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«No —pensó Cressen—, un hombre como aquél no daría falsas esperanzas, ni suavizaría una dura verdad.»

—La verdad puede ser un trago amargo hasta para alguien como Lord Stannis, Ser Davos. Sólo piensa en volver a Desembarco del Rey en la plenitud de su poder para acabar con sus enemigos y recuperar lo que le corresponde por derecho. En cambio, ahora…

—Si lleva un ejército tan escaso como éste a Desembarco del Rey, será para morir. No tiene suficientes hombres. Es lo que le he dicho, pero ya sabéis cómo es de orgulloso. —Davos alzó la mano enguantada—. Antes de que le entre en la cabeza un poco de sentido común, a mí me crecerán otra vez los dedos.

—Habéis hecho todo lo posible. —El anciano suspiró—. Ahora me corresponde a mí sumar mi voz a la vuestra.

El refugio de Lord Stannis Baratheon era una gran habitación redonda con muros desnudos de piedra negra y cuatro ventanas altas y estrechas, cada una en dirección a uno de los puntos cardinales. En el centro de la cámara había una gran mesa que le daba su nombre, una inmensa tabla de madera tallada por orden de Aegon Targaryen en los días anteriores a la Conquista. La Mesa Pintada tenía más de quince metros de largo y la mitad de ancho en uno de los extremos, pero apenas unos pies en el otro. Los carpinteros de Aegon le habían dado la forma de la tierra de Poniente, trazando con las sierras todas las bahías y penínsulas, de manera que la mesa no tenía ni un borde liso. En la superficie, oscurecida por casi trescientos años de barnices, estaban pintados los Siete Reinos tal como eran en tiempos de Aegon: ríos y montañas, castillos y ciudades, lagos y bosques…

En toda la estancia no había más que una silla, situada con precisión en el punto exacto que ocupaba Rocadragón ante la costa de Poniente, y elevada sobre una plataforma con peldaños para proporcionar una buena vista de toda la superficie de la mesa. La silla la ocupaba un hombre vestido con un chaleco de cuero ajustado y calzones de lana marrón. Al oír entrar al maestre Cressen alzó la vista.

—Sabía que vendríais, anciano, tanto si os llamaba como si no. —Su voz estaba desprovista de toda calidez. Como de costumbre.

Stannis Baratheon, señor de Rocadragón, y por la gracia de los dioses heredero legítimo del Trono de Hierro de los Siete Reinos de Poniente, tenía hombros anchos y miembros nervudos, y carnes y rostro tan tensos que parecían de cuero secado al sol hasta endurecerse como el acero. La palabra que más se utilizaba para definir a Stannis era «duro», y duro era, ciertamente. Aún no había cumplido treinta y cinco años, pero sólo le quedaba una franja estrecha de fino pelo negro que le pasaba por detrás de las orejas, como la sombra de una corona. Su hermano, el difunto rey Robert, se había dejado crecer la barba en sus últimos años de vida. El maestre Cressen no lo había visto, pero se decía que era una barba salvaje, espesa, fiera. Casi como respuesta, Stannis mantenía las patillas y los bigotes bien cortos. Eran como una sombra de un color negro azulado que le cruzaba la mandíbula cuadrada y las hondonadas huesudas de las mejillas. Sus ojos eran como heridas abiertas bajo unas cejas gruesas, tan azules y oscuros como el mar en la noche. Su boca habría sido la desesperación del más gracioso de los bufones; era una boca creada para los bufidos, las reprimendas y las órdenes cortantes, de labios finos y músculos tensos, una boca que había olvidado cómo sonreír y nunca había sabido abrirse en una carcajada. En ocasiones, cuando todo estaba tranquilo y silencioso en medio de la noche, al maestre Cressen le parecía que podía oír a Lord Stannis chirriando los dientes al otro lado del castillo.

—En otros tiempos me habríais despertado —dijo el anciano.

—En otros tiempos erais joven. Ahora sois viejo, estáis enfermo y os hace falta dormir. —Stannis jamás había aprendido a suavizar las palabras para fingir o adular. Decía lo que pensaba, sin importarle lo más mínimo si eso afectaba a los demás—. Sabía que os enteraríais pronto del mensaje de Davos. Como de costumbre, ¿no?

—De lo contrario, no os sería de ninguna ayuda —respondió Cressen—. Me he encontrado a Davos en la escalera.

—Y supongo que os lo habrá contado todo. Tendría que haberle cortado la lengua, además de los dedos.

—Entonces no os habría sido muy útil como mensajero.

—Con lengua tampoco me ha sido útil como mensajero. Los señores de la tormenta no se alzarán por mí. Por lo visto no les gusto, y el hecho de que mi causa sea justa no significa nada para ellos. Los más cobardes se quedarán sentados tras sus murallas, a la espera de ver hacia dónde soplan los vientos y quién tiene próxima la victoria. Los valientes se han aliado con Renly. ¡Con Renly! —Escupió el nombre como si fuera un veneno para la lengua.

—Vuestro hermano es el señor de Bastión de Tormentas desde hace trece años. Esos señores son sus vasallos juramentados…

—Sus vasallos —lo interrumpió Stannis—, cuando por derecho deberían ser los míos. Nunca pedí Rocadragón. Nunca lo quise. Lo tomé porque los enemigos de Robert estaban aquí y él me condenó a erradicarlos. Construí su flota, hice su trabajo, obediente como debía ser un hermano pequeño con su hermano mayor, como debería ser Renly conmigo. ¿Y cómo me lo agradece Robert? Me nombra señor de Rocadragón, y entrega Bastión de Tormentas y todas sus rentas a Renly. Bastión de Tormentas perteneció a la Casa Baratheon durante trescientos años. Debería haber pasado a mí por derecho cuando Robert subió al Trono de Hierro.

Era una afrenta antigua y dolorosa, en aquel momento más que nunca. Aquél era el punto débil de su señor. Porque, aunque Rocadragón era antiguo y fuerte, sólo contaba con la alianza de unos cuantos señores menores, cuyas fortalezas en islas pedregosas no tenían suficiente población para crear el ejército que Stannis necesitaba. Ni siquiera los mercenarios que había traído de la otra orilla del mar Angosto, de las Ciudades Libres de Myr y Lys, bastaban para que el ejército acampado al otro lado de los muros fuera suficiente para acabar con el poder de la Casa Lannister.

—Robert cometió una injusticia con vos —dijo el maestre Cressen con cautela—, pero tenía buenas razones. Rocadragón perteneció durante mucho tiempo a la Casa Targaryen. Le hacía falta un hombre fuerte que gobernara aquí, y Renly no era más que un niño.

—Sigue siendo un niño. —La furia de Stannis resonaba en la estancia vacía—. Un niño ladrón que quiere robarme la corona. ¿Qué ha hecho Renly en su vida para ganarse un trono? Se sienta en el Consejo y bromea con Meñique, y en los torneos luce una armadura espléndida y deja que cualquiera más fuerte lo derribe del caballo. A eso se reduce mi hermano Renly, que se cree digno de ser rey. ¿Por qué los dioses me castigaron con estos hermanos?

—No puedo explicar los motivos de los dioses.

—Últimamente no podéis explicar muchas cosas. ¿Quién es el maestre de Renly? Debería hacerlo llamar, quizá sus consejos me fueran más útiles que los vuestros. ¿Qué creéis que le dijo ese maestre a mi hermano cuando decidió robarme mi corona? ¿Qué consejo habrá ofrecido vuestro colega a ese traidor?

—Me extrañaría mucho que Lord Renly hubiera pedido consejo a nadie, Alteza.

El menor de los tres hijos de Lord Steffon se había convertido en un hombre osado, pero incauto, que actuaba por impulso, sin planes previos. En eso, como en tantas otras cosas, Renly se parecía a su hermano Robert y era muy diferente de Stannis.

—Alteza —repitió Stannis con amargura—. Os burláis de mí dándome trato de rey, pero ¿de qué soy rey? Rocadragón y unas cuantas piedras en el mar Angosto, ése es mi reino. —Bajó de la plataforma de la silla y se quedó junto a la mesa. Su sombra se proyectaba sobre la desembocadura del río Aguasnegras y sobre el bosque pintado donde se encontraba Desembarco del Rey. Aquél era el reino que exigía, lo tenía al alcance de la mano, y sin embargo estaba tan lejos…—. Esta noche voy a cenar con mis señores vasallos, con los pocos que tengo. Celtigar, Velaryon, Bar Emmon y los demás. Un grupo patético, la verdad sea dicha, pero son lo único que me han dejado mis hermanos. Ese pirata lyseno de Salladhor Saan vendrá con la última lista de todo lo que le debo, y Morosh de Myr me recomendará precaución por culpa de las mareas y los temporales de otoño; mientras que Lord Sunglass, siempre tan pío, no dejará de hablar de la voluntad de los Siete. Celtigar me preguntará qué señores de la tormenta se van a unir a nosotros. Velaryon amenazará con retirar sus fuerzas a menos que ataquemos pronto. ¿Qué les voy a decir? ¿Qué debo hacer?