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El Rover disminuyó la velocidad y penetró en un estrecho callejón. Una manzana más allá bajaron a un garage subterráneo. A Osborn se le ocurrió preguntar a dónde se dirigían.

– A Berlín -McVey fue el primero en contestar.

– ¿A Berlín?

Dos policías se acercaron al coche cuando éste se detuvo y abrieron las puertas.

– Pasen por aquí, señores, por favor -dijeron, y entraron por un pasillo y salieron por una puerta que conducía al hangar. Se encontraban en un extremo de un aeropuerto comercial. En la distancia se divisaba un avión a reacción bimotor con las luces del interior encendidas y una escalerilla ante la puerta abierta de la cabina.

– Usted viene con nosotros -dijo McVey mientras caminaban en esa dirección-, porque tiene que prestar declaración ante un juez alemán. Quiero que le cuente al juez lo que le dijo Albert Merriman antes de que lo mataran.

– ¿Se refiere a Scholl?

McVey asintió.

– Está en Berlín -aventuró Osborn sintiendo que el pulso se le aceleraba.

– Sí.

Noble, que iba delante, subió la escalerilla y entró en el avión.

– ¿Y mi declaración servirá para extender una orden de arresto contra él?

– Quiero hablar con él -dijo McVey, y empezó a subir las escalerillas.

Osborn se sentía eufórico. Por eso se lo había jugado todo para reunirse con McVey, desde el principio. Quería que lo acompañara un paso más allá, que le ayudara a llegar hasta Scholl.

– Quiero estar allí cuando lo arreste.

– Es lo que suponía -dijo McVey, y desapareció dentro de la cabina.

Capítulo 85

– Ya ve usted, no hay señales de violencia ni de que haya pasado nada raro. Las verjas del perímetro tienen un circuito cerrado de monitores de vídeo, y están vigiladas por los guardias de a pie y con perros. No hay ningún indicio de que tengamos problemas de seguridad. -Georg Springer, el encargado de la seguridad en Anlegeplatz, un hombre delgado y de calvicie incipiente, recorrió la enorme habitación de Elton Lybarger y lanzó una mirada a la cama deshecha pero vacía, mientras escuchaba a uno de sus guardias. Eran las tres y veinticinco de la madrugada del jueves.

A Springer lo habían despertado justo después de las tres para informarle que Lybarger no se encontraba en su habitación.

Se había puesto en contacto inmediatamente con la oficina de seguridad cuyas cámaras controlaban la entrada principal, los treinta kilómetros de verja del perímetro y los demás accesos a saber, la entrada de servicio junto al garage bajo vigilancia y un edificio de mantenimiento a casi un kilómetro de la casa por un camino que se perdía serpenteando hacia la parte de atrás. En las últimas cuatro horas no había entrado ni salido nadie.

Springer echó un último vistazo a la habitación de Lybarger y se dirigió a la puerta.

– Puede que se haya sentido mal y haya salido a buscar ayuda o que se encuentre en un estado de somnolencia y no sepa dónde está. ¿Cuántos hombres hay disponibles?

– Diecisiete.

– Reúnelos a todos. Buscad bien en los alrededores de la casa y en el interior en todas las salas y habitaciones. No importa que haya gente durmiendo. Yo despertaré a Salettl.

Elton Lybarger estaba sentado en una silla de respaldo alto mirando a Joanna, que permanecía inmóvil desde hacía cinco minutos. De no ser por la leve agitación bajo el camisón, Lybarger se habría arriesgado a llamar en busca de ayuda. Tenía miedo de que Joanna se encontrara enferma.

Había encontrado el vídeo hacía una hora escasamente. Lybarger no podía conciliar el sueño y buscó algo que leer en la biblioteca. Últimamente no le resultaba fácil dormir. Cuando lo lograba, se sumía en sueños extraños y deambulaba entre gentes y lugares que le parecían familiares pero en los que no tenía ninguna confianza. Los momentos que vivía eran tan diferentes como las personas y recordaba tiempos diversos, desde la Europa de la preguerra hasta los últimos incidentes de aquella mañana.

Entró en su biblioteca, revisó algunos periódicos y revistas. Aún insomne, salió a los alrededores de la casa. Vio la luz encendida en el bungalow de sus sobrinos Eric y Edward. Fue hasta la puerta y llamó. Al no contestar nadie, se tomó la libertad de entrar.

En el salón, lujosamente amueblado, destacaba un gigantesco hogar de piedra. Equipos de última tecnología de vídeo y sonido compartían las estanterías con numerosos trofeos de atletismo. Las puertas de los dormitorios del fondo estaban cerradas.

Pensando que sus sobrinos dormían, Lybarger se disponía a retirarse cuando se fijó en un sobre grande que había en una estantería junto a la puerta, probablemente destinado a un mensajero. Leyó «tío Lybarger» y pensando que él era el destinatario, lo abrió y encontró un vídeo. Intrigado, lo cogió y se lo llevó a su estudio. Lo introdujo en el vídeo, encendió el televisor y se sentó a mirar lo que los chicos habían querido enviarle.

Se vio a sí mismo chutando una pelota de fútbol con Eric y Edward. Luego escuchó una breve intervención política que había grabado siguiendo las rigurosas instrucciones de su logopeda, un profesor de teatro en la Universidad de Zurich. Y luego, la secuencia más sorprendente. El y Joanna estaban juntos en la cama. En la pantalla aparecían todo tipo de números y Von Holden los observaba, desnudo como Dios lo había enviado al mundo.

Joanna era su amiga y compañera. Era como una hermana, casi como su hija. Lybarger se horrorizó ante las imágenes. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había sucedido aquello? No guardaba absolutamente ningún recuerdo de lo que veía y tuvo la sensación de que sucedía algo muy grave. Se preguntó si Joanna sabría algo de aquello. ¿Acaso se trataba de un juego sucio en colaboración con Von Holden? Descontrolado por el asombro y la indignación, Lybarger se dirigió inmediatamente a la habitación de Joanna. La despertó de un sueño profundo y le exigió, airado y a voz en cuello, que viera el vídeo inmediatamente.

Confundida y algo más que molesta por esa actitud y por su presencia en la habitación, Joanna hizo lo que Lybarger le pedía. Ahora, mientras veían pasar el vídeo, la invadía la misma desazón. La horrible pesadilla de unas noches atrás, pensó, no había sido tal, sino un recuerdo nítido de lo que realmente había sucedido.

Al terminar, Joanna apagó el aparato y se volvió a mirar a Lybarger. El hombre estaba pálido y temblaba, igual de consternado que ella.

– ¿Usted no lo sabía? -preguntó ella-. ¿No tenía idea de que esto hubiera sucedido?

– ¿Y usted tampoco?

– No, señor Lybarger. Le puedo asegurar que no tenía ni idea.

De pronto se escuchó un toque seco en la puerta. Inmediatamente después se abrió y entró Frieda Vossler, de unos veinticinco años, una mujer de mentón cuadrado, miembro de las fuerzas de seguridad de Anlegeplatz.

Minutos más tarde, Salettl y el jefe de seguridad Springer entraban en la habitación de Joanna. Encontraron a un Lybarger indignado que hacía chocar una y otra vez el vídeo en la palma de la mano mientras increpaba a Frieda Vossler, exigiendo que le explicaran qué significaba semejante atropello.

Salettl le quitó tranquilamente el vídeo y le pidió que se relajara, advirtiéndole que su reacción podía costarle un segundo infarto. Dejó a Joanna con los agentes de seguridad y acompañó a Lybarger a su habitación. Le tomó la presión y lo metió en la cama después de administrarle una fuerte dosis de somnífero mezclada con una droga psicodélica. Lybarger dormiría y su sueño estaría habitado por imágenes irreales y fantásticas. Salettl confiaba en que confundiría los sueños con el incidente del vídeo y la visita a la habitación de Joanna.