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Volvió a encontrarse en el bolsón, atrapado entre paredes de roca lisa. Se volvió y, horrorizado, vio que los tentáculos se cernían sobre él. Traslúcidos, brillantes, ondulaban sobre su cabeza. ¿Acaso su presencia le auguraba la inminencia de la muerte? ¿Era la muerte misma? Retrocedió. ¿Qué querían? Él no era más que un soldado que obedecía órdenes y cumplía con su deber.

La idea se apoderó de él y el temor desapareció. ¡Él era un soldado de la Spetsnaz! ¡Era el Leiter der Sicherheit! No permitiría que la muerte se lo llevara sin haber llevado a cabo su objetivo.

– Nein! -Gritó a todo pulmón-. Ichbin Leiter der Sicherheit! ¡Soy el jefe de Seguridad! -Se quitó la bolsa, abrió las correas y sacó la caja del interior. La cogió en los brazos para protegerla y dio un paso adelante-. Das ist meine Pflicht! ¡Es mi deber! -Exclamó, ofreciendo la caja en alto con ambas manos-. Das ist meine Seele! ¡Es mi alma!

De repente desaparecieron los velos de la aurora y Von Holden permaneció temblando a la luz de la luna, sosteniendo la caja en sus brazos. Pasó un rato antes de que pudiera oír su propia respiración. Al cabo de un momento, constató que su pulso volvía al ritmo normal. Comenzó a escalar para salir del fondo del bolsón. Fuera, vio que se encontraba en el borde del monte que miraba sobre el glaciar. Más abajo divisó nítidamente el sendero que conducía al túnel de aire. Empezó a bajar inmediatamente, apretando con fuerza la caja en sus brazos.

La tormenta había pasado y la luna y las estrellas se dibujaban con claridad en el cielo. El ángulo en que caía la luz de la luna sumía al paisaje nevado en una total atemporalidad donde se mezclaban pasado y futuro. Von Holden tuvo la sensación de que había pedido pasar a un mundo que sólo existía en un plano muy distante y que se lo habían concedido.

– Das ist meine Pflichtl -repitió levantando la mirada hacia las estrellas. ¡El deber antes que nada! Por encima del mundo. Por encima de Dios. Más allá del tiempo.

Tardó sólo unos minutos en llegar a la abertura en la roca que ocultaba la entrada al túnel de aire. La piedra se prolongaba más allá del borde de la huella y Von Holden tuvo que pasar de un lado a otro para entrar. En ese momento vio a Osborn. Estaba tendido sobre una plataforma rocosa cubierta de nieve, unos treinta metros más abajo de donde él se encontraba, y tenía la pierna doblada en una posición extraña. Von Holden supo inmediatamente que estaba rota. Pero Osborn no estaba muerto. Tenía los ojos abiertos y lo observaba.

«No le des otra oportunidad -se dijo-. Mátalo ahora.»

Se alzó una nubécula de nieve de la bota de Von Holden cuando se acercó al borde y miró hacia abajo. Al desplazarse había quedado oculto en la oscuridad y la luz de la luna caía de lleno en la cima del Jungfrau, por encima de él. Pero aun así, Osborn veía que sostenía la caja en el brazo izquierdo. Cuando Von Holden hizo otro movimiento, Osborn vislumbró que llevaba la pistola en la mano derecha. Él ya no tenía el revólver de McVey, lo había perdido en la avalancha que le había salvado la vida. El destino le había dado una oportunidad. Si él mismo no hacía algo, no tendría otra.

Con el rostro contorsionado por el dolor que sentía en la pierna izquierda, bajo el peso de su cuerpo, Osborn se ayudó con los codos y empujó sobre su pierna sana. El cuerpo entero se le estremeció con una punzada desgarradora cuando se arrastró hacia atrás, debatiéndose como un animal desvalido sobre el hielo y las rocas, intentando desesperadamente llegar al otro lado de la plataforma rocosa para escapar de la línea de fuego. De pronto sintió que la cabeza se le iba atrás y que había llegado al borde. Desde abajo soplaban ráfagas de aire helado. Al mirar por encima del hombro, Osborn no vio más que un inmenso vacío en el glaciar abajo. Volvió lentamente la cabeza. Sentía la sonrisa de Von Holden cuando su dedo se disponía a apretar el gatillo.

De pronto, los ojos de Von Holden brillaron en la oscuridad. La pistola se le sacudió en la mano y él se volvió de lado disparando hacia el cielo. Von Holden seguía disparando y el cuerpo entero se le sacudía con el retroceso de la pistola hasta que el cargador estuvo vacío. La mano cayó floja y la pistola se deslizó al suelo. Por un instante se quedó parado, los ojos totalmente abiertos, sosteniendo aún la caja en el brazo izquierdo. Muy lentamente empezó a perder el equilibrio y se inclinó hacia delante. El cuerpo cayó al vacío por encima de Osborn, flotando libremente en el prístino aire de la noche hacia las oscuras profundidades.

Capítulo 154

Después de los ladridos de los perros, Osborn recordaba haber visto unos rostros. Un doctor del pueblo y enfermeros suizos. Un equipo de rescate lo llevaba en una camilla hasta arriba en la oscuridad. Vera. El interior de la estación. El rostro de ella, pálido y tenso de miedo. Policías uniformados en el tren que bajaba. Hablaban, pero Osborn no recordaba haberlos oído. A su lado, Connie, sonriendo para darle confianza. Y luego Vera, una vez más, cogiéndole la mano.

Lo venció el calmante, el dolor o el agotamiento, porque se desmayó. Después, algo había sucedido en un hospital de Grindelwald. Una discusión sobre su identidad. Habría jurado que Remmer entraba en la sala y detrás de él McVey con su traje arrugado. Luego McVey había echado mano de una silla y se había sentado junto a la cama a observarlo.

Volvió a ver a Von Holden en la montaña. Lo percibió balanceándose al borde del precipicio, antes de caer.

Por un breve instante, tuvo la impresión de que había alguien más en el filo del abismo, directamente detrás de él. Intentó recordar quién era, hasta que cayó en la cuenta de que había sido Vera. Tenía en la mano un enorme carámbano lleno de sangre. Luego, esa visión se nubló para dejar paso a otra, infinitamente más nítida.

Von Holden estaba aún vivo y caía hacia donde estaba él, protegiendo la caja con sus brazos. No caía a una velocidad normal sino en una cámara lenta distorsionada, dibujando un arco en su caída que lo arrastraría hasta el vacío insondable y oscuro, a miles de metros más abajo. Luego desapareció y sólo quedó la nada, y en ese momento se desató la avalancha.

– ¿Por qué mataron a mi padre? -había preguntado Osborn.

– Für Ubermorgen -había contestado Von Holden. Por la Aurora del Nuevo Día.

Capítulo 155

Berlín Lunes, 17 de octubre

Vera iba sola en el asiento trasero de un taxi que giraba por el Clay AUee hacia Messelstrasse y el corazón de Dahlem, uno de los barrios más elegantes de Berlín. Era el segundo día que caía una lluvia fina y la gente ya empezaba a quejarse. Aquella mañana, el conserje del hotel Kempinski le había entregado personalmente una rosa roja, junto a un sobre sellado con una nota escrita a toda prisa pidiéndole que se la llevara a Osborn cuando fuera a verlo al pequeño y exclusivo hospital de Dahlem.

La nota estaba firmada «McVey».

Para ir a Dahlem, tuvo que seguir un desvío por obras en la carretera y pasó junto a las ruinas del palacio de Charlottenburg.

Los obreros trabajaban bajo la lluvia y terminaban la demolición de la estructura. Las grúas y aplanadoras rodaban sobre los jardines para despejar los escombros, apilándolos en grandes montones humeantes que se llevaban los camiones. La tragedia había dado la vuelta al mundo y las banderas de toda la ciudad estaban a media asta. Se celebraría un funeral de Estado como homenaje a las víctimas. Asistirían dos ex presidentes de Estados Unidos, el presidente de Francia y el primer ministro de Inglaterra.