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En ese momento, las llamas habían bajado y el calor disminuía.

—Pronto se apagará esta hoguera —dijo Qhorin—, pero si el Muro cae alguna vez, entonces todos los fuegos se apagarán. —No había nada que Jon pudiera decir a eso. Hizo un gesto de asentimiento—. Aún podríamos escapar de ellos —dijo el explorador—. O no.

—No tengo miedo a la muerte —dijo, y sólo era una mentira a medias.

—Puede que no sea tan fácil como eso, Jon.

—¿Qué quieres decir? —No lo entendía.

—Si nos cogen, debes rendirte.

—¿Rendirme? —Parpadeó, incrédulo. Los salvajes no tomaban cautivos entre los hombres a los que llamaban cuervos. Los mataban a todos, con excepción de…—. Sólo perdonan a los renegados. A los que se unen a ellos, como Mance Rayder.

—Y tú.

—No —dijo Jon haciendo un gesto de negación—. Nunca. No lo haré.

—Lo harás. Te lo ordeno.

—¿Me lo ordenas? Pero…

—Nuestro honor no significa más que nuestras vidas, siempre que el reino esté a salvo. ¿Eres un hombre de la Guardia de la Noche?

—Sí, pero…

—No hay peros, Jon Nieve. Lo eres o no lo eres.

—Lo soy —dijo Jon, irguiéndose.

—Entonces, escúchame. Si nos atrapan, te irás con ellos, como te recomendó una vez la chica salvaje que capturaste. Pueden exigirte que hagas tiras de tu capa, que les jures lealtad sobre la tumba de tu padre, que maldigas a tus hermanos y a tu Lord Comandante. No importa qué te exijan, no debes negarte. Haz lo que te ordenen… pero en lo más hondo de tu corazón, recuerda quién y qué eres. Cabalga con ellos, come con ellos, combate con ellos todo el tiempo que sea necesario. Y observa.

—¿El qué? —preguntó Jon.

—Ojalá lo supiera —dijo Qhorin—. Tu lobo vio sus excavaciones en el valle del Agualechosa. ¿Qué andan buscando en un sitio tan distante y yermo? ¿Lo habrán encontrado? Eso es lo que debes averiguar antes de regresar con Lord Mormont y tus hermanos. Ésa es la misión que te encomiendo, Jon Nieve.

—Haré lo que me dices —dijo Jon, sin entusiasmo—, pero… se lo contarás a ellos, ¿verdad? ¿Al menos al Viejo Oso? Dile que no rompí mi juramento.

—Lo juro. —Qhorin Mediamano lo miró fijamente a través del fuego, con sus ojos sumidos en pozos de sombras—. La próxima vez que lo vea. —Hizo un gesto hacia la hoguera—. Más leña. Quiero que brille, que caliente.

Jon fue a cortar más ramas, y partió cada una en dos antes de tirarlas a las llamas. El árbol llevaba largo tiempo muerto, pero parecía revivir entre las llamaradas cuando unos fieros bailarines despertaban dentro de cada trozo de leña para girar y revolverse en sus brillantes túnicas amarillas, rojas y anaranjadas.

—Basta —dijo Qhorin bruscamente—. Ahora, cabalguemos.

—¿Que cabalguemos? —Más allá del fuego reinaba la oscuridad y la noche era gélida—. ¿Hacia dónde vamos?

—De vuelta. —Qhorin montó una vez más en su agotado caballo—. El fuego los hará seguir en otra dirección, o eso espero. Vamos, hermano.

Jon volvió a ponerse los guantes y se levantó la capucha. Hasta los caballos parecían poco dispuestos a alejarse del fuego. El sol se había puesto hacía ya tiempo, y sólo el frío destello lunar del cuarto menguante estaba allí para guiar sus pasos por el terreno traicionero que se extendía a su espalda. No sabía qué tendría en mente Qhorin, pero quizá les diera una oportunidad. Tenía la esperanza de que fuera así.

«No quiero hacer de renegado, ni siquiera por una buena causa.»

Avanzaban con cautela, se movían con el mayor sigilo posible para un caballo y su jinete, y volvieron sobre sus pasos hasta llegar a la boca de un angosto desfiladero, donde un pequeño torrente helado surgía entre dos montañas. Jon recordó el sitio. Allí habían abrevado a sus caballos antes de la puesta del sol.

Cuanto más avanzaban, más los presionaban las rocas a cada lado. Siguieron la cinta plateada de la corriente bañada por la luna hasta su fuente. Sus laderas de roca estaban cubiertas de carámbanos, pero Jon aún podía escuchar el sonido de agua corriente bajo la dura y fina corteza.

Un gran pedazo de roca caída les bloqueaba el camino de ascenso, pero los pequeños caballos de paso seguro lograron pasar. Más adelante, las paredes del desfiladero se cerraban abruptamente y la corriente los condujo al pie de una caída de agua elevada y sinuosa. El aire estaba lleno de niebla, como el aliento de una enorme bestia gélida. Las aguas, al caer, emitían destellos plateados a la luz de la luna. Jon, estupefacto, miró a su alrededor. «No hay salida.» Qhorin y él tal vez pudieran escalar los riscos, pero no con los caballos. Y a pie no durarían mucho.

—Vamos, rápido —ordenó Mediamano.

El corpulento explorador, montado sobre el caballo menudo, cabalgó sobre las rocas, resbaladizas por el hielo, fue directo hacia la cortina de agua y desapareció tras ella. Cuando no volvió a aparecer, Jon le clavó las espuelas a su montura y lo siguió. Su caballo intentó retroceder. El agua, al caer, los golpeó con puños helados, y la sacudida del frío hizo que a Jon se le cortara el aliento.

Y al momento se halló al otro lado, tiritando y empapado, pero al otro lado.

La fisura en la roca era apenas del tamaño suficiente para que pasara un hombre con su caballo, pero al otro lado las paredes se separaban y el suelo se volvía de arena blanda. Jon sentía las gotas de agua que se le congelaban en la barba. Fantasma atravesó la caída de agua de un salto rabioso, se sacudió las gotas de la pelambre, olfateó la oscuridad con suspicacia y levantó una pata contra la pared rocosa. Qhorin había desmontado. Jon lo imitó.

—Tú sabías de este lugar.

—Cuando tenía tu edad, oí a un hermano que contaba cómo había perseguido a un gatosombra a través de estas cataratas. —Desensilló el caballo, le quitó el bocado y las riendas, y lo rascó con los dedos a través de las crines lanudas—. Hay un camino que atraviesa el corazón de la montaña. Si al llegar la aurora no nos han encontrado, seguiremos adelante. Yo me encargo de la primera guardia, hermano.

Qhorin se sentó en la arena con la espalda recostada en la pared, no era más que una sombra negra imprecisa en la penumbra de la caverna. Por encima del rumor del agua que caía, Jon oyó el suave sonido del acero sobre el cuero, lo que sólo podía significar que Mediamano había desenvainado la espada.

Se quitó la capa mojada, pero allí había demasiado frío y humedad para seguir desnudándose. Fantasma se estiró junto a él y le lamió el guante antes de acurrucarse para dormir. Jon le agradecía su calor. Se preguntó si, allá afuera, la hoguera seguía ardiendo, o si ya se habría apagado. «Si el Muro cae alguna vez, todos los fuegos se apagarán.» La luna brillaba a través de la cortina de agua y dejaba una pálida franja brillante en la arena, pero al rato aquello también se desvaneció y reinó la oscuridad total.

Finalmente llegó el sueño con sus pesadillas. Soñó con castillos en llamas y con cadáveres que se levantaban intranquilos de sus sepulturas. Cuando Qhorin lo despertó, aún estaba oscuro. Mientras Mediamano dormía, Jon se mantuvo sentado con la espalda recostada en la pared de la caverna, prestando atención al sonido del agua y esperando la llegada de la aurora.

Al romper el día, cada uno masticó una tira semicongelada de carne de caballo, después ensillaron de nuevo sus bestias y se echaron las capas negras por encima de los hombros. Durante su guardia, Mediamano había confeccionado media docena de antorchas, empapando mazos de musgo en el aceite que llevaba en las alforjas. Encendió la primera y guió el avance hacia la oscuridad, con la pálida llama delante de sí. Jon lo siguió con los caballos. El sendero de piedras se retorcía, primero arriba, después abajo, y luego giraba en un descenso abrupto. En ciertos momentos se hacía tan estrecho que era difícil convencer a los caballos de que lograrían pasar al otro lado.