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Me besa la oreja.

– Vale.

En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el viejo y maltrecho sillón.

– ¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

– Anastasia, se te acaba de relajar el cuerpo entero -me dice con sequedad.

– Bueno, parece que eres… un pelín celoso.

– Lo soy, sí -dice amenazante-. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.

Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonta… Otro vuelo… ¡guay! Sonrío.

– ¿Te puedo lavar yo a ti? -le pregunto.

– Me parece que no -murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el dolor de la negativa.

Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.

– ¿Me dejarás tocarte algún día? -inquiero audazmente.

Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.

– Apoya las manos en la pared, Anastasia. Voy a penetrarte otra vez -me susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.

Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos comido la deliciosa pasta alle vongole de la señora Jones.

– ¿Más vino? -pregunta Christian con un destello de sus ojos grises.

– Un poquito, por favor.

El Sancerre es vigorizante y delicioso. Christian me sirve y luego se sirve él.

– ¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle? -pregunto tímidamente.

Frunce el ceño.

– Descontrolado -señala con amargura-. Pero tú no te preocupes por eso, Anastasia. Tengo planes para ti esta noche.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.

Se levanta y me mira.

– Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.

Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con paso airado a su despacho.

¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me quedo sentada en el taburete, momentáneamente estupefacta, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo próximo: un maldito piso, y entonces ya seré una querida en toda regla.

¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. La ignoro y subo a mi cuarto. Porque sigo teniendo mi cuarto. ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde esconderme de él.

Al examinar la puerta de mi habitación, descubro que tiene cerradura pero no llave. Me digo que quizá la señora Jones tenga una copia. Le preguntaré. Abro la puerta del vestidor y vuelvo a cerrarla rápidamente. Maldita sea… se ha gastado un dineral. Me recuerda al de Kate, con toda esa ropa perfectamente alineada y colgada de las barras. En el fondo, sé que todo me va a quedar bien, pero no tengo tiempo para eso ahora: esta noche tengo que ir a arrodillarme al cuarto rojo del… dolor… o del placer, espero.

Estoy en bragas, arrodillada junto a la puerta. Tengo el corazón en la boca. Madre mía, pensaba que con lo del baño habría tenido bastante. Este hombre es insaciable, o quizá todos los hombres lo sean. No lo sé, no tengo con quién compararlo. Cierro los ojos y procuro calmarme, conectar con la sumisa que hay en mi interior. Anda por ahí, en alguna parte, escondida detrás de la diosa que llevo dentro.

La expectación me burbujea por las venas como un refresco efervescente. ¿Qué me irá a hacer? Respiro hondo, despacio, pero no puedo negarlo: estoy nerviosa, excitada, húmeda ya. Esto es tan… Quiero pensar que está mal, pero de algún modo sé que no es así. Para Christian está bien. Es lo que él quiere y, después de estos últimos días… después de todo lo que ha hecho, tengo que echarle valor y aceptar lo que decida que necesita, sea lo que sea.

Recuerdo su mirada cuando he llegado hoy, su expresión anhelante, la forma resuelta en que se ha dirigido hacia mí, como si yo fuera un oasis en el desierto. Haría casi cualquier cosa por volver a ver esa expresión. Aprieto los muslos de placer al pensarlo, y eso me recuerda que debo separar las piernas. Lo hago. ¿Cuánto me hará esperar? La espera me está matando, me mata de deseo turbio y provocador. Echo un vistazo al cuarto apenas iluminado: la cruz, la mesa, el sofá, el banco… la cama. Se ve inmensa, y está cubierta con sábanas rojas de satén. ¿Qué artilugio usará hoy?

Se abre la puerta y Christian entra como una exhalación, ignorándome por completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado las piernas. Christian deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica con desesperación y la diosa que llevo dentro se balancea y convulsiona con un primitivo ritmo carnal. La veo muy dispuesta. Me humedezco los labios instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, densa y cargada de lascivia. ¿Qué me va a hacer?

Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los cajones y empieza a sacar cosas y a colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada uno de los dedos.

– Estás preciosa -dice.

Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que estoy prácticamente desnuda. Noto que el rubor se me extiende despacio por la cara. Se inclina y me coge la barbilla, obligándome a mirarlo.

– Eres una mujer hermosa, Anastasia. Y eres toda mía -murmura-. Levántate -me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.

Temblando, me pongo de pie.

– Mírame -dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.

Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.

– No hemos firmado el contrato, Anastasia, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?

Madre mía… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de seguridad?

– ¿Cuáles son? -me pregunta de manera autoritaria.

Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.

– ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia? -dice muy despacio.

– Amarillo -musito.

– ¿Y? -insiste, apretando los labios.

– Rojo -digo.

– No lo olvides.

Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos grises me detiene en seco.

– Cuidado con esa boquita, señorita Steele, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?

Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentida. En realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.

– ¿Y bien?

– Sí, señor -mascullo atropelladamente.

– Buena chica. -Hace una pausa y me mira-. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?

Pues no. ¿Intenso? Uau.

– Vas a necesitar el tacto, Anastasia. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.