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Cressen se metió las manos en las mangas como para calentárselas. Sus dedos rozaron los bultitos duros de los cristales en la lana.

—Lord Stannis.

Stannis, que estaba hablando con la mujer roja, se volvió; pero la que replicó fue Lady Selyse.

—Nada de «lord». Alteza, si no os importa.

—Está viejo, su mente desvaría —le dijo el rey con tono seco—. ¿Qué queréis, Cressen?

—Si tenéis intención de haceros a la mar, es imprescindible que hagáis causa común con Lord Stark y Lady Arryn…

—No voy a hacer causa común con nadie —replicó Stannis Baratheon.

—Igual que la luz no hace causa común con la oscuridad —añadió Lady Selyse tomándole la mano.

Stannis asintió.

—Los Stark quieren robarme la mitad de mi reino, igual que los Lannister me han robado el trono, y mi querido hermano me ha robado las espadas y las fortalezas que me corresponden por derecho. Todos son usurpadores, todos son mis enemigos.

«Lo he perdido», pensó Cressen, desesperado. Si pudiera acercarse a Melisandre sin que lo advirtieran… Lo único que necesitaba era estar un instante al lado de su copa.

—Sois el heredero legítimo de vuestro hermano Robert —dijo a la desesperada—, el verdadero señor de los Siete Reinos y rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, pero no podréis triunfar si no contáis con aliados.

—Tiene un aliado —dijo Lady Selyse—. R’hllor, el Señor de la Luz, el Corazón de Fuego, el Dios de la Llama y la Sombra.

—Los dioses no son aliados de confianza —insistió el anciano—, y ése en concreto no tiene ningún poder aquí.

—¿Eso creéis? —El rubí del cuello de Melisandre reflejó la luz cuando volvió la cabeza hacia Cressen, y durante un instante al anciano le pareció que brillaba tanto como el cometa—. Si pensáis seguir diciendo tonterías, deberíais poneros de nuevo vuestra corona, maestre.

—Sí —asintió Lady Selyse—. El yelmo de Manchas. Os sienta bien, viejo. Ponéoslo de nuevo, yo os lo mando.

—Bajo el mar nadie lleva sombrero —dijo Caramanchada—. Lo sé, lo sé, je, je, je.

Los ojos de Lord Stannis eran agujeros sombríos bajo el espeso ceño, mientras movía la mandíbula en silencio. Siempre rechinaba los dientes cuando se enfadaba.

—Bufón —gruñó al final—, mi señora esposa lo ordena. Dale tu yelmo a Cressen.

«No —pensó el anciano maestre—, éste no eres tú, tú no eres así, siempre fuiste justo; duro, pero no cruel, jamás, no entendías las burlas, igual que no entendías la risa.»

Caramanchada se acercó bailoteando, haciendo resonar los cencerros. El maestre se quedó sentado, en silencio, mientras el bufón le ponía el cubo astado. Cressen inclinó la cabeza bajo el peso. Los cencerros sonaron.

—De ahora en adelante deberíais dar los consejos cantando —dijo Lady Selyse.

—Estás yendo demasiado lejos, mujer —replicó Lord Stannis—. Es un anciano, y me ha servido bien.

«Y te serviré hasta el final, mi buen señor, mi pobre hijo solitario», pensó Cressen, porque de repente había visto la manera de hacerlo. La copa de Ser Davos estaba ante él, todavía medio llena de tinto agrio. Cogió un copo de cristal de su manga, lo apretó entre el índice y el pulgar y extendió la mano hacia la copa. «Con movimientos suaves, con destreza, no puedo temblar», rezó, y los dioses fueron bondadosos con él. En un abrir y cerrar de ojos ya no tenía nada entre los dedos. Hacía años que sus manos no eran tan firmes, ni sus movimientos tan fluidos. Davos lo había visto, pero nadie más, de eso estaba seguro. Se levantó con la copa en la mano.

—Puede que sí haya sido un estúpido. Lady Melisandre, ¿queréis compartir conmigo una copa de vino? En honor a vuestro dios, vuestro Señor de la Luz. Un brindis por su poder.

—Como queráis —dijo la mujer roja, mirándolo atentamente.

Sentía que todos estaban pendientes de ellos. Davos lo intentó detener cuando se alejaba del banco, le agarró la manga con los dedos que Lord Stannis le había mutilado.

—¿Qué estáis haciendo? —susurró.

—Lo que debo hacer —respondió el maestre Cressen—. Por el bien del reino, y por el alma de mi señor. —Se liberó de la mano de Davos, no sin derramar una gota de vino sobre la alfombra.

La mujer se reunió con él al pie de la mesa elevada. Todos los ojos estaban clavados en ellos, pero Cressen sólo veía los suyos. Seda roja, ojos rojos, el rubí rojo de su garganta, labios rojos curvados en una sombra de sonrisa cuando puso la mano sobre la suya, en torno a la copa. Tenía la piel caliente, febril.

—No es tarde, maestre, aún podéis derramar el vino.

—No —susurró él, ronco—. No.

—Como queráis. —Melisandre de Asshai le cogió la copa de las manos y bebió un largo trago. Cuando se la devolvió, apenas si quedaba un sorbo de vino—. Y ahora, vos.

Le temblaban las manos, pero se obligó a ser fuerte. Un maestre de la Ciudadela no debía tener miedo. Sintió el sabor agrio del vino en la lengua. La copa vacía se le escurrió de entre las manos y se hizo añicos contra el suelo.

—Sí tiene poder aquí, mi señor —dijo la mujer—. Y el fuego purifica.

El rubí de su garganta brillaba, rojo.

Cressen trató de responder, pero las palabras se le atravesaron en la garganta. Se oyó un silbido agudo, espantoso, cuando intentó tomar aire. Unos dedos de hierro se le cerraron en torno al cuello. Mientras caía de rodillas, sacudió la cabeza una vez más: la negaba a ella, negaba su poder, negaba su magia, negaba a su dios. Los cencerros de sus astas tintineaban y parecían decir: «bufón, bufón, bufón», mientras la mujer roja lo miraba desde arriba con conmiseración, y las llamas de las velas danzaban en sus ojos rojos rojos rojos.

ARYA

En Invernalia la habían llamado «Arya Caracaballo», y en aquellos tiempos pensaba que no había nada peor, pero eso era antes de que el huérfano Lommy Manosverdes le pusiera el mote de «Chichones».

La verdad era que, al tocarse la cabeza, se la notaba llena de bultos. Cuando Yoren la había arrastrado a aquel callejón, pensó que iba a matarla, pero el agrio anciano se limitó a agarrarla con fuerza mientras le cortaba con la daga los mechones de cabellos revueltos y apelmazados. Recordaba cómo la brisa se había llevado los puñados de pelo castaño sucio, rodando por las piedras del pavimento, hacia el sept donde acababa de morir su padre.

—Voy a llevarme a unos cuantos hombres y muchachos de la ciudad —gruñó Yoren mientras el acero afilado le arañaba la cabeza—. No te muevas, chico.

Cuando terminó, apenas si le quedaban unos mechones desiguales en el cuero cabelludo.

Le dijo que, desde aquel momento y hasta que llegara a Invernalia, iba a ser Arry, un muchacho huérfano.

—No costará mucho salir por la puerta de la ciudad, pero el camino será otra cosa. El trayecto es largo, y la compañía poco grata. Esta vez tengo a treinta hombres y chicos, todos van destinados al Muro, y no creas que se parecen en nada a tu hermano bastardo. —La sacudió por los hombros—. Lord Eddard me dejó elegir lo que quisiera de las mazmorras, y no encontré ningún joven señor. De este grupo, la mitad te entregarían a la reina en menos de lo que se tarda en escupir, a cambio del indulto y tal vez unas monedas de plata. La otra mitad haría lo mismo, sólo que antes te violarían. Así que no hables con nadie, y mea siempre entre los árboles, cuando estés a solas. Eso va a ser lo más difícil, lo de mear, así que bebe lo imprescindible.

Tal como había dicho, no les costó nada salir de Desembarco del Rey. Los guardias Lannister que vigilaban la puerta detenían a todo el mundo, pero Yoren llamó a uno por su nombre y les hicieron gestos para que pasaran con sus carromatos. Nadie se fijó en Arya. Estaban buscando a una niña noble, hija de la Mano del Rey, no a un muchachito flaco con el pelo mal cortado. Arya no volvió la vista atrás. Deseaba con todas sus fuerzas que el Aguasnegras subiera y barriera toda la ciudad, desde el Lecho de Pulgas a la Fortaleza Roja y el Gran Sept, todo, y también a todos, sobre todo al príncipe Joffrey y a su madre. Pero sabía que no sería así, y además Sansa seguía dentro de la ciudad y también la barrería a ella. Al recordarla, Arya se lo pensó mejor y cambió su deseo por el de llegar a Invernalia.