Выбрать главу

Frunzo el ceño. ¿No voy a oírle? ¿Y cómo voy a saber lo que quiere? Se vuelve. Encima de la cómoda hay una lustrosa caja plana de color negro mate. Cuando pasa la mano por delante, la caja se divide en dos, se abren dos puertas y queda a la vista un reproductor de cedés con un montón de botones. Christian pulsa varios de forma secuencial. No pasa nada, pero él parece satisfecho. Yo estoy desconcertada. Cuando se vuelve de nuevo a mirarme, le veo esa sonrisita suya de «Tengo un secreto».

– Te voy a atar a la cama, Anastasia, pero primero te voy a vendar los ojos y no vas a poder oírme. -Me enseña el iPod que lleva en la mano-. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.

Vale. Un interludio musical. No es precisamente lo que esperaba. ¿Alguna vez hace lo que yo espero? Dios, espero que no sea rap.

– Ven.

Me coge de la mano y me lleva a la antiquísima cama de cuatro postes. Hay grilletes en los cuatro extremos: unas cadenas metálicas finas con muñequeras de cuero brillan sobre el satén rojo.

Uf, se me va a salir el corazón del pecho. Me derrito de dentro afuera; el deseo me recorre el cuerpo entero. ¿Se puede estar más excitada?

– Ponte aquí de pie.

Estoy mirando hacia la cama. Se inclina hacia delante y me susurra al oído:

– Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.

Madre mía.

Se aleja un momento y lo oigo coger algo cerca de la puerta. Tengo todos los sentidos hiperalerta; se me agudiza el oído. Ha cogido algo del colgador de los látigos y las palas que hay junto a la puerta. Madre mía. ¿Qué me va a hacer?

Lo noto a mi espalda. Me coge el pelo, me hace una coleta y empieza a trenzármelo.

– Aunque me gustan tus trencitas, Anastasia, estoy impaciente por tenerte, así que tendrá que valer con una -dice con voz grave, suave.

Me roza la espalda de vez en cuando con sus dedos hábiles mientras me hace la trenza, y cada caricia accidental es como una dulce descarga eléctrica en mi piel. Me sujeta el extremo con una goma, luego tira suavemente de la trenza de forma que me veo obligada a pegarme a su cuerpo. Tira de nuevo, esta vez hacia un lado, y yo ladeo la cabeza y le doy acceso a mi cuello. Se inclina y me lo llena de pequeños besos, recorriéndolo desde la base de la oreja hasta el hombro con los dientes y la lengua. Tararea en voz baja mientras lo hace y el sonido me resuena por dentro. Justo ahí… ahí abajo, en mis entrañas. Gimo suavemente sin poder evitarlo.

– Calla -dice respirando contra mi piel.

Levanta las manos delante de mí; sus brazos acarician los míos. En la mano derecha lleva un látigo de tiras. Recuerdo el nombre de mi primera visita a este cuarto.

– Tócalo -susurra, y me suena como el mismísimo diablo.

Mi cuerpo se incendia en respuesta. Tímidamente, alargo el brazo y rozo los largos flecos. Tiene muchas frondas largas, todas de suave ante con pequeñas cuentas en los extremos.

– Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice.

Ay, dice que no me va a doler.

– ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?

– Eh… «amarillo» y «rojo», señor -susurro.

– Buena chica.

Deja el látigo sobre la cama y me pone las manos en la cintura.

– No las vas a necesitar -me susurra.

Entonces me agarra las bragas y me las baja del todo. Me las saco torpemente por los pies, apoyándome en el recargado poste.

– Estate quieta -me ordena, luego me besa el trasero y me da dos pellizquitos; me tenso-. Túmbate. Boca arriba -añade, dándome una palmada fuerte en el trasero que me hace respingar.

Me apresuro a subirme al colchón duro y rígido y me tumbo, mirando a Christian. Noto en la piel el satén suave y frío de la sábana. Lo veo impasible, salvo por la mirada: en sus ojos brilla una emoción contenida.

– Las manos por encima de la cabeza -me ordena, y le obedezco.

Dios… mi cuerpo está sediento de él. Ya lo deseo.

Se vuelve y, por el rabillo del ojo, lo veo dirigirse de nuevo a la cómoda y volver con el iPod y lo que parece un antifaz para dormir, similar al que usé en mi vuelo a Atlanta. Al pensarlo, me dan ganas de sonreír, pero no consigo que los labios me respondan. La impaciencia me consume. Sé que mi rostro está completamente inmóvil y que lo miro con los ojos como platos.

Se sienta al borde de la cama y me enseña el iPod. Lleva conectados unos auriculares y tiene una extraña antena. Qué raro… Ceñuda, intento averiguar para qué es.

– Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod -dice, dando unos golpecitos en la pequeña antena y respondiendo así a mi pregunta no formulada-. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.

Me dedica su habitual sonrisa de «Yo sé algo que tú no» y me enseña un pequeño dispositivo plano que parece una calculadora modernísima. Se inclina sobre mí, me mete con cuidado los auriculares de botón en los oídos y deja el iPod sobre la cama por encima de mi cabeza.

– Levanta la cabeza -me ordena, y lo hago inmediatamente.

Despacio, me pone el antifaz, pasándome el elástico por la nuca. Ya no veo. El elástico del antifaz me sujeta los auriculares. Lo oigo levantarse de la cama, pero el sonido es apagado. Me ensordece mi propia respiración, entrecortada y errática, reflejo de mi nerviosismo. Christian me coge el brazo izquierdo, me lo estira con cuidado hasta la esquina izquierda de la cama y me abrocha la muñequera de cuero. Cuando termina, me acaricia el brazo entero con sus largos dedos. ¡Oh! La caricia me produce una deliciosa sensación entre el escalofrío y las cosquillas. Lo oigo rodear la cama despacio hasta el otro lado, donde me coge el brazo derecho para atármelo. De nuevo pasea sus dedos largos por él. Madre mía, estoy a punto de estallar. ¿Por qué resulta esto tan erótico?

Se desplaza a los pies de la cama y me coge ambos tobillos.

– Levanta la cabeza otra vez -me ordena.

Obedezco, y me arrastra de forma que los brazos me quedan completamente extendidos y casi tirantes por las muñequeras. Dios… no puedo mover los brazos. Un escalofrío de inquietud mezclado con una tentadora excitación me recorre el cuerpo entero y me pone aún más húmeda. Gruño. Separándome las piernas, me ata primero el tobillo derecho y luego el izquierdo, de modo que quedo bien sujeta, abierta de brazos y piernas, y completamente a su merced. Me desconcierta no poder verlo. Escucho con atención… ¿qué hace? No oigo nada, solo mi respiración y los fuertes latidos de mi corazón, que bombea la sangre con furia contra mis tímpanos.

De pronto, el suave silbido del iPod cobra vida. Desde dentro de mi cabeza, una sola voz angelical canta sin acompañamiento una nota larga y dulce, a la que se une de inmediato otra voz y luego más -madre mía, un coro celestial-, cantando a capela un himnario antiquísimo. ¿Cómo se llama esto? Jamás he oído nada semejante. Algo casi insoportablemente suave se pasea por mi cuello, deslizándose despacio por la clavícula, por los pechos, acariciándome, irguiéndome los pezones… es suavísimo, inesperado. ¡Algo de piel! ¿Un guante de pelo?

Christian pasea la mano, sin prisa y deliberadamente, por mi vientre, trazando círculos alrededor de mi ombligo, luego de cadera a cadera, y yo trato de adivinar adónde irá después, pero la música metida en mi cabeza me transporta. Sigue la línea de mi vello púbico, pasa entre mis piernas, por mis muslos; baja por uno, sube por el otro, y casi me hace cosquillas, pero no del todo. Se unen más voces al coro celestial, cada una con fragmentos distintos, fundiéndose gozosa y dulcemente en una melodía mucho más armoniosa que nada que yo haya oído antes. Pillo una palabra -«deus»- y me doy cuenta de que cantan en latín. El guante de pelo sigue bajándome por los brazos, acariciándome la cintura, subiéndome de nuevo por los pechos. Su roce me endurece los pezones y jadeo, preguntándome adónde irá su mano después. De pronto, el guante de pelo desaparece y noto que las frondas del látigo de tiras fluyen por mi piel, siguiendo el mismo camino que el guante, y me resulta muy difícil concentrarme con la música que suena en mi cabeza: es como un centenar de voces cantando, tejiendo un tapiz etéreo de oro y plata, exquisito y sedoso, que se mezcla con el tacto del suave ante en mi piel, recorriéndome… Madre mía. Súbitamente, desaparece. Luego, de golpe, un latigazo seco en el vientre.