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– Michelle.

– ¿Cómo te llama la gente? -insistió Jeff. Michelle arrugó el entrecejo, desconcertada.

– Michelle -repitió-. ¿De qué otro modo iban a llamarme?

Jeff se encogió de hombros.

– No sé. Simplemente parece un nombre algo fantasioso, nada más. Suena como si pudieras ser de Boston.

– Lo soy -replicó Michelle.

Jeff la contempló un momento con curiosidad; luego volvió a encogerse de hombros, dejando de lado el asunto.

– ¿Bajaste a ver los charcos de marea?

– Solo bajé a mirar por aquí -repuso la niña-. ¿Qué hay en ellos?

– Toda clase de cosas -le dijo Jeff con entusiasmo-. Y ahora la marea está lejos, así que se puede llegar a los mejores. ¿Nunca viste antes un charco de marea?

– Solamente los de la caleta -respondió Michelle, sacudiendo la cabeza-. Solíamos ir allí a merendar.

– Esos no sirven -se burló Jeff-. Hace mucho que se sacó de ellos todo lo bueno, pero aquí no viene casi nadie. Ven… te mostraré.

Comenzó a guiar a Michelle por sobre las rocas, deteniéndose cada pocos minutos para esperar a que ella lo alcanzara.

– Deberías ponerte zapatos de tenis -sugirió-. No resbalan tanto en las rocas.

– No sabía que iba a ser tan resbaladizo -dijo Michelle, sintiéndose torpe de pronto, aunque sin saber bien por qué.

Un momento más tarde llegaban a la orilla de un gran charco y Jeff se arrodillaba junto a él. Michelle se puso en cuclillas a su lado y fijó la vista en las poco profundas aguas.

El charco se extendía ante ella, claro e inmóvil. Michelle se dio cuenta de que era como mirar otro mundo a través de una ventana. En el fondo bullían extraños seres: estrellas y erizos, anémonas que ondulaban suavemente en la corriente y cangrejos ermitaños que correteaban de un lado a otro con sus viviendas adoptadas. Siguiendo un impulso, Michelle introdujo la mano en el agua y sacó uno.

Con su diminuta pinza, el cangrejo le pellizcó ineficazmente el dedo; luego se refugió en su caparazón, de donde solo asomaba, vacilante, un bigote.

– Pon la mano bien chata y dalo vuelta para que no pueda verte -le indicó Jeff-. Luego espera no más; en dos o tres minutos saldrá.

Michelle siguió sus instrucciones. Un instante más tarde el animalito empezó a salir de su caparazón, las patitas primero.

– Me hace cosquillas -dijo Michelle cerrando involuntariamente el puño. Cuando lo volvió a abrir, el cangrejo se había retirado de nuevo.

– Échalo en una de esas anémonas marinas -le dijo Jeff.

Obedeciendo, Michelle vio que el extraño animal, semejante a una planta, apretaba sus tentáculos en torno al aterrado cangrejo. Un momento más tarde la anémona estaba cerrada y el pequeño cangrejo había desaparecido.

– ¿Qué le sucederá? -inquirió Michelle.

– La anémona se lo comerá, después se abrirá y soltará la caparazón -explicó Jeff.

– ¿Quieres decir que yo lo maté? -preguntó Michelle, consternada al pensarlo.

– De todos modos, algo se lo habría comido -respondió Jeff-. Mientras no te lleves nada ni pongas algo que no debiera estar aquí, no haces ningún daño en realidad.

Aunque Michelle jamás había pensado antes en tal cosa, las palabras de Jeff le resultaron lógicas. Algunas cosas corresponden a un lugar; otras no. Y hay que tener cuidado en cuanto a qué se pone con qué. Sí, era lógico.

Juntos, ambos niños comenzaron a pasearse en torno al charco, examinando el extraño mundo subacuático. Jeff arrancó de las rocas una estrella de mar y mostró a Michelle las miles de ventosas succionadoras que formaban sus patas, y la peculiar boca pentagonal que tenía en medio del estómago.

– ¿Cómo es que sabes tanto sobre esto? -le preguntó finalmente Michelle.

– Crecí acá -repuso Jeff. Vaciló un momento; luego continuó-: Además, algún día quiero ser biólogo marino. Y tú, ¿qué quieres ser?

– No lo sé -replicó Michelle-. Nunca pensé en eso.

– Tu papá es médico, ¿verdad? -preguntó Jeff.

– ¿Cómo lo sabías?

– Todos lo saben -repuso afablemente Jeff-. Paradise Point es un pueblo pequeño. Todos se conocen.

– Vaya, en Boston no era así, por cierto -respondió Michelle-. Nadie conocía a nadie. Lo odiábamos.

– ¿Por eso se mudaron aquí?

– Supongo -dijo Michelle con lentitud-. Por lo menos, esa fue parte de la razón. -De pronto quiso cambiar de tema-, ¿Alguien fue asesinado en nuestra casa?

Jeff la miró sobresaltado, como si no la hubiera oído bien. Luego, casi con demasiada rapidez, se levantó y sacudió la cabeza diciendo:

– Que yo sepa, no. -Se volvió y emprendió el regreso a través de la pedregosa playa. Como Michelle no dio señales de seguirlo, la llamó-: ¡Ven! Está subiendo la marea. ¡Ya se pone peligroso!

Al incorporarse Michelle, una rara sensación la dominó. Se sintió repentinamente mareada y su visión pareció esfumarse. Fue como si una densa niebla se posara sobre ella. Rápidamente se arrodilló otra vez.

Adelante, Jeff se volvió y la miró extrañado.

– ¿Te sientes bien? -le gritó.

Después de asentir con la cabeza, Michelle se incorporó de nuevo, esta vez con mayor lentitud.

– Creo que me levanté demasiado rápido. Me mateé y me pareció que oscurecía.

– Pues pronto oscurecerá -dijo Jeff-. Más vale que volvamos arriba.

Se encaminó hacia el norte y Michelle le preguntó adonde iba.

– A casa -replicó él-. Hay un sendero que lleva a nuestra casa, tal como a la de ustedes.

Tras una pausa, le preguntó si quería ir con él.

– Será mejor que no -replicó la niña-. Dije a mis padres que no estaría mucho tiempo ausente.

– Bueno, hasta pronto -dijo Jeff.

– Hasta pronto -repitió Michelle.

Apartándose de Jeff, echó a andar por la playa. Cuando llegó al pie del sendero que la llevaría a su casa, se detuvo y miró atrás, en la dirección por donde había venido. Ya no se veía a Jeff Benson. La playa estaba desierta y la niebla se estaba asentando.

CAPITULO 3

– La semana que viene modificaremos la despensa.

En la voz de June, un tono decidido reveló a Cal Pendleton que su período de gracia había concluido. Y sin embargo, durante las dos semanas transcurridas desde que estaba en esa casa, había llegado a quererla tal como era, y se encontraba cada vez menos dispuesto a cambiarla en nada. Había llegado inclusive a apreciar el cavernoso comedor, aunque la enorme mesa tenía algo de impersonal que impulsaba a la pequeña familia a congregarse en la punta más cercana a la puerta de la cocina. Al parecer, el tamaño de la habitación no afectaba en nada a Michelle. En efecto, mientras su madre hablaba, ella miraba en torno apreciativamente.

– Me gusta -declaró-. Simulo que estamos en la sala de un castillo y que los criados vienen a atendernos.

– Cualquier día -exclamó Cal-. Al paso que vamos, tendré que empezar a buscarte empleo afuera como criada. -Hizo un guiño a su hija, que se lo devolvió.

– Las cosas mejorarán -afirmó June, aunque su voz tensa desmentía las palabras optimistas-. No puedes esperar que todos los habitantes del pueblo empiecen a venir a consultarte. Al menos mientras Carson siga estando aquí -agregó con amargura, dejando su tenedor y enfrentando a su marido-. Ojalá abandonara todo y se marchara. ¿Cuánto tardará en entregarte toda la clientela?

– Mucho tiempo, espero -replicó Cal. Después, interpretando la expresión de June, procuró tranquilizarla-. No te pongas así… Ya no está cobrando nada. Dice que ahora soy dueño de la clientela y él está oficialmente retirado. Dice que sólo quiere mantenerse en forma. Y gracias a Dios. Sin él, es probable que ya me hubieran echado del pueblo.