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– ¿Dónde ha estado esta noche desde que ha salido hasta que ha vuelto? -preguntó, dándole la espalda y luego volviéndose para mirarla cara a cara.

Hasta ese momento, a pesar de ser directo, McVey había conservado cierto tono amistoso. Pero con aquella pregunta cambió de tono. Era difícil, desagradable y decididamente acusatoria. Era algo que Vera no había experimentado. Aquél no era ningún poli de Hollywood sino de carne y hueso. No sólo la intimidaba, le daba un miedo de muerte.

McVey no tenía por qué mirar a Lebrun para saber cuál era su reacción. Terror.

Y tenía razón. Lebrun estaba aterrorizado. McVey le estaba preguntando abiertamente si había tenido un encuentro secreto con Francois Christian. El problema de esta reacción fue que Vera también la vio. Eso le decía que también conocían lo de su relación con Francois. Y le advertía que no sabían nada de su ruptura.

– Preferiría no hablar -dijo, inexpresiva. Se cruzó de piernas y miró a Lebrun-. ¿Debería solicitar un abogado?

– No, señorita -respondió Lebrun, sin dudar-. Ahora no, ni esta noche. -Se incorporó y miró a McVey-. Ya es la madrugada del domingo. Creo que es hora de irnos.

McVey miró a Lebrun un momento y luego cedió ante el profundo sentido de corrección del francés.

– Sólo quiero preguntar algo que estaba pensando -dijo, volviéndose a Vera-. ¿Sabía Osborn quién le disparó?

– No.

– ¿Le dijo qué aspecto tenía?

– Sólo que era alto -dijo Vera-. Alto y delgado.

– ¿Lo había visto antes?

– No creo.

Lebrun señaló hacia la puerta con un gesto de cabeza.

– Una pregunta más, inspector -dijo McVey, sin dejar de mirar a Vera-. Este Albert Merriman o Henri Kanarack, como se hacía llamar, ¿sabe por qué estaba tan interesado en él el doctor Osborn?

Vera dudó. ¿Qué mal haría en contárselo? De hecho podría servir para que entendieran la presión a la que había estado sometido Osborn, para hacerles comprender que él sólo había querido interrogar a Kanarack, que no tenía nada que ver con el tiroteo. Por otro lado, la policía se había llevado la sucinilcolina de la habitación del hotel de Osborn. Si ella les contaba que Kanarack había asesinado al padre de Osborn, en lugar de mostrarse comprensivos supondrían que Osborn andaba buscando vengarse. Si hacían eso y lo relacionaban con la droga y descubrían para qué la había usado, podían volver a examinar el cadáver de Kanarack y descubrir los orificios de la jeringa.

En ese momento puede que Osborn actuara como fugitivo pero en realidad no era más que una víctima. Si por alguna razón volvían y descubrían los orificios de la jeringa en el cadáver de Kanarack, podrían acusar a Osborn y seguramente lo harían, de intento de asesinato.

– No -dijo finalmente-. Realmente no tengo idea.

– ¿Y qué pasó en el río?

– No entiendo lo que quiere decir.

– ¿Por qué fueron Osborn y Merriman al río? -Lebrun se sentía incómodo y Vera podría haberse vuelto hacia él para pedir ayuda pero no lo hizo.

– Como le he dicho, inspector McVey, realmente no tengo ni idea.

Sesenta segundos después, Vera cerró la puerta cuando ellos salieron y cerró con llave. Volvió al salón, apagó las luces y se dirigió a la ventana. Los vio salir del edificio y dirigirse al Ford blanco estacionado enfrente. Cuando entraron en el coche dejó escapar un profundo suspiro. Era la segunda vez aquella noche que le mentía a la policía.

Capítulo 49

Joanna estaba tendida en la oscuridad y temblaba. Jamás había imaginado que el sexo podía ser así, que se sentiría de esa manera y que ese sentimiento perduraría.

Más de una hora después de que Pascal von Holden se hubiera marchado, aún sentía el olor de su cuerpo, de su colonia y su sudor y ahora no quería perderlo nunca más. Intentó recordar cómo había sucedido todo, cómo cada cosa había conducido a la siguiente.

Cuando el crucero echó amarras, los hombres de esmoquin bajaron por la escalerilla para fijarla. Luego se aseguraron de que la limusina de Lybarger lo esperaba en el muelle.

Después de bailar con Pascal, Joanna le contó al señor Lybarger la buena noticia de que se quedaría y seguiría ayudándolo con su terapia.

Cuando Joanna se acercó, Lybarger le hizo señas para que lo llevara a un lado en su silla de ruedas. Ella miró a Von Holden, que esperaba fuera en la cubierta. No quería separarse de él ni por un momento, pero cuando le sonrió, ella se alejó para hablar con Lybarger. Cuando estuvieron a solas, Lybarger se inclinó repentinamente y le cogió la mano a Joanna. Parecía cansado y confundido, incluso algo asustado. Ella lo miró y le sonrió amable, y le contó que se quedaría junto a él un tiempo para ayudarle a acostumbrarse al nuevo ambiente. Lybarger, no obstante, la atrajo hacia sí y le hizo la misma pregunta que otras veces.

– ¿Dónde está mi familia? -preguntó-. ¿Dónde está mi familia?

– Están aquí, señor Lybarger. Lo han venido a buscar al aeropuerto. Están con usted esta noche, señor

Lybarger, todos juntos. Ahora se encuentra en casa, en Suiza.

– ¡No! -Dijo él terminante mirándola fijamente y con severidad-. Mi familia. ¿Dónde están todos?

Volvieron los hombres de esmoquin. Tenían que llevar al señor Lybarger al coche. Ella le dijo al anciano que los acompañara y que no se preocupara, que hablarían al día siguiente.

Después Von Holden la abrazó y le sonrió para tranquilizarla mientras observaban a los hombres bajar a Lybarger por la pasarela en la silla de ruedas y lo ayudaban a entrar en el coche. Von Holden le dijo que debía de estar muy cansada ya que aún seguiría rigiéndose por el horario de Nuevo México.

– Sí, estoy muy cansada -dijo ella, sonriendo para agradecerle su atención.

– ¿Puedo acompañarla al hotel?

– Sí, me parece buena idea. Muchas gracias -dijo Joanna, que jamás había conocido a nadie tan genuinamente sincero, cálido y amable.

Después, recordaba vagamente el paseo junto al lago y el regreso a Zúrich. Recordó unas luces de colores y a Von Holden diciéndole que al día siguiente enviaría un coche a buscarla para llevarla a casa de Lybarger.

También recordaba haber abierto la puerta de la habitación del hotel. Von Holden cogió la llave y cerró la puerta a su espalda. La ayudó a sacarse el abrigo y lo colgó con cuidado en el armario. Luego se volvió y sus labios se juntaron en la oscuridad. Sus labios con los de ella. Von Holden era amable y a la vez decidido. Recordó que luego la desvistió y que le besó un pecho y luego el otro, que se los introdujo en la boca, los labios rozando los pezones, haciéndolos más duros que nunca. Luego la cogió en vilo y la tendió en la cama. Sin quitarle los ojos de encima se desvistió lenta y sensualmente. La corbata, la chaqueta, los zapatos, los calcetines y luego la camisa y Joanna descubrió que tenía el vello claro del pecho del mismo color que el pelo. Mientras lo observaba le dolían los pezones y sentía su propia humedad. No había tenido la intención de mirar porque le parecía vulgar pero su mirada se clavó en las manos de Von Holden cuando él se desabrochó el cinturón y se bajó la bragueta.

De pronto Joanna se echó hacia atrás en la oscuridad y rió. Estaba sola pero lanzó una carcajada estruendosa. No le importaba que la oyeran en la habitación de al lado. Recordaba la típica broma que contaban las chicas en el instituto y que ahora se había convertido en realidad.

– Los hombres vienen en tres tamaños: pequeños, medianos y… ¡oh, Dios mío!

Capítulo 50

París, 3.30

El mismo hotel, la misma habitación

y el mismo reloj que la última vez