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– ¿Está seguro de que es éste el hombre?

– Oui, monsieur.

– ¿Usted también?

– Oui.

Lebrun dejó sobre su mesa las fotos de Osborn tomadas por la policía y miró a McVey.

Los inspectores habían abandonado el parque junto al río y volvían a la ciudad cuando recibieron la llamada. McVey había oído en francés los nombres de Osborn y Merriman pero no entendía de qué hablaban. Al terminar, Lebrun le explicó.

– Publicamos la foto de Osborn en el artículo sobre la muerte de Merriman en el periódico. El administrador de un campo de golf lo vio y se acordó de un americano parecido a Osborn que había salido del río cerca del campo de golf esta mañana. Lo convidó a café y lo dejó usar el teléfono. Pensó que podía tratarse del mismo hombre.

Ahora, mirando las fotos no había ninguna duda. Era Osborn el que había salido del río.

A Pierre Levigne, el administrador del club, lo había traído un amigo muy a su pesar porque Levigne no quería involucrarse. Su amigo intentó convencerlo. Se trataba de un asesinato y él podía verse envuelto en un buen lío si no informaba a la policía.

– ¿Dónde está ahora? ¿Qué ha sucedido con él? ¿A quién llamó? -preguntó McVey, y Lebrun tradujo al francés.

Levigne insistía en no hablar pero su amigo lo obligó. Finalmente se comprometió a hacerlo pero con la condición de que la policía no diera su nombre a los periódicos.

– Lo único que sé es que vino a recogerlo una mujer y que él se marchó con ella.

Dos minutos más tarde, después de agradecerle a Levigne y su amigo su gran sentido de responsabilidad cívica, los dejaron ir escoltados por un agente. Cuando se cerró la puerta, McVey miró a Lebrun.

– Vera Monneray.

Lebrun negó con la cabeza.

– Barras y Maitrot ya han hablado con ella. No había visto a Osborn y jamás había oído hablar de Albert Merriman o de su alter ego, Henri Kanarack.

– Venga, Lebrun. ¿Qué pensaba usted que iba a decir? -preguntó McVey, irónico-. ¿Registraron el piso?

Lebrun guardó silencio un momento.

– Era de noche y en aquel momento salía ella-dijo el inspector como si fuera evidente-. Hablaron con ella en la entrada del edificio.

McVey gruñó y levantó la mirada al techo.

– Lebrun, perdóneme que me entrometa en su modo de trabajar, pero resulta que han publicado la foto de Osborn en los periódicos y mientras la mitad de Francia lo anda buscando por todas partes, ¡usted me dice que nadie se molestó en registrar el piso de su amiga!

Lebrun respondió sin hablar. Levantó el teléfono y ordenó a un par de inspectores que buscaran en el área donde Osborn había salido del río para ver si encontraban el arma del crimen. Luego colgó y encendió un cigarrillo.

– ¿Alguien le preguntó adonde iba? -preguntó McVey, intentando controlar su mal genio.

Lebrun lo miró con expresión vacía.

– Dijo que salía en ese momento. ¿Adonde diablos iba?

Lebrun respiró profundamente y cerró los ojos. Aquello era un choque de culturas. Los americanos eran tan groseros… Además, ¡no tenían ningún sentido de la decencia!

– Déjeme que se lo explique de este modo, mon ami. Estamos en París y es sábado por la noche. La señorita Monneray tal vez iba, o tal vez no, a encontrarse con el Primer Ministro. En cualquier caso, supongo que los inspectores pensaron que era una falta de delicadeza preguntar.

McVey respiró profundo, se acercó a la mesa de Lebrun, apoyó las dos manos encima y lo miró desde arriba.

– Mon ami, quiero que sepa que entiendo perfectamente cuál es la situación.

McVey tenía la chaqueta arrugada abierta y Lebrun podía ver la empuñadura de un revólver calibre 38 con la correa por encima del percutor, sujeto a la cartuchera a la altura de la cintura. A pesar de que la mayoría de los policías del mundo tenían pistolas de nueve milímetros con un cargador de diez o quince balas, McVey llevaba un sencillo Smith & Wesson. ¡Un juguete de seis balas!

A punto de jubilarse o no, mon dieu!, ¡McVey era un auténtico vaquero!

– Lebrun, con todo el respeto que le tengo a usted y a Francia, quiero atrapar a Osborn. Quiero hablar con él sobre Merriman. Quiero hablar con él de nuestros amigos decapitados, y si usted me dice, «McVey, ya lo ha hecho y ha dejado que se fuera», le diré, «Lebrun, quiero volver a hacerlo». Considerando eso y la caballerosidad y todo lo demás, diría que el camino más corto para encontrar a ese hijo de puta es a través de Vera Monneray, ¡y no me importa a quién coño se esté follando! Comprenez-vous?

Capítulo 47

Treinta minutos más tarde, a las doce menos cuarto, los dos inspectores esperaban sentados en el Ford camuflado de Lebrun frente al edificio de apartamentos de Vera Monneray, en el 18 Quai de Bethune.

Aun cuando el tráfico sea intenso, el Quai de Bethune queda a menos de cinco minutos en coche de la Prefectura de Policía de París. A las once y media entraron en el edificio y hablaron con el portero. McVey preguntó si había alguna manera de que entrara Vera en el edificio si no era por la puerta grande. Sí, si entraba por atrás y subía por las escaleras de servicio. Pero eso era muy poco probable.

– La señorita Monneray no usa las escaleras de servicio. -Así de simple.

– Pregúntele si le importa que la llame -dijo McVey a Lebrun, y cogió el teléfono.

– No me importa, monsieur -se adelantó, tajante, el portero-. El número es dos-cuatro-cinco.

McVey marcó y esperó. Dejó sonar el teléfono diez veces antes de colgar y miró a Lebrun.

– No está, o no contesta. ¿Subimos?

– Esperemos un momento, ¿eh? -Dijo Lebrun, y volviéndose al portero, le dio su tarjeta-. Cuando vuelva, por favor dígale que llame. Mero.

McVey miró su reloj. Faltaban casi cinco minutos para medianoche. Enfrente de la calle, las luces del apartamento de Vera estaban apagadas. Lebrun le lanzó una mirada a McVey..

– Puedo sentir cómo late ese pulso americano que quiere entrar sea como sea -dijo Lebrun con una sonrisa-. Por las escaleras de atrás. Una tarjeta de crédito en el candado y ya está dentro como un caco.

McVey dejó de mirar las ventanas de Vera y se volvió hacia Lebrun.

– ¿Qué tipo de relación tiene con Interpol en Lyón? -preguntó en voz baja. Era la primera oportunidad que tenía para hablar de lo que le había contado Grossman.

– El mismo tipo de tareas que usted -dijo Lebrun, y sonrió-. Soy su contacto en París. En el caso de los decapitados, soy el enlace francés de Interpol.

– El caso Merriman/Kanarack es diferente, ¿no? No tiene nada que ver con eso.

Lebrun no entendía lo que insinuaba McVey.

– Así es. Su colaboración en esta situación, como usted sabe, consistió en proporcionar los medios técnicos para convertir una mancha en una huella digital.

– Lebrun, usted me pidió que llamara a la policía de Nueva York. Finalmente me han facilitado cierta información.

– ¿Sobre Merriman?

– En cierto sentido. A través de la Oficina central en Washington, Interpol Lyón pidió el archivo sobre Merriman más de quince horas antes de que a usted le informaran que tenían la huella dactilar.

– ¿Qué? -preguntó Lebrun, desconcertado.

– Ya me ha oído.

– Lyón no tendría nada que hacer con ese archivo -dijo Lebrun, negando con la cabeza-. Interpol es básicamente un transmisor de informaciones entre los cuerpos de policía, no una oficina de investigación.