– No, sírvase usted.
McVey abrió la puerta del baño y la chica entró. Él la siguió y cerró la puerta. Al cabo de un segundo, Osborn oyó que la chica lanzaba un chillido y luego un golpe sordo contra la puerta. Ésta se abrió y salió McVey, vestido.
Osborn se quedó mudo de asombro.
– Venía a espiarnos. Me vio en el pasillo y con eso le bastaba -sentenció McVey.
Se sacó el periódico de la chaqueta, se lo pasó a Osborn y entró en el baño para coger la ropa de la chica. Osborn abrió el periódico. Ni se fijó en el nombre, sólo en los grandes titulares en francés: Inspector de Hollywood buscado por el tiroteo de La Coupole. Más abajo, en letra más pequeña: «Vinculado al médico americano en el asesinato de Merriman.» Más abajo, Osborn vio la misma foto de archivo de la policía de París que antes había publicado Le Fígaro, junto a una foto de un McVey sonriente dos o tres años antes.
– Ésa la sacaron del Los Angeles Times Magazine. Un reportaje sobre la vida rutinaria de un inspector de Homicidios. Los lectores esperaban follón y sólo les dieron aburrimiento. Pero la publicaron de todas formas -dijo McVey, mientras metía la ropa de la chica en una bolsa de lavandería del hotel y abría la puerta. Miró hacia el pasillo y dejó la bolsa fuera.
– ¿Cómo sabían dónde estábamos? ¿Cómo pudieron averiguarlo? -dijo Osborn incrédulo.
McVey cerró la puerta y volvió a echar llave.
– Sabían quién era su hombre y que nos seguía a uno de los dos. Sabían que yo trabajaba con Lebrun. Lo único que tenían que hacer era enviar a alguien al restaurante con un par de fotos y preguntar: «¿son éstos los tipos?» No es nada difícil. Por eso lo de la chica. Querían estar seguros de que éramos los que buscaban antes de entrar con la artillería. Ella pensaba que podía echar un vistazo, inventarse una historia y marcharse. Por lo visto estaba dispuesta a hacer lo que fuera si las cosas no le iban bien.
Osborn miró por encima del hombro de McVey a la puerta del baño.
– ¿Qué le ha hecho? ¡
McVey se encogió de hombros.
– Pienso que no sería buena idea dejar que bajara enseguida.
Osborn le devolvió el periódico a McVey y abrió la puerta del baño. La chica estaba desnuda y sentada en el water esposada a una tubería en la pared. Tenía una toalla metida en la boca y los ojos, furibundos, estaban a punto de saltársele de las órbitas. Osborn no dijo nada y cerró la puerta.
– Es una de esas tías duras -dijo McVey con un asomo de sonrisa-. Cuando la encuentren, armará un tremendo jaleo por su ropa antes de dejar que nadie llame por teléfono. Con suerte, ese lapso de tiempo agregará unos cuantos segundos a nuestra ya deteriorada expectativa de vida.
Capítulo 74
Diez segundos más tarde, McVey y Osborn salieron sigilosamente al pasillo y cerraron la puerta a su espalda.
Los dos tenían las armas en la mano, aunque no hacían falta porque el camino estaba despejado.
Suponían que quien hubiese enviado a la chica la estaría esperando probablemente abajo. Eso significaba que esa gente sospechaba de ellos pero no estaban seguros. Además ya le habían dado bastante tiempo. La chica era una profesional y si hubiera tenido que satisfacer sexualmente a los sospechosos, se habría prestado a ello. Pero McVey sabía que no le darían demasiado tiempo.
Las paredes de los pasillos en la quinta planta del hotel Saint Jacques eran grises y el suelo estaba tapizado con una moqueta rojo oscuro. Había escaleras de incendio al final de cada pasillo y cerca del centro del edificio alrededor del hueco del ascensor. McVey eligió las escaleras más alejadas del ascensor, en un extremo del pasillo. Si sucedía algo no quería verse atrapado en un fuego cruzado.
Tardaron cuatro minutos y medio en llegar al sótano y cruzaron una puerta de servicio que daba a un callejón. Doblaron a la derecha y caminaron por el bulevar Saint Jacques a través de una espesa niebla. Eran las dos y cuarto de la mañana del martes 11 de octubre.
A las dos y cuarenta y dos minutos sonó dos veces el teléfono junto a la cama de Ian Noble y luego se activó la señal luminosa.
Noble no quería despertar a su mujer, que sufría de artritis y tenía problemas para conciliar el sueño. Se deslizó de la cama y empujó la puerta de nogal oscuro que separaba la habitación de su estudio privado. Al cabo de un momento cogió el supletorio.
– Sí.
– McVey.
– Han sido unos largos noventa minutos. ¿Dónde diablos está?
– En las calles de París.
– ¿Todavía está con Osborn?
– Somos inseparables como dos siameses.
Noble pulsó un botón en el borde de la mesa y la cubierta se deslizó hacia atrás dejando a la vista un gran mapa aéreo de Inglaterra. Con un segundo toque del botón apareció un menú codificado. Y con un tercer toque se desplegó un detallado plano de París y sus alrededores.
– ¿Puede salir de la ciudad?
– ¿Hacia dónde?
Noble volvió a mirar el mapa.
– A unos veinticinco kilómetros hacia el este por la autopista N3 hay una ciudad que se llama Meaux. Justo antes de llegar hay un pequeño aeropuerto. Busquen un avión civil, un Cessna, con el código ST95 pintado en la cola. Si el tiempo lo permite, llegará entre las seis y las siete. El piloto esperará hasta las diez. Si no llegan a tiempo, vuelvan al día siguiente al mismo sitio y a la misma hora.
– Gracias, amigo -dijo McVey, y salió a reunirse con Osborn. Se encontraban en uno de los pasillos en el exterior de la estación de Lyón, en el bulevar Diderot, junto al Sena, en la zona noroeste de la ciudad.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Osborn, expectante.
– ¿Qué le parece dormir un poco? -dijo McVey.
Quince minutos más tarde, Osborn se recostaba y lanzaba una mirada a sus aposentos, un voladizo de piedra bajo el puente de Austerlitz junto al muelle Henri IV, en el Sena.
– Durante unas horas nos uniremos a los que no tienen hogar -dijo McVey, y en medio de la oscuridad se subió el cuello de la chaqueta y se tendió apoyándose en el hombro. También Osborn necesitaba descansar pero permaneció en pie. McVey se incorporó y lo vio sentado en el borde de granito con las piernas extendidas mirando el agua como si acabasen de arrojarlo a los infiernos ordenándole que permaneciera sentado durante toda la eternidad.
– Doctor -dijo McVey en voz baja-. Piense que esto es mejor que la Morgue.
El jet Lear de Von Holden aterrizó en una pista privada a unos treinta kilómetros al norte de París a las tres menos diez de la madrugada. A las dos y treinta siete minutos le habían comunicado por radio que la sección de París había identificado el objetivo al salir del hotel Saint Jacques aproximadamente a las dos y diez de la madrugada. Desde entonces no habían regresado. Se le daría más información en cuanto estuviera disponible.
La Organización tenía ojos y oídos en las calles, en las prefecturas de policía, en los sindicatos y hospitales, en las embajadas y hoteles de unas doce grandes ciudades de toda Europa y otra media docena en el resto del mundo. Habían encontrado a Albert Merriman con esos medios y lo mismo había sucedido con Agnés Demblon, la mujer de Merriman y Vera Monneray. A Osborn y a McVey los descubrirían con el mismo procedimiento. La cuestión era saber cuándo.
Hacia las tres y diez minutos, Von Holden viajaba en el asiento trasero de un BMW azul oscuro por la autopista N2. Cruzaba la salida de Aubervilliers llegando a París. Von Holden era como un oficial de mando que espera impaciente noticias de sus generales en el campo de operaciones. Para matar a Bernhard Oven, aquel McVey, el poli americano, había tenido mucha suerte o era muy listo, o las dos cosas. Lo había vuelto a demostrar al habérseles escapado de las manos justo cuando acababan de descubrirlo. A Von Holden no le gustaba. La sección de París figuraba entre las más eficientes, estaba muy bien considerada y contaba con personal disciplinado. Bernhard Oven siempre había sido uno de los mejores.