«Que jueguen a necios insolentes si no saben hacer otra cosa», se dijo, pero él, Von Holden, era diferente, era el Leiter der Sicherheit, el guardián último de la seguridad de la Organización. Había jurado protegerla de sus enemigos internos y externos a cualquier precio. Scholl le había impedido dirigir el ataque en el hotel Borggreve y Salettl le había comunicado la orden de Dortmund de esperar hasta nuevo aviso en los salones de la galería dorada. Esperando allí solo, con la pulsación siniestra del Vorahnung en su interior y oyendo los aplausos atronadores que saludaban la entrada de Lybarger en la galería dorada, el salón contiguo, decidió que los enemigos internos en ese momento eran tan peligrosos como los externos. Y debido a eso, la próxima orden no provendría de ellos sino de sí mismo. Bajó por una pequeña escalera, salió por una puerta lateral y pidió un coche de la Seguridad. En el Audi blanco se había dirigido directamente de nuevo a la casa del 45, Behrenstrasse, con el propósito de devolver el maletín a la cámara secreta y profunda de das Garten. No fue posible porque la calle estaba abarrotada de camiones de bomberos y equipos contra incendios. La casa del número 45 se hallaba envuelta en llamas.
Sentado allí, en la oscuridad de la calle, sintió que el miedo volvía a agitarse en su interior. Comenzó como ondas transparentes que se agitaban lentamente como manchas delante de los ojos y luego apareció el rojo de la aurora, seguido de un verde irreal.
Von Holden quiso resistirse y cogió la radio. Al diablo con lo que hacían en ese momento, se dijo, pero alguien tenía que saberlo. Scholl, Salettl, Dortmund o incluso Uta Baur. En el momento en que cogía la radio, escuchó la llamada desde el palacio.
– ¡Lugo! -Llamaba desesperadamente el jefe de Seguridad suplente de Charlottenburg-. ¡Lugo!
Por un momento, Von Holden vaciló y luego decidió contestar.
– Aquí Lugo.
– ¡Se ha desatado el infierno! ¡La galería dorada está cerrada y ardiendo! ¡Todas las entradas y salidas están selladas!
– ¿Selladas? ¿Cómo?
– ¡Las puertas de seguridad! ¡Cerradas! ¡No hay electricidad y no podemos abrirlas!
Von Holden salió de Behrenstrasse y cruzó Berlín como un enajenado. ¿Cómo era posible? No había ninguna señal, ningún indicio. Las puertas de seguridad habían sido instaladas en el palacio dos años antes, como medida contra incendios y para prevenir robos, dieciocho meses antes de que se fijara la fecha e incluso el lugar de la celebración. Los equipos informatizados de seguridad revisaban constantemente la casa de Behrenstrasse y lo mismo había sucedido en Charlottenburg durante la última semana. Aquella misma tarde Von Holden había inspeccionado personalmente los equipos de seguridad de la galería dorada y de la galería Romantik, donde se celebraría el cóctel. No había nada fuera de lugar y los sistemas habían sido revisados.
Al acercarse al palacio se encontró con toda la zona acordonada. Lo más cerca que pudo llegar fue al cruce del puente Caprivi y tuvo que hacerlo a pie. Desde allí, a casi medio kilómetro, veía las llamas elevándose al cielo. Por la mañana el palacio entero estaría reducido a cenizas. Aquello era una tragedia nacional de enormes proporciones y Von Holden sabía que se la compararía con la quema del Reichstag en 1933. Si había o no razones para compararlo con lo que había sucedido en Alemania inmediatamente después, Von Holden lo ignoraba. Lo que sí sabía era que si hubiera obedecido las órdenes de Salettl y se hubiera quedado allí, él y el maletín de incalculable valor de das Garten se habrían encontrado en el centro de la conflagración que ahora observaba. No habrían sobrevivido ni él ni el maletín.
Mientras miraba cómo se quemaba Charlottenburg desde el puente de Caprivi, Von Holden decidió a solas poner en operación el nivel 5, el Entscheidend Verfahren, el procedimiento concluyente, un sistema ideado en 1942 como medida extrema en caso de acontecimientos inesperados, y luego perfilado y puesto a prueba por los responsables a lo largo de medio siglo. Todos los miembros del nivel más alto de la Organización habían aprendido el procedimiento, lo habían practicado más de veinte veces y podían llevarlo a cabo a ciegas. Había sido diseñado deliberadamente para que un hombre pudiera ejecutarlo solo y sometido a condiciones de extrema tensión. Se libraba a cada cual las condiciones de ruta y medio de transporte en el momento de la ejecución. Su atractivo residía en su sencillez y en su movilidad y en el hecho de que funcionara. Había funcionado alternativamente contra los mejores elementos operativos de la Organización como simulacro de agentes enemigos que intentaran detener su ejecución.
Una vez tomada la decisión, Von Holden regresó al Audi y se alejó en medio de una muchedumbre de curiosos que intentaban ver el incendio. El hecho de que ambos siniestros, el de Behrenstrasse y el de Charlottenburg, fueran evidentemente obra de saboteadores, significaba que era esencial que saliera de Alemania lo más rápido posible. Quien fuera el responsable -la BKA, el espionaje alemán, la CÍA, el Mossad israelí o los servicios de espionaje franceses o británicos- estarían vigilando todos los puntos de salida para atrapar a cualquier miembro de la Organización que hubiese escapado con vida del terror. La espesa niebla en la que ya había reparado le impediría escapar en avión, aunque fuera su jet privado. Podía usar el Audi como alternativa, pero era un largo camino y podía toparse con barreras o sufrir una avería. Si cogía un bus y lo detenían, no había escape posible. Quedaba el tren. Un hombre se podía perder en una estación llena de gente y luego comprar un billete con derecho a compartimiento privado. Las fronteras ya no estaban vigiladas como antes. Además, si tenía problemas, podía tirar del freno de emergencia y parar el tren en cualquier lugar y escapar en medio de la confusión. Es cierto que alguien recordaría a un hombre que viajaba solo de noche en un compartimiento privado, y, de ser así, podrían seguirle la pista y capturarlo. Sin embargo no había otra salida y Von Holden lo sabía. Pero lo que tenía que hacer antes era bastante más complicado.
Capítulo 127
Diecisiete compañías de bomberos habían acudido al incendio de Charlottenburg y estaban por llegar otras desde distritos vecinos. Miles de espectadores se apiñaban para mirar, contenidos por cientos de efectivos de la policía berlinesa. A pesar de la densa niebla, los medios de comunicación, la policía y los bomberos se disputaban el espacio aéreo por encima del fuego.
La segunda compañía del Cuerpo de Bomberos había logrado llegar a la parte de atrás, cortando a través de verjas provisorias de seguridad y, pisoteando los bellos jardines, intentaban concentrar los chorros de agua sobre la parte superior del edificio donde las llamas se propagaban furiosamente. En ese momento Osborn salió de la oscuridad gritando y pidiendo socorro.
Dejó a McVey en el sitio hasta donde lo había arrastrado, tendido en la hierba, tan lejos de las llamas como pudo llegar. El policía estaba inconsciente e intentaba respirar y Osborn le abrió la chaqueta y le rasgó la camisa, despojándolo de todo lo que le impidiera respirar libremente. Pero no había logrado aliviarlo de los espasmos en el cuello y en la parte superior de los brazos. La atropina era un antídoto para el cianuro, pero la necesitaba inmediatamente. Al otro lado de la explanada vio a los curiosos, y debilitado por el ahogo y las náuseas, envenenado por el gas pero en menor grado, corrió hacia el río gritando y agitando los brazos. Pero sólo tardó un momento en darse cuenta del nuevo enemigo, la distancia y la oscuridad. Nadie lo veía ni lo oía. Se volvió y vio a McVey retorciéndose en la hierba y a su espalda el infierno de llamas rugientes. McVey estaba a punto de morir y él no podría hacer nada salvo observar. Sólo entonces llegaron los bomberos.