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La corpulenta mujer del acero entrecerró los ojos.

—Si el cuervo quiere unirse al pueblo libre —dijo—, que nos muestre su habilidad y dé pruebas de que lo que dice es cierto.

—Haré lo que me ordenéis. —Las palabras le salieron con dificultad, pero Jon logró pronunciarlas.

—Entonces, bastardo, mata a Mediamano. —La armadura de huesos de Matraca traqueteó sonoramente con las carcajadas.

—Como si pudiera —dijo Qhorin—. Vuélvete, Nieve, y muere.

Y al momento, la espada de Qhorin lo buscó, y de alguna manera Garra se alzó para parar el golpe. La violencia del impacto estuvo a punto de hacer que la espada cayera de la mano de Jon, y lo hizo retroceder trastabillando. «No importa qué te exijan, no puedes negarte.» Agarró la espada con las dos manos, con suficiente celeridad para lanzar una estocada, pero el corpulento explorador la desvió con facilidad despectiva. Siguieron combatiendo, adelante y atrás, tremolantes las capas negras, la rapidez del joven contra la fuerza salvaje de las estocadas de Qhorin, lanzadas con la mano izquierda. El espadón de Mediamano parecía estar en todas partes a la vez, cayendo por un flanco y al momento por el otro, llevando a Jon de un lado a otro e impidiéndole recuperar el equilibrio. Percibía ya cómo se le entumecían los brazos.

Incluso cuando los dientes de Fantasma se cerraron ferozmente en torno a la pantorrilla del explorador, Qhorin logró mantenerse sobre los pies de alguna manera. Pero en ese momento, al volverse, se descubrió. Jon pisó fuerte y pivotó. El explorador retrocedía, y por un momento pareció que el tajo de Jon no lo había tocado. Pero al momento apareció un collar de lágrimas rojas en la garganta del hombre, brillante como una gargantilla de rubíes. La sangre comenzó a salir a borbotones y Qhorin Mediamano cayó.

Del hocico de Fantasma caían gotas rojas, pero sólo la punta de la espada del bastardo estaba manchada, apenas los últimos dos centímetros. Jon hizo que el lobo huargo se apartara y se inclinó junto a él, pasándole el brazo por encima. La luz se apagaba en los ojos de Qhorin.

—Afilada —dijo, levantando sus dedos mutilados. A continuación, su mano cayó y su vida se apagó.

«Lo sabía —pensó, aturdido—. Sabía qué me iban a ordenar.» Recordó entonces a Samwell Tarly, a Grenn, a Edd el Penas, a Pyp y al Sapo en el Castillo Negro. ¿Los había perdido a todos, había perdido a Bran, a Rickon y a Robb? ¿Quién era él en ese momento? ¿Qué era?

—Levantadlo. —Unas manos rudas lo obligaron a ponerse en pie. Jon no opuso resistencia—. ¿Tienes un nombre?

—Se llama Jon Nieve —respondió Ygritte en su lugar—. Lleva la sangre de Eddard Stark, de Invernalia.

—¿A quién se le hubiera ocurrido semejante cosa? —dijo Ragwyle riéndose—. Qhorin Mediamano muerto por un tajo casual del retoño de un señor.

—Destripadlo —volvió a decir Matraca, que no había desmontado. El águila voló hacia él y se posó con un grito sobre su yelmo de hueso.

—Se rindió —le recordó Ygritte.

—Sí, y mató a su hermano —dijo un hombre bajito y feo, que llevaba un yelmo de hierro comido por la herrumbre.

—Fue el lobo el que hizo su trabajo. —Matraca se aproximó en su caballo y los huesos traquetearon—. Lo hizo a traición. Yo quería matar a Mediamano en persona.

—Ya hemos visto todos las ganas que tenías de enfrentarte a él —se burló Ragwyle.

—Es un warg —dijo el Señor de los Huesos—, y un cuervo. No me gusta.

—Es posible que sea un warg —replicó Ygritte—, pero eso nunca nos ha intimidado.

Otros gritaron, manifestando su acuerdo. Tras el visor de su calavera amarillenta, la mirada de Matraca era maligna, pero se rindió a regañadientes.

«Es verdad que son un pueblo libre», pensó Jon.

Incineraron a Qhorin Mediamano donde había caído, en una pira de agujas de pino, maleza y ramas quebradas. Parte de la madera estaba verde aún y ardía despacio, con mucho humo, enviando una columna negruzca al brillante azul del cielo. Posteriormente, Casaca de Matraca exigió algunos huesos calcinados, mientras los demás se jugaban los arreos del explorador. Ygritte ganó su capa.

—¿Volveremos por el Paso Aullante? —le preguntó Jon. No sabía si podría enfrentarse de nuevo a aquellas elevaciones, ni si su montura sobreviviría a un segundo cruce.

—No —le respondió ella—. Detrás de nosotros ya no queda nada. —Lo miró con tristeza—. A estas alturas, Mance está muy abajo por el Agualechosa, avanzando hacia vuestro Muro.

BRAN

Las cenizas caían como blanda nieve gris.

Avanzó, pisando una capa acolchada de agujas secas y hojas marrones, hasta el extremo del bosque donde los pinos estaban a mayor distancia entre sí. Más allá de los campos despejados podía ver los grandes montones de hombre-roca, austeros contra las llamas danzantes. El viento soplaba, cálido y rico con el olor a sangre y a carne quemada, tan penetrante que de sus fauces comenzó a chorrear la saliva.

Pero mientras un olor los llamaba, otros los hacían retroceder. Olfateó el humo que flotaba en el aire. «Hombres, muchos hombres, muchos caballos, y fuego, fuego, fuego.» No había un olor más peligroso, ni siquiera el frío olor del hierro, el material de las garras de los hombres y de la piel dura. El humo y las cenizas le nublaban los ojos, y vio en el cielo una enorme serpiente alada, cuyo rugido era un río de llamas. Enseñó los colmillos, pero la serpiente desapareció al instante. Detrás de los acantilados, altísimos incendios devoraban las estrellas.

Durante toda la noche los fuegos chisporrotearon, y en una ocasión hubo un enorme bramido y un estruendo que hicieron temblar la tierra bajo sus pies. Los perros ladraron y gimieron, y los caballos relincharon de terror. Los aullidos estremecieron la noche; eran los aullidos del hombre-manada, sollozos de miedo y gritos salvajes, risas y chillidos. No había bestia más ruidosa que el hombre. Alzó las orejas y escuchó, y su hermano gruñó a cada ruido. Se deslizaron bajo los árboles mientras un viento que olía a pino quemado barría cenizas y brasas hacia el cielo. En su momento, las llamas comenzaron a disminuir hasta que desaparecieron por fin. El sol se levantó, esa mañana gris y ahumado.

Sólo entonces abandonó los árboles y se movió lentamente a través de los campos. Su hermano corría con él, atraído por el olor a sangre y muerte. Caminaron en silencio entre las guaridas de madera, hierba y cieno construidas por los hombres. Muchísimas de ellas se habían quemado, y muchísimas se habían derrumbado; otras permanecían en pie, como antes. Pero por ninguna parte vieron ni olfatearon un hombre vivo. Los cuervos cubrían los cadáveres y se elevaban de repente, graznando, cuando él y su hermano se les acercaban. Los perros salvajes huían furtivamente al verlos.

Al pie de los grandes riscos grises un caballo moría ruidosamente, luchaba por levantarse sobre una pata rota y relinchaba cuando volvía a caer. Su hermano describió un círculo en torno al animal y le desgarró la garganta mientras el caballo pataleaba con frenesí y ponía los ojos en blanco. Cuando se acercó al cadáver, su hermano le lanzó una dentellada y agachó las orejas; él lo golpeó con una pata y lo mordió. Lucharon entre la hierba, el fango y las cenizas que caían, junto al caballo muerto, hasta que su hermano, en gesto de sumisión, rodó sobre la espalda con la cola metida entre las patas. Le dio un mordisco más en la garganta y comenzó a comer; dejó que su hermano comiera y se lamiera la sangre de su pelaje negro.

En ese momento, el sitio oscuro lo atraía hacia allí, hacia la casa de los susurros donde todos los hombres eran ciegos. Podía sentir sus dedos fríos sobre el cuerpo. Se resistió al tirón. No le gustaba la oscuridad. Era lobo. Era cazador, de los que acechan y matan, y su lugar estaba entre sus hermanos y hermanas en los bosques profundos, corriendo en libertad bajo un cielo estrellado. Se sentó sobre los cuartos traseros, levantó la cabeza y aulló.