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Registré mentalmente la dirección de la casa porque pensé que al vampiro de Dusseldorf podría interesarle, y después me fui para mi casa. Volví a ver a mi doble a mediados de abril, pero no lo seguí por miedo de que en el momento de alcanzarlo, al cruzar una calle, me llevase un camión por delante. Y además, porque estaba seguro de que no lo iba a alcanzar.

El dos de mayo pensé en todo eso, antes de levantarme. Me pregunte si el hecho de haber visto a mi doble varias veces por la calle, y al doble de mi camisa azul descolorida y al doble de mi pantalón blanco con dos manchas de tinta sobre el bolsillo trasero derecho, no había sido producto del sol enloquecedor de febrero dándome de lleno en la cabeza. Porque había sido un verano enloquecedor. Los techos de las casas se resquebrajaban y había que pasar el secador de los pisos por las paredes, de donde caían chorros de agua. Millones de mosquitos se comían vivos a los tipos que iban a hacer vida deportiva a la orilla del río -pondría contra la pared a todos los tipos que hacen vida deportiva y empezaría a disparar la ametralladora- y el pavimento de las calles se ponía negro en las esquinas por los cascarudos que chocaban contra las lámparas del alumbrado y caían al suelo con las alas rotas. Alrededor de los árboles, en pleno enero, había un colchón de hojas calcinadas, y el tipo que se quedaba más de una hora al sol terminaba por incendiarse. Pero yo estaba seguro, porque él me había rozado el hombro al pasar, la noche del corso. Existía, estaba seguro. Entonces imaginé a mi doble moviéndose en un círculo limitado, como era el círculo mismo en el que yo me movía. Nuestros círculos nunca se rozaban, salvo por algún accidente inesperado que había ocurrido tres veces. El círculo de él y el mío limitados como eran, iban corriéndose si uno se aproximaba al otro, y el campo de él era un campo para mí desconocido, pero familiar. Yo sabía que los hechos que a él pudiesen ocurrirle dentro de su círculo podían ser diferentes a los que ocurrían dentro del mío, pero eran semejantes. Y si tenían la apariencia de ser idénticos -que él levantara la mano para mirarse el dorso el siete de abril a las 10.35 de la mañana, por ejemplo, en el mismo momento en que yo efectuaba la misma acción- eran, sin embargo, hechos diferentes. Capaz que él me seguía a mí dentro de su campo, en un corso duplicado e invertido, en el que yo me hallaba traspapelado, la misma noche de carnaval en que yo lo seguí a él dentro de mi propio círculo. O tal vez vivíamos vidas diferentes. De una sola cosa estaba seguro: de que nuestros espacios -nuestros círculos- eran cerrados y sólo se tocaban por accidente. Podía suceder también que todo tuviese su doble: Tomatis, Gloria, mi madre, mi cuaderno, mi sección Estado del Tiempo, el diario La Región, el cubículo iluminado de Ernesto en el que resuena el Concierto para violín de Arnold Schônberg. De ser así, algo distinto debía suceder en el círculo del otro mundo, porque una réplica exacta me parecía absurda y enloquecedora, sobre todo porque amenazaba con una multiplicación infinita. No podía haber una cama idéntica repetida hasta el infinito en la que un tipo como yo, repetido también hasta el infinito, pensara en la posibilidad de que el tipo y la cama estén repetidos al infinito. Una cosa así era la locura. Pero al levantarme pensé que no era menos locura que hubiese una sola cama y un solo tipo, y que lo único terrible en la cuestión de mi doble era la posibilidad de que él estuviese viviendo una vida que yo no podía vivir. Así que me di un baño caliente y me fui para Tribunales.

Ramírez dijo que lloviznaba tanto por efecto de las manchas solares, las que a su vez se habían producido debido a las explosiones atómicas. Le dije que las manchas solares y las explosiones atómicas debían ser las que echaban a perder el café que se servía en la Oficina de Prensa, y Ramírez se rió lo mejor que pudo pero no logró ocultar esas dos sierras ínfimas y marrones que eran todo lo que quedaba de su dentadura podrida. Después fui a la oficina de Ernesto y pregunté por él. El secretario me dijo que el juez estaba en una audiencia. Le dije que le dijera que estaba el cronista de La Región y que le preguntara cuándo iba a tener esa indagatoria de la que me había hablado. El secretario volvió enseguida.

– Dice el juez que mañana a las cuatro de la tarde, porque antes tiene que conversar con los testigos -dijo.

Así que me fui para el diario. Redacté una información de Tribunales que Ramírez me había dado en una copia en papel transparente, pasé el titular de la sección Estado del Tiempo -"Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta"- y después me fui a comer. No vi rastro de Tomatis en el diario, pero cuando pasé por la administración a cobrar mi sueldo me dijeron que Tomatis había pasado a cobrar esa mañana y después se había ido no sabían dónde. Cuando volví, Tomatis estaba abriendo correspondencia dirigida al "Director de la Página Literaria".

– Desgraciadamente, todo el mundo tiene sentimientos -dijo-. Por lo tanto todo el mundo hace literatura,

– Conozco a un tipo que no tiene sentimientos y sin embargo hace literatura -dije yo.

– Ha de ser un buen escritor -dijo Tomatis.

– Escribe con el pito -dije yo-. Moja el pito en el tintero y escribe.

– Ha de tener trazos gruesos, su caligrafía -dijo Tomatis.

– No sé. Nunca vi sus originales-dije.

– Gloria te manda saludos -dijo Tomatis-. Dice que va a llamarte por teléfono una de estas tardes para jugar un poker y después invitarte a cenar con lo que te gane. Dijo además que no debiste pisotearle el calzón y que estaba esperando que te atrevieras a correr las cobijas para darte una cachetada.

– Algún día voy a meterles una bala en la cabeza a cada uno, a ustedes dos -dije yo.

Tomatis se echó a reír.

– Angelito viejo y peludo -dijo.

No me gusta escupir a la gente en la cara, de modo que me fui hasta el escritorio del cronista de policiales y le pregunté si sabía algo de un tipo que había matado a su mujer en Barrio Roma, la noche antes.

– Sí -dijo el tipo, y me leyó el parte en el que decía que un tipo le había destrozado la cara a su mujer a tiros de escopeta.

– Mañana a las cuatro es la indagatoria -dije yo-. Me lo dijo el Juez de Crimen.

– Parece que habían ido a cazar y de vuelta tuvieron una pelotera en un despacho de bebidas -dijo el tipo de la sección policiales.

– Así entiendo yo que se debe tratar a las mujeres -dije yo.

– No comparto -dijo el tipo de policiales-. Hay que darles una muerte lenta. Ya vas a casarte y saber.

– No voy a casarme -dije yo.

– Nunca se sabe -dijo el cronista de policiales.

Volví al escritorio de Tomatis y lo encontré sacudiendo la cabeza ante una hoja en la que había un poema escrito a máquina.

– Un tipo le metió dos balazos en la cara a la mujer -dije.

– ¿Quién es ese precursor? -dijo Tomatis, sin levantar la vista de la hoja de papel.

– No sé. Fue en un despacho de bebidas de Barrio Roma. Un tal Luis Fiore -dije yo.

– Conozco a un Fiore -dijo Tomatis.

Después fui y redacté la sección Estado del Tiempo. A las cinco me fui del diario; estaba por oscurecer. Fui a una librería y compré tres libros: La conducta sexual de la mujer, Técnicas sexuales modernas y El homosexual en el mundo moderno. A eso de las ocho me fui para casa con dos botellas de ginebra y, me instalé en mi cuarto. No habré estado ni dos minutos sentado, que me levanté y me fui para el dormitorio de mi madre.

– Mamá -dije-. ¿Puedo pasar?

Mi madre respondió enseguida.

– Un momento -dijo. Esperé en la puerta, y oí ruido de papeles y pasos dados con los pies desnudos sobre el piso de madera. Después oí crujir la cama y la voz de mi madre sonó nuevamente.

– Pase -dijo.

Mi madre estaba metida en la cama con las frazadas hasta el cuello.

– Lo recibo así porque estoy desnuda. Espero que no lo moleste. Me estaba cambiando para salir-dijo.

– No voy a entretenerte -le dije-. Vine por un minuto.

Hicimos silencio. El cuarto de mi madre era el mismo basural que yo había visto la noche de la pelea, sólo que con un poco más de basura. Yo no había vuelto a entrar desde entonces,

Yo no me atrevía a hablar.

– Usted dirá -dijo mi madre.

– Te he traído un regalo -le dije-. Pasé por el almacén y, como vi que no quedaba ginebra en la heladera, te traje una botella.

– Podía haber elegido una forma menos directa de llamarme borracha -dijo mi madre.

– No veo mal que tomes, ni siquiera que andes desnuda, si es tu gusto -dije yo.

– No sé por qué tendría que verlo mal -dijo mi madre-. No sé quién es usted para verlo mal. No creo que yo tenga que rendirle cuentas a usted de cómo me visto y que tomo.

– Quería decirte eso, únicamente -dije yo-. Una de las botellas es tuya. Está en la heladera, para cuando quieras usarla.

Volví a mi cuarto y seguí leyendo. La oí moverse por su dormitorio durante un largo rato y me quedé absorto oyendo los sonidos que producían sus tacos, el roce de sus vestidos, los crujidos de la cama, y los chirridos de la puerta de su ropero. Me distraje completamente de la lectura. Después la oí taconear hacia el cuarto de baño, encender la luz, y en el silencio que siguió yo la imaginé inclinada hacia el espejo, pintándose cuidadosamente la cara y colocándose pestañas postizas. Después oí que apagaba la luz del baño, y el golpeteo de sus tacos resonó más nítido al pasar frente a la puerta de mi cuarto, por la galería y fue desvaneciéndose mientras ella se alejaba hacia el dormitorio. Al entrar en él, el sonido, viniendo desde la madera, cambió de cualidad. Se hizo más profundo, menos seco que cuando venía desde el mosaico. Después oí que apagaba la luz y cerraba la puerta de su dormitorio y salía a la calle. Me tiré en la cama, con la luz encendida, y cerré los ojos, dejando previamente el vaso con ginebra al pie de la cama. De vez en cuando me incorporaba y tomaba un trago. Habré estado así cosa de una hora. Nunca sentí tanto silencio en mi casa. No crujía una sola madera, y la llovizna caía tan silenciosa que más parecía una niebla fina, en lenta rotación, girando sobre la ciudad negra. Salí a la galería y encendí la luz. Al resplandor de la lámpara de la galería la llovizna era una masa densa, blanquecina, de partículas en suspensión. Me quedé con los ojos fijos en ella durante unos minutos. Después fui y entré en el cuarto de mi madre.

La puerta estaba sin llave y eso me extrañó, porque yo tenía la idea de que ella la cerraba siempre con llave antes de salir. Moví el picaporte y enseguida estuve adentro. Sin ella, su olor seguía siendo el mismo, pero menos vivo. Encendí la luz y eché una mirada a mí alrededor: la cama estaba desordenada, con las frazadas y las sábanas retorcidas y medio caídas sobre el piso. Donde ella había estado acostada quedaba un hueco, del mismo modo que sobre la almohada en el sitio donde ella había apoyado la cabeza. Las dos mesas de luz, entre las que se extendía la cama de dos plazas, estaban llenas de botellas de remedios y de frascos de cosméticos, de vasos con cucharitas dentro que tenían un fondo de borra reseca. Había de cada lado un cenicero lleno de puchos y ceniza. Toqué el hueco de la cama y comprobé que todavía estaba tibio. Después fui al ropero y lo abrí. De las perchas colgaban un montón de vestidos de todos colores, y abriendo una puerta lateral vi un compartimiento con cuatro cajones y un pasador en el que había tres o cuatro pantalones doblados. En la parte interior de la puerta había un cordón sostenido con dos clavos, del que colgaban moños y cintas de colores. Sobre el cordón, pegado con cuatro chinches, había un retrato de Cary Grant que había sido recortado de una revista. Abrí uno de los cajones y vi un paquete de cartas, una estampita de San Cayetano, toda ajada, las perlas imitación de un viejo collar, desperdigadas en el fondo del cajón, un artefacto completamente indescriptible, de nácar o carey, que no era para el pelo pero que era demasiado estrecho como para haber sido una pulsera. Debajo del paquete de cartas descubrí un libro al que le faltaban las primeras páginas. Era una edición viejísima, ajada y amarillenta. Al leer el primer párrafo me di cuenta de que era un libro pornográfico -probablemente había pertenecido a mi padre- y al hojearlo comprobé que tenía ilustraciones. Cerré el primer cajón y abrí el otro. Estaba lleno de fotografías: en una de ellas estaba yo de primera comunión, con pantalones cortos. En otra mi padre me tenía sentado en sus rodillas y mi madre me miraba sonriendo. En una tercera, mi madre, muy joven, casi irreconocible, estaba con un traje de baño agarrada del pasamanos curvo de la escalera de una pileta de natación, saliendo del agua. Cerré el segundo cajón. Fui y me senté en el borde de la cama y me puse a imaginar a mi viejo leyéndole todas las noches un capítulo del libro a mi madre, en la cama, antes de hacer el amor. Me puso tan absorto esa imagen que acabé recostándome y mirando el cielo raso que tenía unas manchas de humedad en uno de los rincones. Después me levanté y abrí el tercer cajón. Estaba lleno de corpiños y calzones y lo cerré sin tocar nada. Después apagué la luz y salí, cerrando la puerta.