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«Cuando logremos salir, los habremos despistado; cabalgaremos a toda velocidad hacia el Puño y le contaremos al Viejo Oso todo lo que sabemos.»

Pero cuando volvieron a salir a la luz, horas después, el águila los estaba esperando, posada en un árbol seco a unos treinta metros más arriba en la ladera. Fantasma fue a por ella, saltando entre las rocas, pero el ave sacudió las alas y emprendió el vuelo.

La boca de Qhorin se puso tensa mientras la seguía con la mirada.

—Éste es un lugar tan bueno como otro cualquiera para hacer un alto —declaró—. La boca de la cueva nos protege por encima, y no pueden ponerse a nuestra retaguardia sin atravesar la montaña. ¿Está afilada tu espada, Jon Nieve?

—Sí —respondió.

—Demos de comer a los caballos. Nos han servido con dedicación, pobres bestias.

Jon le dio a su montura lo que le quedaba de avena y acarició sus crines lanudas, mientras Fantasma se movía inquieto entre las rocas. Se ajustó más los guantes y flexionó sus dedos quemados. «Soy el escudo que protege los reinos de los hombres.»

Un cuerno de caza retumbó entre las montañas y un instante después Jon escuchó los ladridos de los sabuesos.

—Pronto llegarán aquí —anunció Qhorin—. Ten presto a tu lobo.

Fantasma, conmigo —dijo Jon.

El lobo huargo acudió a disgusto a su lado, con la cola tiesa.

Los salvajes aparecieron en gran cantidad sobre una cresta, a menos de un kilómetro de distancia. Sus perros los precedían en la carrera, bestias de color gris pardo, con las fauces desnudas, que tenían bastante de lobo en la sangre. Fantasma mostró los colmillos, con el pelaje erizado.

—Tranquilo —murmuró Jon—. Conmigo.

Oyó un batir de alas por encima de su cabeza. El águila se posó en un saliente de roca y emitió un grito de triunfo.

Los cazadores se aproximaban con cautela, temiendo quizá las flechas. Jon contó catorce, con ocho perros. Sus grandes escudos redondos estaban hechos con pieles tensadas sobre mimbre, y llevaban calaveras dibujadas. La mitad de ellos escondía el rostro tras rudimentarios yelmos de madera y cuero endurecido. En los flancos, los arqueros colocaban flechas en pequeños arcos de madera y hueso, pero no disparaban. Los demás parecían estar armados con lanzas y mazas. Uno de ellos tenía un hacha de piedra tallada. Vestían únicamente las piezas de armaduras que habían quitado a exploradores muertos o robado durante incursiones. Los salvajes no extraían minerales ni los fundían, y al norte del Muro había pocos herreros y menos fraguas.

Qhorin desenvainó su espadón. El relato de cómo había aprendido a combatir con la mano izquierda tras perder la mitad de la derecha era parte de su leyenda; se decía que actualmente manejaba la hoja con más destreza que nunca. Jon se situó hombro con hombro junto al enorme explorador, y sacó a Garra de su vaina. A pesar del aire gélido, el sudor hacía que le ardieran los ojos.

Los cazadores se detuvieron a unos ocho metros por debajo de la boca de la caverna. Su jefe ascendió solo, a lomos de una bestia que más parecía una cabra que un caballo, a juzgar por la seguridad con la que escalaba aquella ladera desigual. Cuando el hombre y su cabalgadura estuvieron más cerca, Jon alcanzó a oír el traqueteo: ambos llevaban armaduras de huesos. Huesos de vaca, huesos de oveja, huesos de cabra, de bisonte, de alce, grandes huesos de mamuts peludos… así como huesos humanos.

—Casaca de Matraca —pronunció Qhorin con gélida cortesía.

—Para los cuervos soy el Señor de los Huesos. —El yelmo del jinete había sido confeccionado con la calavera rota de un gigante, y a todo lo largo de sus brazos habían cosido garras de osos al cuero endurecido.

—No veo por aquí a ningún señor —dijo Qhorin con una mueca burlona—. Sólo a un perro que viste huesos de pollo, y que cuando cabalga traquetea como una matraca.

El salvaje soltó un silbido de rabia y su montura retrocedió. En verdad traqueteaba, Jon lo oía perfectamente; los huesos estaban medio sueltos, unos junto a otros, de manera que cuando el hombre se movía entrechocaban y castañeteaban.

—Tus huesos son los que van a traquetear muy pronto, Mediamano. Te herviré, retiraré la carne y me haré una cota con tus costillas. Tallaré tus dientes para hacerme runas y comeré papilla de avena en tu calavera.

—Si quieres mis huesos, ven a por ellos.

Pero Matraca no parecía muy dispuesto a hacerlo. En el espacio reducido entre las rocas donde los hermanos negros se habían hecho fuertes, sus soldados no eran tantos; para hacerlos salir de la caverna, los salvajes tendrían que atacar de dos en dos cada vez. Pero otro miembro de su partida, una de las guerreras llamadas mujeres del acero, detuvo su caballo junto a él.

—Somos catorce contra dos, cuervos, y ocho perros para vuestro lobo —dijo—. Huyáis o peleéis, sois nuestros de todos modos.

—Muéstraselo —ordenó Matraca.

La mujer metió la mano en un saco manchado de sangre y extrajo un trofeo. Ebben había sido calvo como un huevo, por lo que la mujer sacó la cabeza por una oreja.

—Murió como un valiente —dijo.

—Pero murió —añadió Camisa de Matraca—, igual que morirás tú. —Sacó su hacha de batalla, levantándola por encima de su cabeza. Era de un magnífico acero, con un destello maligno en ambas hojas. Ebben nunca había sido descuidado con sus armas. Los demás salvajes avanzaron hasta quedar al lado de su jefe, mofándose de ellos a gritos. Algunos eligieron a Jon para sus burlas.

—¿Ese lobo es tuyo, niño? —gritó un jovenzuelo flaco, agitando una maza de piedra—. Será mi capa antes de que se ponga el sol.

Al otro extremo del grupo, una mujer del acero echó a un lado sus pieles harapientas y le enseñó a Jon un pesado pecho blanco.

—¿El bebé extraña a su mamaíta? Ven, niño, chupa un poco de esto.

Los perros ladraban también.

—Se burlarán de nosotros hasta que hagamos alguna tontería. —Qhorin miró largamente a Jon—. No olvides tus órdenes.

—Parece que tendremos que espantar a los cuervos —gritó Matraca por encima del griterío—. ¡Emplumadlos!

—¡No! —El grito brotó de los labios de Jon antes de que los arqueros pudieran disparar. Dio dos rápidos pasos adelante—. ¡Nos rendimos!

—Me habían advertido que la sangre de los bastardos era cobarde —oyó cómo decía fríamente Qhorin a sus espaldas—. Ya veo que es así. Corre con tus nuevos amos, cobarde.

Con el rostro rojo de vergüenza, Jon bajó la ladera hasta donde se había detenido el caballo de Casaca de Matraca. El salvaje lo miró por el visor de su yelmo.

—El pueblo libre no necesita cobardes.

—No es ningún cobarde. —Uno de los arqueros se quitó el yelmo de piel de oveja y sacudió una cabellera roja y lanuda—. Es el bastardo de Invernalia, el que me salvó la vida. Déjalo vivir.

Jon miró a Ygritte a los ojos y no pudo pronunciar palabra.

—Que muera —insistió el Señor de los Huesos—. El cuervo negro es un pájaro astuto, no confío en él.

En una roca por encima de ellos, el águila agitó las alas y cortó el aire con un grito de furia.

—El ave te odia, Jon Nieve —dijo Ygritte—. Y tiene buenas razones para ello. Era un hombre antes de que lo mataras.

—No lo sabía —dijo Jon, sin mentir ni un ápice, tratando de acordarse del rostro del hombre que había matado en el paso—. Me dijiste que Mance me aceptaría.

—Y lo hará —replicó Ygritte.

—Mance no está aquí —dijo Casaca de Matraca—. Ragwyle, destrípalo.