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Asunto: Rumbo a casa

Anastasia:

El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings Inc.

Mierda. Muy bien. Dios… ¿Qué le pasa? ¿Será «el problema»? Igual Taylor ha desertado, o Christian ha perdido unos cuantos millones en la Bolsa… a saber.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:06 EST

Para: Christian Grey

Asunto: Reacción desmesurada

Querido señor Cascarrabias:

Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puedes guardarte esa mano suelta de momento.

Señorita Steele

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 10:08

Para: Anastasia Steele

Asunto: Disculpas; mano suelta guardada

Os echo de menos a ti y a tu lengua viperina, señorita Steele.

Quiero que lleguéis a casa sanas y salvas.

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings Inc.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:10 EST

Para: Christian Grey

Asunto: Disculpas aceptadas

Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera.

Hasta luego.

Ana x

Apago la BlackBerry, incapaz de librarme de la angustia. A Christian le pasa algo. Puede que «el problema» se le haya escapado de las manos. Me recuesto en el asiento, mirando el compartimento portaequipajes donde he guardado mis bolsas. Esta mañana, con la ayuda de mi madre, le he comprado a Christian un pequeño obsequio para agradecerle los viajes en primera y el vuelo sin motor. Sonrío al recordar la experiencia del planeador… una auténtica gozada. Aún no sé si le daré la tontería que le he comprado. Igual le parece infantil; o, si está de un humor raro, igual no. Por una parte estoy deseando volver, pero por otra temo lo que me espera al final del viaje. Mientras repaso mentalmente las distintas posibilidades acerca de cuál puede ser «el problema», caigo en la cuenta de que, una vez más, el único sitio libre es el que está a mi lado. Meneo la cabeza al pensar que quizá Christian haya pagado por la plaza contigua para que no hable con nadie. Descarto la idea por absurda: seguro que no puede haber nadie tan controlador, tan celoso. Cuando el avión entra en pista, cierro los ojos.

Ocho horas después, salgo a la terminal de llegadas del Sea-Tac y me encuentro a Taylor esperándome, sosteniendo en alto un letrero que reza SEÑORITA A. STEELE. ¡Qué fuerte! Pero me alegro de verlo.

– ¡Hola, Taylor!

– Señorita Steele -me saluda con formalidad, pero detecto un destello risueño en sus intensos ojos marrones.

Va tan impecable como siempre: elegante traje gris marengo, camisa blanca y corbata también gris.

– Ya te conozco, Taylor, no necesitabas el cartel. Además, te agradecería que me llamaras Ana.

– Ana. ¿Me permite que le lleve el equipaje?

– No, ya lo llevo yo. Gracias.

Aprieta los labios visiblemente.

– Pero si te quedas más tranquilo llevándolo tú… -farfullo.

– Gracias. -Me coge la mochila y el trolley recién comprado para la ropa que me ha regalado mi madre-. Por aquí, señora.

Suspiro. Es tan educado… Recuerdo, aunque querría borrarlo de mi memoria, que este hombre me ha comprado ropa interior. De hecho -y eso me inquieta-, es el único hombre que me ha comprado ropa interior. Ni siquiera Ray ha tenido que pasar nunca por ese apuro. Nos dirigimos en silencio al Audi SUV negro que espera fuera, en el aparcamiento del aeropuerto, y me abre la puerta. Mientras subo, me pregunto si ha sido buena idea haberme puesto una falda tan corta para mi regreso a Seattle. En Georgia me parecía elegante y apropiada; aquí me siento como desnuda. En cuanto Taylor mete mi equipaje en el maletero, salimos para el Escala.

Avanzamos despacio, atrapados en el tráfico de hora punta. Taylor no aparta la vista de la carretera. Describirlo como taciturno sería quedarse muy corto.

No soporto más el silencio.

– ¿Qué tal Christian, Taylor?

– El señor Grey está preocupado, señorita Steele.

Huy, debe de referirse al «problema». He dado con una mina de oro.

– ¿Preocupado?

– Sí, señora.

Miro ceñuda a Taylor y él me devuelve la mirada por el retrovisor; nuestros ojos se encuentran. No me va a contar más. Maldita sea, es tan hermético como el propio controlador obsesivo.

– ¿Se encuentra bien?

– Eso creo, señora.

– ¿Te sientes más cómodo llamándome señorita Steele?

– Sí, señora.

– Ah, bien.

Eso pone fin por completo a nuestra conversación, así que seguimos en silencio. Empiezo a pensar que el reciente desliz de Taylor, cuando me dijo que Christian había estado de un humor de perros, fue una anomalía. A lo mejor se avergüenza de ello, le preocupa haber sido desleal. El silencio me resulta asfixiante.

– ¿Podrías poner música, por favor?

– Desde luego, señora. ¿Qué le apetece oír?

– Algo relajante.

Veo dibujarse una sonrisa en los labios de Taylor cuando nuestras miradas vuelven a cruzarse brevemente en el retrovisor.

– Sí, señora.

Pulsa unos botones en el volante y los suaves acordes del Canon de Pachelbel inundan el espacio que nos separa. Oh, sí… esto es lo que me estaba haciendo falta.

– Gracias.

Me recuesto en el asiento mientras nos adentramos en Seattle, a un ritmo lento pero constante, por la interestatal 5.

Veinticinco minutos después, me deja delante de la impresionante fachada del Escala.

– Adelante, señora -dice, sujetándome la puerta-. Ahora le subo el equipaje.

Su expresión es tierna, cálida, afectuosa incluso, como la de tu tío favorito.

Uf… Tío Taylor, vaya idea.

– Gracias por venir a recogerme.

– Un placer, señorita Steele.

Sonríe, y yo entro en el edificio. El portero me saluda con la cabeza y con la mano.

Mientras subo a la planta treinta, siento el cosquilleo de un millar de mariposas extendiendo sus alas y revoloteando erráticamente por mi estómago. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Sé que es porque no tengo ni idea de qué humor va a estar Christian cuando llegue. La diosa que llevo dentro confía en que tenga ganas de una cosa en concreto; mi subconsciente, como yo, está hecha un manojo de nervios.

Se abren las puertas del ascensor y me encuentro en el vestíbulo. Se me hace tan raro que no me reciba Taylor. Está aparcando el coche, claro. En el salón, veo a Christian hablando en voz baja por la BlackBerry mientras contempla el perfil de Seattle por el ventanal. Lleva un traje gris con la americana desabrochada y se está pasando la mano por el pelo. Está inquieto, tenso incluso. ¿Qué pasa? Inquieto o no, sigue siendo un placer mirarlo. ¿Cómo puede resultar tan… irresistible?

– Ni rastro… Vale… Sí.

Se vuelve y me ve, y su actitud cambia por completo. Pasa de la tensión al alivio y luego a otra cosa: una mirada que llama directamente a la diosa que llevo dentro, una mirada de sensual carnalidad, de ardientes ojos grises.

Se me seca la boca y renace el deseo en mí… uf.