo Dios sabe a cuántos más!-exclamó, la voz temblándole de ira-. ¿Con qué fin? ¿Para qué? ¿Para proteger a Lybarger? ¿A Scholl? ¿A la Organización? ¿Por qué?
– Ustedes, caballeros, deberían haber dejado Alemania a los alemanes -dijo Salettl con voz apagada-. Ya han sobrevivido a un incendio esta noche. No sobrevivirán al próximo si no abandonan el edificio inmediatamente -continuó intentando forzar una sonrisa. Pero ésta se desdibujó y su mirada se encontró con la de Osborn-. Esta debería ser la parte más dura, doctor. Pero no lo es…
En un abrir y cerrar de ojos, se llevó la pistola a la boca y apretó el gatillo.
Capítulo 124
– La empresa privada -era Lybarger ante el micrófono, y su voz penetraba hasta el último rincón del fantástico espacio rococó de mármol verde y barras amarillas de la galería dorada- no puede continuar en la era de la democracia. Sólo es concebible si el pueblo tiene una sólida idea de lo que es la autoridad y la personalidad.
Hizo una pausa, apoyándose con ambas manos sobre el podio, estudiando los rostros que lo observaban.
Su discurso, aunque algo modificado, no era original, y la mayoría de los presentes lo conocían. El original había sido pronunciado ante un grupo similar de empresarios el 20 de febrero de 1933. El orador que esa noche de invierno había originalmente sellado su alianza con las instituciones del dinero, era el recién elegido canciller de Alemania, Adolfo Hitler.
En el estrado, Uta Baur se inclinó hacia delante apoyando el mentón sobre las manos, totalmente cautivada por la maravilla de la que era testigo. Después de cincuenta años de agonía, de dudas y de secretos, admiraba el fruto de su trabajo que se sostenía por sus propios medios y les hablaba triunfalmente. A su lado, Gustav Dortmund, director del Bundesbank, estaba sentado totalmente erecto, sin mostrar sus emociones, como un simple observador. Sin embargo, el banquero se sentía visceralmente entusiasmado anticipando lo que habría de suceder.
Un poco más allá sobre el estrado, Eric y Edward, con los puños apretados y los músculos del cuello tensos contra el almidón de la camisa, se inclinaban hacia delante como muñecos gemelos pendientes de cada una de las palabras pronunciadas por Lybarger. La exaltación que ellos sentían era diferente. El Lybarger que les hablaba ahora, al cabo de unos días, sería uno de ellos. Cuál de los dos sería el elegido era una decisión que aún no se había tomado. Y a medida que se acercaba el momento culminante, como sucedía ahora con cada palabra del discurso, con cada frase, pensar en el instante de la elección era un verdadero tormento.
Cianuro de hidrógeno: un líquido o gas sumamente venenoso y volátil, que posee un olor similar a las almendras amargas; una vez que se introduce en el torrente sanguíneo, interfiere con el oxígeno presente en la sangre, literalmente chupando el oxígeno de la misma, lo cual provoca el ahogo de la víctima.