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Yoren se había equivocado en cuanto a lo de mear. Eso no era lo más difícil. Lo más difícil eran Lommy Manosverdes y Pastel Caliente, los dos huérfanos. Yoren los había captado en las calles, prometiéndoles comida para las barrigas y zapatos para los pies. A los demás los había sacado de las mazmorras.

—La Guardia necesita hombres buenos —les dijo mientras salían—, pero tendrá que conformarse con vosotros.

Yoren también había recogido hombres adultos de las mazmorras: ladrones, cazadores furtivos, violadores y tipos así. Los peores eran los tres que había encontrado en las celdas negras. Le debían de dar miedo incluso a él, porque los tenía en la parte de atrás de un carromato, con grilletes en las manos y en los pies, y juraba que irían así hasta el Muro. Uno de ellos no tenía nariz, sólo un agujero en la cara, porque se la habían cortado; y el gordo calvo de los dientes puntiagudos y las llagas supurantes en las mejillas tenía unos ojos que no parecían humanos.

Cuando salieron de Desembarco del Rey llevaban cinco carromatos, cargados con suministros para el Muro: pieles y hatos de ropa, lingotes de hierro sin refinar, una jaula de cuervos, libros, papel y tinta, un fardo de hojamarga, tinajas de aceite y cofrecitos de medicinas y especias. De los carros tiraban dos yuntas de caballos de tiro, y Yoren había comprado dos corceles y media docena de asnos para los chicos. A Arya le habría gustado más un caballo de verdad, pero ir a lomos de un asno era preferible a viajar en un carromato.

Los hombres no le prestaban atención. En cambio, con los chicos no tenía tanta suerte. Era dos años más pequeña que el huérfano más joven, y encima mucho más menuda y delgada. Lommy y Pastel Caliente interpretaron su silencio como señal de que tenía miedo, o era estúpida, o sorda.

—Mira qué espada tiene Chichones —dijo Lommy una mañana, durante la lenta marcha entre bosquecillos y trigales. Había sido aprendiz de tintorero antes de que lo atraparan robando, y tenía manchas verdes en los brazos hasta el codo. Cuando se reía, rebuznaba como los asnos que los transportaban—. ¿De dónde habrá sacado una espada una rata de estercolero como Chichones?

Arya se mordió un labio, hosca. Veía la parte trasera de la descolorida capa de Yoren ante los carromatos, pero estaba decidida a no pedirle ayuda.

—A lo mejor es un pequeño escudero —señaló Pastel Caliente. Su madre había sido panadera antes de morir, y el chico empujaba el carrito por las calles todo el día, gritando: «¡Pasteles calientes! ¡Pasteles calientes!»—. Eso, debe de ser el escudero de algún señor, seguro.

—Qué va a ser un escudero, fíjate bien. Y seguro que la espada no es de verdad. Debe de ser de juguete, de latón.

—Es acero forjado en castillo, imbéciles —les espetó Arya al tiempo que se volvía en la silla para mirarlos. Se indignaba cada vez que alguien se burlaba de Aguja—. Y más os vale cerrar la boca.

Los dos huérfanos se desternillaron de risa.

—¿Y de dónde has sacado semejante espada, Chicharrones? —quiso saber Pastel Caliente.

—Chichones —lo corrigió Lommy—. Seguro que la ha robado.

—¡Es mentira! —gritó ella. Aguja había sido un regalo de Jon Nieve. Tenía que aguantar que la llamaran Chichones, pero no permitiría que dijeran que Jon era un ladrón.

—Pues si la ha robado, nosotros se la podemos quitar —dijo Pastel Caliente—. Como no es suya… A mí me iría muy bien una espada así.

—Venga —lo alentó Lommy—. Quítasela, a que no te atreves.

—Chicharrones, dame esa espada. —dijo Pastel Caliente, clavando los talones a su asno para acercarse más. Tenía el pelo color paja, y el rostro regordete quemado por el sol y despellejado—. Tú no sabes manejarla.

«Sí sé —podría haberle respondido Arya—. Maté a un chico, un chico gordo igual que tú, le clavé la espada en la barriga y se murió, y a ti también te voy a matar como no me dejes en paz.» Pero no se atrevió. Yoren no sabía lo del mozo de cuadras, y tenía miedo de que se enterase, no sabía cómo reaccionaría. Estaba segura de que algunos de los otros hombres también eran asesinos, los tres que iban cargados de cadenas sin duda, pero a ellos no los perseguía la reina, así que no era lo mismo.

—Mira qué cara pone —rebuznó Lommy Manosverdes—. Se va a echar a llorar. ¿Vas a llorar, Chichones?

La noche anterior había llorado en sueños, pensando en su padre. Por la mañana se había despertado con los ojos enrojecidos y secos. No habría podido derramar una lágrima más aunque le fuera la vida en ello.

—Se va a mear en los pantalones —dijo Pastel Caliente.

—Dejadlo en paz —dijo el muchacho del pelo negro enmarañado que cabalgaba tras ellos.

Lommy lo había apodado el Toro por el yelmo con cuernos que tenía y pulía constantemente, aunque nunca llegaba a ponérselo. Del Toro no se atrevía a burlarse. Era mayor, corpulento para su edad, con pecho amplio y brazos musculosos.

—Más te valdría darle la espada a Pastel Caliente, Arry —dijo Lommy—. Le tiene muchas ganas. ¿Sabías que mató a un chico a patadas? Pues a ti te puede hacer lo mismo.

—Lo tiré al suelo y le di de patadas en los huevos, y seguí dándole de patadas hasta que lo maté —se vanaglorió Pastel Caliente—. Lo hice migas. Tenía los huevos destrozados, llenos de sangre, y la polla toda negra. Así que dame la espada.

—Te puedo dar ésta —dijo Arya, por no pelear, sacando del cinturón la espada de entrenamiento.

—Eso no es más que un palo —dijo Pastel Caliente. Se acercó a lomos del asno y tendió la mano hacia la empuñadura de Aguja.

La espada de madera de Arya silbó en el aire y fue a estrellarse contra los cuartos traseros del asno del muchacho. El animal rebuznó y corcoveó, tirando a Pastel Caliente al suelo. Ella se bajó de un salto de su montura y lo pinchó en la barriga cuando intentaba sentarse, con lo que volvió a caer sentado, con un gruñido. El siguiente golpe fue de plano, a la cara, y su nariz crujió como una rama que se rompiera. Le empezó a sangrar. Pastel Caliente chilló, y Arya se volvió hacia Lommy Manosverdes, que seguía a lomos de su asno, boquiabierto.

—¿Tú también quieres probar la espada? —le gritó.

Por lo visto no quería, porque se puso las manos teñidas de verde ante la cara y le gritó que lo dejara en paz.

—¡Detrás de ti! —gritó el Toro.

Arya se volvió. Pastel Caliente estaba de rodillas, con una piedra grande en la mano. Dejó que se la tirase y apartó la cabeza para que pasara de largo. Luego, cayó sobre él. El muchacho alzó una mano, y ella se la golpeó, luego lo golpeó en la mejilla y en la rodilla. Intentó agarrarla, pero Arya danzó hacia un lado y le asestó un golpe en la nuca. El muchacho cayó, se levantó y se abalanzó hacia ella a trompicones, con la cara rojiza llena de tierra y de sangre. Arya adoptó una posición de danzarina del agua y esperó. Cuando lo tuvo a la distancia adecuada, le lanzó una estocada entre las piernas, con tanta fuerza que si la espada de madera hubiera tenido punta le habría salido por las nalgas.

Cuando Yoren consiguió apartarla del muchacho, Pastel Caliente estaba despatarrado en el suelo, con los calzones sucios y hediondos, sollozando, mientras Arya lo golpeaba una y otra vez.