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– Le voy a fijar un objetivo, Joanna. Quiero que a finales de esta semana pueda caminar solo y sin bastón.

– No sé si será posible.

Salettl pulsó un botón que tenía engastado en la manga. Un intercom.

– La señorita Marsh está preparada para trabajar con el señor Lybarger.

Capítulo 54

McVey miró por la ventana del despacho de Lebrun. Cinco pisos más abajo vio la Place du Parvis, la explanada abierta frente a Notre Dame repleta de turistas.

A las once y media de la mañana, el día comenzaba a calentarse como un veranillo de San Martín.

– Ocho muertos. Cinco de ellos son niños. Todos con una bala del calibre 22 en la cabeza. Nadie vio ni oyó nada. Ni los vecinos ni la gente que compraba en el mercadillo -leyó Lebrun, y dejó caer sobre el escritorio el fax de la policía de Marsella. Se inclinó para coger un termo cromado de la mesa que había detrás de él.

– Un profesional con un silenciador -dijo McVey sin intentar ocultar su rabia-. Son ocho más en la lista del hombre alto.

– Si es que ha sido el hombre alto.

– ¿La viuda de Merriman? ¿Qué le parece? -McVey le lanzó una mirada de irritación.

– Creo que es probable que tenga razón, mon ami -dijo Lebrun, con voz queda.

Después de regresar al hotel poco antes de las ocho, McVey había llamado inmediatamente a Lebrun a su casa. La respuesta de éste había sido lanzar una alerta a nivel nacional a las policías locales advirtiendo de la amenaza de muerte que pesaba sobre Michéle Kanarack.

El problema más evidente, desde luego, era que aún no se conocía su paradero. Y con apenas una breve descripción -fruto de la información entregada por los vecinos de su edificio, la alerta de Lebrun era una llamada en el vacío. Resultaba muy difícil proteger a los fantasmas.

– Amigo mío, ¿cómo podíamos saberlo? Mis hombres estuvieron allá todo el día y no encontraron nada que indicara la presencia de un tercer hombre.

Lebrun intentaba ayudarle pero aquello no le aliviaba a McVey el sentimiento de culpabilidad e impotencia que le corroía las tripas. Eran ocho los muertos, ocho personas que aún podrían estar vivas si él y la policía francesa hubiesen sido más eficientes en su trabajo.

Michéle Kanarack había sido asesinada pocos minutos después de que McVey hubiera llamado a Lebrun para advertirle que la mujer corría peligro. Si hubiese descubierto la situación y llamado tres horas antes o cuatro o cinco, ¿acaso habría sido diferente? Tal vez sí aunque probablemente no. Habría sido otra aguja perdida en el pajar.

«Para proteger y servir», leía el lema de la placa del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. No pasaba día sin que alguien se riera de ello o lo denigrara o lo ignorara. ¿Servir? ¿Qué quería decir eso? Pero proteger a la gente era algo diferente. Si a uno le importaban esas cosas como a McVey, si la gente sufría daño porque uno mismo o los colegas o el propio Cuerpo de policía no era capaz de asumir lo que se pedía de ellos, era uno el que hacía el daño. Mucho daño. Nadie lo sabía y uno no hablaba de ello. Salvo consigo mismo o con el reflejo que se descubría en el fondo de una botella cuando uno quería olvidarlo todo.

No era idealismo -eso se acababa la primera vez que se veía a alguien con la cara destrozada por un disparo. Era otra cosa. Porque después de tantos años uno terminaba haciendo lo que hacía y seguía en su puesto. Michéle Kanarack y la familia de su hermana no eran como un vídeo que se pudiera reparar. Los habitantes del edificio de Agnés Demblon no eran como coches que uno se pudiera disputar en una subasta. Eran personas y eran los productos con los que trabajaba un policía para bien o para mal todos los días de su vida.

– ¿Es café eso? -preguntó McVey señalando con un gesto de la cabeza el termo que sostenía Lebrun.

– Sí.

– Lo tomaré solo, sin azúcar -dijo McVey-. Negro como el día.

Hacia las nueve y media Lebrun envió un equipo de técnicos a sacar un molde de yeso de las huellas del coche y a buscar cualquier pista que McVey hubiera pasado por alto.

A las diez cuarenta y cinco, McVey y Lebrun fueron juntos al laboratorio para revisar el molde. Encontraron a uno de los técnicos secando el yeso con un secador de pelo. Cinco minutos más tarde estaba preparado para una prueba de impresión sobre papel.

A continuación había que revisar la serie de dibujos de neumáticos proporcionados por los fabricantes a la policía de París. Al cabo de quince minutos lo encontraron. La impresión del molde de yeso coincidía a todas luces con un neumático Pirelli, tamaño P205/70R14 montado en una llanta de 35,5 cm de diámetro por 14 cm. Al día siguiente lunes llamarían a un especialista de Pirelli para que examinara el molde y aportara detalles específicos. Cuando volvían al despacho de Lebrun, McVey preguntó acerca del mondadientes.

– Eso tardará más -dijo Lebrun-. Tal vez mañana o pasado. Francamente, no creo que eso pueda revelarnos gran cosa.

– Pero puede que tengamos suerte. Tal vez al cepillarse los dientes se hiciera mal en una encía y dejara una muestra de sangre. Puede que tenga algún tipo de infección o enfermedad que se manifieste en los restos de saliva. Cualquier cosa será más de lo que tenemos, inspector.

– No podemos probar que fuera el hombre alto quien usara el mondadientes. Podría haber sido Osborn o Merriman, o cualquier desconocido -objetó Lebrun, y abrió la puerta de su despacho.

– Quiere decir un posible testigo -dijo McVey cuando entraban.

– No, no quiero decir eso. En absoluto. Pero es una idea. Y muy buena, McVey. Chapean.

En ese preciso momento un agente uniformado llamó a la puerta. Acababan de enviar el fax de la policía de Marsella.

McVey bebió el café mientras paseaba por la habitación. En un tablero de avisos había un recorte de Le Fígaro con la foto de Levigne en un cuarto de página relatando su historia a los medios de comunicación. Visiblemente irritado, McVey lo señaló con un dedo acusador.

– Lo que me revienta es que este tipo del campo de golf no quería que diéramos su nombre a los medios de comunicación y ahora viene él y se promociona a sí mismo. Con eso le dice a nuestro amigo que hay un testigo presencial que sobrevive en algún lugar.

McVey dejó de mirar el recorte y se rascó la oreja.

– Y pensar en todos los medios con que contamos, Lebrun. Resulta que nosotros no la encontramos y él sí. -Se volvió y miró al policía francés con expresión consternada.

– ¿Cómo sabía que iba a Marsella si nadie más estaba enterado? Y al llegar a Marsella, ¿cómo supo dónde encontrarla?

Lebrun juntó las manos haciendo coincidir perfectamente las puntas de los dedos.

– Está pensando en la conexión de Interpol. Quienquiera que solicitara en Lyón el archivo Merriman a la policía de Nueva York puede haber contado con medios similares para seguirle la pista.

– Sí, en eso pensaba.

Lebrun dejó la taza de café, encendió un cigarrillo y miró el reloj.

– Le informaré que pienso ausentarme el resto del día -dijo en voz baja-. Una breve ausencia de un solo día. Voy a viajar a Lyón en tren. Nadie sabe dónde voy, ni siquiera mi mujer.

– Perdóneme si no le entiendo -dijo McVey, frunciendo el ceño-. Pero resulta que usted va a Lyón y empieza a hacer preguntas. ¿Cree que quien esté detrás de esto va a levantar la mano y decir «fui yo»? ¿Por qué no convoca una conferencia de prensa antes de partir?

– Mon ami -sonrió Lebrun-. He dicho que voy a Lyón. No que vaya a la oficina de Interpol. De hecho he invitado a un viejo amigo a una discreta cena.

– Venga, siga -dijo McVey.

– Como usted sabe, el grupo D responsable de la investigación sobre los cadáveres decapitados que le han asignado a usted es un subgrupo de la División 2 de Interpol. La División 2 se dedica exclusivamente al análisis y seguimiento de casos. Quienquiera que haya solicitado el archivo de Merriman pertenece a la División 2, posiblemente un funcionario de alto rango.