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Se volvió de espaldas al ventanal en sombras, escuchando. Luego recorrió el pasillo hasta el otro extremo, donde tenía su pequeño despacho, y respondió como solía (como siempre contestaban los de seguridad), sin dar su nombre:

– ¿Sí?

– ¿Tannis?

– ¿Quién es?

– ¿Tannis…? ¿Eres tú, verdad? Reconozco tu voz.

Y por un fugaz instante, un instante crucial, Tannis estuvo a punto de reconocer la voz del otro, emergiendo de un pasado que se abría como un sueño olvidado… pero no, no podía ser, estaba muerto, no, se había ido hacía mucho tiempo. ¿Acaso no habían muerto todos, como él mismo, veinte años atrás? Y entonces se le fue. Era la voz de… pero se había ido.

– Perfecto -replicó entonces-, pero yo no conozco la suya.

– No esperaba otra cosa. Hace mucho tiempo, comandante.

En realidad, aquél no era su rango, pero, aunque lo hubiera sido, Tannis percibió de inmediato que su interlocutor no pertenecía a la Marina porque… porque comandante era meramente un modo de llamarle y no un rango superior o subordinado al de la persona que le llamaba. No, su interlocutor no tenía rango. Pero había algo en su voz que recordaba, aunque, incluso a medida que se iba formando el recuerdo, se dio cuenta de que aquella voz se había ocultado a sí misma deliberadamente, se había tragado a sí misma, se había amortiguado con el tiempo y la distancia, con todos aquellos años y todos aquellos kilómetros de desierto en la noche. Entonces, mientras Tannis se acercaba cada vez más, la voz volvió a cambiar, dando la vuelta en otra curva del túnel.

– Nos conocimos muchos años atrás, mi almirante. Yo soy un amigo. Un viego amigo [3]

Tannis se detuvo a pensar y, durante unos últimos segundos, el día, tan corriente, recobró su impulso. Había estado en el banco, había arreglado un rastrillo, había contemplado la puesta del sol… El teléfono había sonado. Aquel hombre había contestado: «Un viejo amigo, de hace muchos años…» Era posible, por supuesto. Le había llamado «comandante», aunque años atrás le habían ascendido a capitán. O quizá se trataba de una broma y debía seguirla. Pero no era del tipo de bromas que a él le gustaba y raramente las seguía.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó-. ¿Cómo se llama, amigo?

– Mi apellido… no tiene importancia -replicó el hombre.

«Mi apellido no tiene importancia…» Pero, de repente, Tannis supo que sí la tenía. Se sintió irritado, simplemente porque no lograba recordar quién era aquel bromista, aunque lo había tenido en la punta de la lengua.

– Escuche -dijo-, escuche amigo, yo no respondo a nadie a menos que sepa con quién demonios estoy hablando. Así que, ¿cómo se llama?

Un sonido peculiar le llegó del otro lado de la línea, una especie de cloqueo, un sonido reprobatorio y decepcionado, algo remilgado y característico, que, cuando pensó en él más tarde, creaba la impresión de que el hombre podía ser europeo, alemán u holandés, francés incluso, pero definitivamente no mexicano. Tannis se había pasado la vida en el desierto y conocía todas las variedades del mexicano, desde los suaves acentos de las ciudades fronterizas a la pastosa elocuencia del distrito federal, y sabía que aquel hombre no era nativo. El hombre volvió a cloquear:

– No, Jack. Deberías comprenderlo. Mi nombre no. Por teléfono no.

– Como quiera. Voy a colgar.

– No. Escucha…

– Cinco segundos. Le doy cinco segundos. Éste es el primero. Dos, tres, cuatro…

– No cuelgues, Jack. Si quieres un nombre, te daré un nombre. Harper. Ahí tienes un nombre. David Harper. Si realmente no sabes quién soy, por lo menos debes recordarlo a él.

Harper… Tannis no había oído ese nombre al menos en veinte años y no había pensado en él desde… pero no recordaba ya desde cuándo. Y por raro que parezca, aunque reconoció el nombre al instante, no fue exactamente en Harper en quien pensó, o al menos no directamente; otro recuerdo le vino a la mente, en realidad el recuerdo de un recuerdo. Años atrás, viajando en su coche camino de San Diego y en un cierto momento, había apartado la mirada de la autopista (un instante como el del cierre del obturador de una cámara) y había vislumbrado un pequeño rancho, enclavado entre dos grandes zonas urbanizadas, una visión tan anacrónica que era por sí misma una apertura hacia el pasado: un potrero con la cerca pintada de un blanco resplandeciente, una mujer cabalgando a su alrededor sobre un caballo negro como el carbón, un sombrero de vaquero colgando del cuello y dando saltos sobre su espalda. Entonces, el sombrero le había dado la clave, de repente un rostro arrebolado y nervioso lo miraba y una melodiosa voz inglesa exclamaba «¡Cielos, debo parecerme a Dale Evans!» La mujer de Harper… Ahora recordaba incluso su nombre. Diana. La recordaba porque… pero con Harper, la mujer y todo lo que había ocurrido no era cuestión de tener que recordar en absoluto, una vez más sencillamente lo sabía. Excepto por una extraña particularidad, puesto que al tratar de evocar el rostro de Harper no halló nada, sino un vacío absoluto. ¿Cómo había sido Harper? Tannis no tenía la menor idea. Pero su hombre misterioso le urgía ya:

– ¿Tannis? ¿Estás ahí?

– Usted no es Harper.

– No. Por supuesto que no. Por lo que yo sé, Harper podría estar muerto. Pero te acuerdas…

– Me acuerdo de Harper.

– Bien, amigo mío. Tenemos que hablar de eso. De los viejos tiempos, si te parece. Los buenos y viejos tiempos.

– Hable pues.

– Ya te lo he dicho. Por teléfono no.

– Entonces quizá no sea tan importante.

– Sin juegos, por favor. No tenemos tiempo, créeme. Escucha, hay un restaurante en Ridgecrest al que solía ir todo el mundo, el Hideaway. Aún está ahí, por lo que veo. Ve allí…

– No pienso ir.

– Irás. Digamos que correré ese riesgo. Ve allí a las nueve. Entra…

– Ni hablar.

– Calla un momento y escúchame. Entra. Pide alguna cosa si quieres. Yo llegaré más tarde. ¿Comprendes? Debo asegurarme de que estás solo.

– Vete a la mierda. No iré.

– Eso es todo…

Y la línea quedó muerta.

Harper…

Durante unos instantes Tannis no se movió. Exteriormente demostraba una perfecta calma. Y cuando se movió, fue sólo para encender otro Lucky con su viejo Zippo de latón. Volvió sin prisa a la sala de estar, siguiendo exactamente sus pasos anteriores y terminando exactamente en el mismo lugar donde antes había estado. Y todo era igual, nada había cambiado en absoluto. El ventanal, el desierto, el sol poniente… Parecía que, después de todo, no había ocurrido nada. El tequila estaba justo donde lo había dejado y levantó el vaso, como ofreciendo un brindis a los últimos rayos de sol que caían oblicuos sobre la arena: mezcal, el sol del desierto destilado. El sabor del licor recorrió su cuerpo (aquel sabor a madera quemada en los dientes) y cuando bajó el brazo vio aparecer la imagen de su rostro durante un instante, como un fantasma, en el cristal oscurecido del ventanal, pero miró fijamente a través de él. ¿Por qué no recordaba cómo era Harper? Más allá de las llanuras alcalinas y de aluvión, el vacío sin límites. Un momento antes… ¿En qué había estado pensando? Sería mejor que volviera a pensar en ello, seguir donde lo dejó. Algo sobre… Había estado pensando… «No hay nada ahí fuera.» No, eso es lo que pensaba ahora; y entonces recordó que había estado pensando en otros hombres que habían mirado más allá del desierto como había hecho él tan a menudo, preguntándose qué habrían estado buscando, hombres como Rommel, Cochise, san Antonio. Eran todos hombres clarividentes, y en otro tiempo también él…

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[3] Esta frase y las siguientes, subrayadas, están en español en el original. (N. de la T.)