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– Apague la luz, por favor -me pidió con voz mortecina y vacilante.

Era consciente de que no debía hacerlo, pero, aun así, lo hice; ahí tienen una buena razón para que dejara mandado que esculpieran en mi lápida sepulcral unas palabras pidiendo perdón, o una de ellas, tal vez, porque mi tumba va a necesitar todo un monumento con frases de arrepentimiento grabadas en los cuatro costados con letra pequeña y muy apretada. Dejé a James Leer allí, sentado a solas en la oscuridad, y me planté en el aeropuerto casi con treinta minutos de antelación respecto de la hora a que tenía prevista su llegada el vuelo de Crabtree, lo cual me permitió quedarme un rato sentado en el coche, en el aparcamiento del aeropuerto, filmándome un canuto y escuchando a Ahmad Jamal; [3] y no voy a pretender que no hubiese estado planeando esa idílica media hora desde el momento en que les dije a mis alumnos que se fueran. A lo largo de los años he ido renunciando a muchos vicios, entre ellos el whisky, el tabaco y las diversas drogas que te liberan de las leyes de Newton, pero la marihuana y yo hemos seguido siendo compañeros inseparables. Aquel día tenía una bolsita de cierre hermético con treinta gramos de fragante hierba procedente del condado de Humboldt, California, en la guantera del coche.

Crabtree bajó del avión con un pequeño maletín de lona y una bolsa portatrajes colgada del brazo; una persona alta y atractiva caminaba junto a él. Esa persona lucía una larga melena, negra y rizada, un imponente abrigo rojo encima de un vestido negro y zapatos, también negros, con tacón de aguja de diez centímetros, y se reía, evidentemente encantada, de algo que Crabtree le susurraba sin apenas mover los labios. La verdad es que, a primera vista, me pareció que dicha persona no era una mujer, aunque no acababa de estar seguro.

– ¡Tripp! -exclamó Crabtree mientras se acercaba tendiéndome la mano libre. Me dio un abrazo y yo lo apreté contra mí durante un par de segundos, tratando de determinar por la firmeza de su caja torácica si todavía me apreciaba-. Me alegro de verte. ¿Qué tal estás?

Lo solté y di un paso atrás. Llevaba dibujada en la cara su típica mueca de desdén, y su mirada era penetrante y severa, pero no parecía enojado conmigo. Con la edad había ido dejándose el pelo más largo, pero no para compensar una incipiente calvicie, como hacen algunos cuarentones coquetos, sino como manifestación de una vanidad más pura e incontestable: tenía una hermosa cabellera, espesa y castaña, que caía como un tupido cortinaje sobre sus hombros. Llevaba una gabardina de un discreto tono oliváceo y corte impecable sobre un elegante traje italiano en seda verdoso metálico, mocasines de cuero trenzado sin calcetines y unas gafas redondas, de escolar, que no le había visto nunca.

– Tienes un aspecto magnífico -dije.

– Grady Tripp, te presento a la señorita Antonia… ¡Ejem! La señorita Antonia…

– Sloviak -añadió la aludida, con una típica voz de mujer guapa-. Encantada de conocerle.

– Resulta que vive a dos pasos de mi casa, en Hudson -dijo Crabtree.

– ¡Hola! -saludé-. Es mi calle favorita en Nueva York. -Traté de estudiar discretamente la arquitectura del cuello de la señorita Sloviak, pero llevaba anudado un vistoso pañuelo estampado. Supuse que eso, hasta cierto punto, podía ser una pista-. ¿Traéis equipaje?

Crabtree se quedó el maletín de lona y me tendió la bolsa portatrajes, que resultó ser sorprendentemente ligera.

– ¿Esto es todo?

– Esto es todo -respondió-. ¿Podemos acompañar a la señorita Sloviak?

– No creo que haya inconveniente -dije con una ligera punzada de recelo, ya que empezaba a entrever la tarde que nos esperaba. Conocía demasiado bien la expresión de los ojos de Crabtree. Me estaba mirando como si fuese una criatura modelada por su cerebro y sus manos y estuviese a punto de pulsar el botón que haría que saliese corriendo espasmódicamente a campo traviesa, para llevar la desolación a las alquerías y despojar de su virginidad a las doncellas campesinas. Crabtree tenía muchas ideas de este estilo en el magín, y si caían en sus manos los medios para provocar algún lío, los utilizaría sin piedad aquella misma noche. Si la señorita Sloviak no era un travesti, sin duda Crabtree encontraría la manera de convertirla en uno-. ¿En qué hotel se aloja?

– Oh, vivo aquí -respondió la señorita Sloviak, y apareció en su rostro un rubor que le sentaba muy bien-. Bueno, mis padres viven aquí, en Bloomfield. Pero puede dejarme en el centro de la ciudad y tomaré un taxi desde allí.

– De acuerdo. De todos modos tenemos que ir al centro, Crabtree -dije, tratando de dejar claro que estaba allí por él y consideraba a la señorita Sloviak una invitada sólo temporal a nuestra fiesta particular-. Para recoger a Emily.

– ¿Dónde es esa cena a la que vamos?

– En Point Breeze.

– ¿Queda lejos de Bloomfield?

– No demasiado.

– Entonces, estupendo -dijo Crabtree, y, tomando a la señorita Sloviak del codo, se encaminó hacia la zona de recogida de equipajes moviendo con rapidez sus escuálidas piernas para acompasar su paso al de ella-. Vamos, Tripp -me llamó, volviendo la cabeza por encima del hombro.

El equipaje de su vuelo tardó un buen rato en salir, y la señorita Sloviak aprovechó el retraso para ir al lavabo; al de señoras, por supuesto. Crabtree y yo la esperamos, sonriéndonos mutuamente.

– Colocado como siempre, ¿eh? -dijo.

– ¡Cabroncete! -solté-. ¿Qué tal estás?

– En paro -respondió, con una expresión sumamente risueña.

Empecé a esbozar una sonrisa, pero algo, un estremecimiento del músculo de su mandíbula, me hizo comprender que no bromeaba.

– ¿Te han despedido? -pregunté.

– Todavía no -respondió-. Pero se ve venir. Me he pasado la semana haciendo llamadas telefónicas, y he comido con un par de personas. -Continuó moviendo las cejas y sonriendo, como si aquella desagradable perspectiva le divirtiese. Como Terry Crabtree poseía una notable capacidad de autodesprecio, hasta cierto punto así era, sin duda-. Pero no están haciendo cola, precisamente.

– Pero ¡por Dios!, Terry, ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

– Una reestructuración -respondió.

Hacía un par de meses, la editorial que publicaba mis libros, Bartizan, fue absorbida por Blicero Verlag, un enorme consorcio mediático alemán, y los rumores de que los nuevos propietarios iban a despedir a mucha gente sin ningún miramiento habían llegado incluso hasta el lejano Pittsburgh.

– Creo que no cuadro en el nuevo perfil empresarial.

– ¿Cuál es?

– Ser competente.

– ¿Adónde irás?

Meneó la cabeza y se encogió de hombros.

– Bueno, ¿qué te ha parecido? -me preguntó-. La señorita Sloviak, quiero decir. Iba sentada a mi lado. -En alguna parte sonó un timbrazo que indicaba que iba a dar comienzo el carrusel de maletas. Creo que ambos pegamos un salto-. ¿Sabes a cuántos aviones he subido con la esperanza de que mi billete me colocase junto a alguien como ella, sobre todo en mis viajes a Pittsburgh? ¿No crees que dice mucho en favor de esta ciudad que haya sido la cuna de alguien como ella?

– Es un travestí.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, como anonadado.

– ¿No es cierto?

– Creo que ésa es suya -dijo al tiempo que señalaba una enorme maleta rectangular de cuero de potro moteado cubierta con lo que parecía una funda de plástico para un almohadón de sofá, la cual empezaba a asomar entre las tiras de goma en la cinta transportadora de equipajes-. Supongo que eso debe de servir para que no se le ensucie.

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[3] Pianista de jazz, nacido en 1930. (N. del T.)