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Las mesas más bajas estaban abarrotadas de caballeros, arqueros y capitanes de los mercenarios, que partían con las manos las grandes hogazas de pan negro para mojar los trozos en el guiso de pescado. Allí no se oían carcajadas estrepitosas, ni los gritos broncos que enturbiaban la dignidad de los festines de otros señores. Lord Stannis jamás permitiría semejante cosa.

Cressen se dirigió hacia la plataforma elevada en la que estaban sentados los señores y el rey. Tuvo que dar un rodeo para esquivar a Caramanchada. El bufón estaba bailando y sacudiendo los cencerros, y no lo vio ni oyó cómo se acercaba. Saltó sobre una pierna, cambió el peso hacia la otra, y sin querer derribó el bastón de Cressen. Cayeron al suelo en un revoltijo de brazos y piernas, al tiempo que una carcajada recorría la sala en torno a ellos. Sin duda ofrecían un espectáculo muy cómico.

Caramanchada estaba despatarrado sobre él, el rostro pintarrajeado del bufón presionaba el del anciano. Se le había caído el yelmo de hojalata, con las astas y los cencerros.

—Bajo el mar la gente cae hacia arriba —declaró—. Lo sé, lo sé, je, je, je. —El bufón dejó escapar una risita, rodó a un lado, se puso en pie de un salto y empezó a bailar.

El maestre trató de salvar la dignidad, sonrió débilmente e intentó incorporarse, pero la cadera le dolía tanto que por un momento tuvo miedo de habérsela roto de nuevo. Sintió cómo unas manos fuertes lo agarraban por debajo de los brazos y lo ponían en pie.

—Gracias, ser —murmuró, al tiempo que se volvía para ver qué caballero había acudido en su ayuda…

—Maestre —respondió Lady Melisandre. Su voz grave tenía la música del mar de Jade—. Deberíais tener más cuidado.

Como de costumbre, iba vestida de rojo de los pies a la cabeza, con una túnica larga y suelta de seda brillante como el fuego, mangas acampanadas y cortes en el corpiño bajo los que se veía tejido de un color rojo más oscuro. Llevaba en torno al cuello una gargantilla de oro rojo, más apretada que el collar de ningún maestre, adornada con un rubí de buen tamaño. Su cabello no era anaranjado, ni color fresa, como suele ser en el caso de las personas pelirrojas, sino de un tono de cobre bruñido que brillaba a la luz de las antorchas. Hasta tenía los ojos rojos. En cambio, su piel era suave y clara, sin mácula, blanca como la leche. Y era una mujer esbelta, grácil, más alta que la mayoría de los caballeros, con pechos llenos, cintura fina y rostro en forma de corazón. Los hombres que la veían no apartaban la vista con rapidez, ni siquiera los maestres. Muchos consideraban que era hermosa. No era hermosa. Era roja y terrible y roja.

—Os… os lo agradezco, mi señora —dijo Cressen. «Ella sabe qué augura el cometa. Es más sabia que tú, viejo», le susurró su miedo.

—Un hombre de vuestra edad debería vigilar mejor por dónde pisa —dijo Melisandre, cortés—. La noche es oscura y alberga cosas aterradoras.

El maestre conocía la frase, era una oración de la fe de la mujer. «No importa, yo también tengo mi fe.»

—Sólo los niños temen a la oscuridad —le dijo.

Pero de fondo, mientras lo decía, se oía a Caramanchada otra vez con su cancioncilla.

—Las sombras vienen a bailar, mi señor —entonaba—; bailar, mi señor; bailar, mi señor…

—Esto sí que es una paradoja —dijo Melisandre—. Un bufón inteligente y un sabio estúpido. —Se inclinó, recogió del suelo el yelmo de Caramanchada y lo puso sobre la cabeza de Cressen. El cubo se le deslizó sobre las orejas, y los cencerros tintinearon—. Una corona a juego con vuestra cadena, Lord Maestre —anunció.

A su alrededor, las carcajadas se acrecentaron. Cressen apretó los labios e hizo un esfuerzo por controlar la ira. Aquella mujer creía que era un anciano indefenso, pero antes de que acabara la noche descubriría que no era así. Quizá estuviera viejo, pero seguía siendo un maestre de la Ciudadela.

—No me hace falta una corona, sino la verdad —le dijo al tiempo que se quitaba el yelmo del bufón.

—En este mundo existen verdades que no se aprenden en Antigua. —Melisandre le dio la espalda en un torbellino de seda roja y se dirigió hacia la mesa elevada, a la que estaban sentados el rey Stannis y su reina. Cressen tendió a Caramanchada el cubo con astas y fue a seguirla.

El maestre Pylos estaba sentado en su lugar.

El anciano se detuvo y se quedó mirándolo.

—Maestre Pylos —dijo al final—. No… no me has despertado.

—Su Alteza me ordenó que os dejara descansar. —Pylos tuvo al menos la decencia de sonrojarse—. Me dijo que no hacía falta que estuvierais presente.

Cressen paseó la mirada por los caballeros, capitanes y señores, repentinamente silenciosos. Lord Celtigar, viejo y amargado, llevaba un manto con dibujos de cangrejos rojos bordados en granates. El atractivo Lord Velaryon vestía ropas de seda verde mar, con un caballito de mar de oro blanco en la garganta a juego con su larga cabellera rubia. Lord Bar Emmon, ese muchacho regordete de catorce años, iba envuelto en terciopelo púrpura con ribetes de foca blanca; Ser Axell Florent seguía igual de poco agraciado pese a las ropas rojizas y las pieles de zorro; el piadoso Lord Sunglass lucía adularias en torno al cuello, la muñeca y los dedos; y el capitán lyseno Salladhor Saan era todo él un destello de raso escarlata, oro y piedras preciosas. El único que vestía con sencillez era Ser Davos, con su casaca marrón y su manto de lana verde. También fue el único que le sostuvo la mirada, con los ojos llenos de compasión.

—Estáis muy viejo y enfermo, anciano, ya no me sois útil. —Parecía la voz de Lord Stannis, pero no podía ser él, no, era imposible—. De ahora en adelante mi consejero será Pylos. Ya se encarga él de los cuervos, puesto que vos no podéis subir a la pajarera. No quiero que os matéis sirviéndome.

El maestre Cressen parpadeó. «Stannis, mi señor, mi muchachito triste y hosco, hijo que nunca tuve, no podéis hacer esto, ¿no sabéis cuánto me he ocupado de vos? ¿No sabéis que he vivido por vos, que os he querido pese a todo? Sí, os he querido, más que a Robert o a Renly, porque vos erais al que nadie quería, el que más me necesitaba.»

—Como deseéis, mi señor —fue lo que dijo—. Pero… estoy hambriento. ¿No tendré un lugar en vuestra mesa? —«A tu lado, mi lugar está a tu lado…».

—Sería un honor para mí que el maestre se sentara a mi lado, Alteza —dijo Ser Davos, levantándose del banco.

—Como quieras. —Lord Stannis se volvió para decirle algo a Melisandre, que se había sentado a su derecha, en un lugar de gran honor. Lady Selyse estaba a la izquierda de su esposo, y lucía una sonrisa tan brillante y quebradiza como las joyas con que se adornaba.

«Demasiado lejos —pensó Cressen desanimado, fijándose en el lugar donde estaba sentado Davos. Entre el contrabandista y la mesa elevada se encontraban la mitad de los señores vasallos—. Para ponerle el estrangulador en la copa tengo que estar más cerca, pero ¿cómo?»

Caramanchada se dedicó a hacer cabriolas mientras el maestre caminaba con paso cansino hacia la mesa, hacia el lugar que ocupaba Davos Seaworth.

—Aquí comemos peces —anunció el bufón en tono alegre, blandiendo un bacalao a modo de cetro—. Bajo el mar, los peces nos comen a nosotros. Lo sé, lo sé, je, je, je.

Ser Davos se apartó a un lado para dejarle sitio en el banco.

—Esta noche todos deberíamos llevar trajes de colores —dijo sombrío a Cressen mientras se sentaba—, porque este asunto es una bufonada de principio a fin. La mujer roja ha visto la victoria en sus llamas, así que Stannis piensa lanzarse a la conquista aun con las cifras en contra. Si esa mujer se sale con la suya, me temo que todos veremos lo que vio Caramanchada…: el fondo del mar.