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Este hombre me necesita. Su temor es obvio y manifiesto, pero está perdido… en algún lugar en su oscuridad. Su mirada es la de un hombre asustado, triste y torturado. Yo puedo aliviarlo, acompañarlo momentáneamente en su oscuridad y llevarlo hacia la luz.

– Enséñamelo -le susurro.

– ¿El qué?

– Enséñame cuánto puede doler.

– ¿Qué?

– Castígame. Quiero saber lo malo que puede llegar a ser.

Christian se aparta de mí, completamente confundido.

– ¿Lo intentarías?

– Sí. Te dije que lo haría.

Pero mi motivo es otro. Si hago esto por él, quizá me deje tocarlo.

Me mira extrañado.

– Ana, me confundes.

– Yo también estoy confundida. Intento entender todo esto. Así sabremos los dos, de una vez por todas, si puedo seguir con esto o no. Si yo puedo, quizá tú…

Mis propias palabras me traicionan y él me mira espantado. Sabe que me refiero a lo de tocarlo. Por un instante, parece consternado, pero entonces asoma a su rostro una expresión resuelta, frunce los ojos y me mira especulativo, como sopesando las alternativas.

De repente me agarra con fuerza por el brazo, da media vuelta, me saca del salón y me lleva arriba, al cuarto de juegos. Placer y dolor, premio y castigo… sus palabras de hace ya tanto tiempo resuenan en mi cabeza.

– Te voy a enseñar lo malo que puede llegar a ser y así te decides. -Se detiene junto a la puerta-. ¿Estás preparada para esto?

Asiento, decidida, y me siento algo mareada y débil al tiempo que palidezco.

Abre la puerta y, sin soltarme el brazo, coge lo que parece un cinturón del colgador de al lado de la puerta, antes de llevarme al banco de cuero rojo del fondo de la habitación.

– Inclínate sobre el banco -me susurra.

Vale. Puedo con esto. Me inclino sobre el cuero suave y mullido. Me ha dejado quedarme con el albornoz puesto. En algún rincón silencioso de mi cerebro, estoy vagamente sorprendida de que no me lo haya hecho quitar. Maldita sea, esto me va a doler, lo sé.

– Estamos aquí porque tú has accedido, Anastasia. Además, has huido de mí. Te voy a pegar seis veces y tú vas a contarlas conmigo.

¿Por qué no lo hace ya de una vez? Siempre tiene que montar el numerito cuando me castiga. Pongo los ojos en blanco, consciente de que no me ve.

Levanta el bajo del albornoz y, no sé bien por qué, eso me resulta más íntimo que ir desnuda. Me acaricia el trasero suavemente, pasando la mano caliente por ambas nalgas hasta el principio de los muslos.

– Hago esto para que recuerdes que no debes huir de mí, y, por excitante que sea, no quiero que vuelvas a hacerlo nunca más -susurra.

Soy consciente de la paradoja. Yo corría para evitar esto. Si me hubiera abierto los brazos, habría corrido hacia él, no habría huido de él.

– Además, me has puesto los ojos en blanco. Sabes lo que pienso de eso.

De pronto ha desaparecido ese temor nervioso y crispado de su voz. Él ha vuelto de dondequiera que estuviese. Lo noto en su tono, en la forma en que me apoya los dedos en la espalda, sujetándome, y la atmósfera de la habitación cambia por completo.

Cierro los ojos y me preparo para el golpe. Llega con fuerza, en todo el trasero, y la dentellada del cinturón es tan terrible como temía. Grito sin querer y tomo una bocanada enorme de aire.

– ¡Cuenta, Anastasia! -me ordena.

– ¡Uno! -le grito, y suena como un improperio.

Me vuelve a pegar y el dolor me resuena pulsátil por toda la marca del cinturón. Santo Dios… esto duele.

– ¡Dos! -chillo.

Me hace bien chillar.

Su respiración es agitada y entrecortada, la mía es casi inexistente; busco desesperadamente en mi psique alguna fuerza interna. El cinturón se me clava de nuevo en la carne.

– ¡Tres!

Se me saltan las lágrimas. Dios, esto es peor de lo que pensaba, mucho peor que los azotes. No se está cortando nada.

– ¡Cuatro! -grito cuando el cinturón se me vuelve a clavar en las nalgas. Las lágrimas ya me corren por la cara. No quiero llorar. Me enfurece estar llorando. Christian me vuelve a pegar.

– ¡Cinco! -Mi voz es un sollozo ahogado, estrangulado, y en este momento creo que lo odio. Uno más, puedo aguantar uno más. Siento que el trasero me arde.

– ¡Seis! -susurro cuando vuelvo a sentir ese dolor espantoso, y lo oigo soltar el cinturón a mi espalda, y me estrecha en sus brazos, sin aliento, todo compasión… y yo no quiero saber nada de él-. Suéltame… no…

Intento zafarme de su abrazo, apartarme de él. Me revuelvo.

– ¡No me toques! -le digo con furia contenida.

Me enderezo y lo miro fijamente, y él me observa espantado, aturdido, como si yo fuera a echar a correr. Me limpio rabiosa las lágrimas de los ojos con el dorso de las manos y le lanzo una mirada feroz.

– ¿Esto es lo que te gusta de verdad? ¿Verme así?

Me restriego la nariz con la manga del albornoz.

Me observa desconcertado.

– Eres un maldito hijo de puta.

– Ana -me suplica, conmocionado.

– ¡No hay «Ana» que valga! ¡Tienes que solucionar tus mierdas, Grey!

Dicho esto, doy media vuelta, salgo del cuarto de juegos y cierro la puerta despacio.

Agarrada al pomo, sin volverme, me recuesto un instante en la puerta. ¿Adónde voy? ¿Salgo corriendo? ¿Me quedo? Estoy furiosa, las lágrimas me corren por las mejillas y me las limpio con rabia. Solo quiero acurrucarme en algún sitio. Acurrucarme y recuperarme de algún modo. Sanar mi fe destrozada y hecha añicos. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Pues claro que duele.

Tímidamente, me toco el trasero. ¡Aaah! Duele. ¿Adónde voy? A su cuarto, no. A mi cuarto, o el que será mi cuarto… no, es mío… era mío. Por eso quería que tuviera uno. Sabía que iba a querer distanciarme de él.

Me encamino con paso rígido en esa dirección, consciente de que puede que Christian me siga. El dormitorio aún está a oscuras; el amanecer no es más que un susurro en el horizonte. Me meto torpemente en la cama, procurando no apoyarme en el trasero sensible y dolorido. Me dejo el albornoz puesto, envolviéndome con fuerza en él, me acurruco y entonces me dejo ir… sollozando con fuerza contra la almohada.

¿En qué estaba pensando? ¿Por qué he dejado que me hiciera eso? Quería entrar en el lado oscuro para saber lo malo que podía llegar a ser, pero es demasiado oscuro para mí. Yo no puedo con esto. Pero es lo que él quiere; esto es lo que le excita de verdad.

Esto sí que es despertar a la realidad, y de qué manera… Lo cierto es que él me lo ha advertido una y otra vez. Christian no es normal. Tiene necesidades que yo no puedo satisfacer. Me doy cuenta ahora. No quiero que vuelva a pegarme así nunca más. Pienso en el par de veces en que me ha golpeado y en lo suave que ha sido conmigo en comparación. ¿Le bastará con eso? Lloro aún más fuerte contra la almohada. Lo voy a perder. No querrá estar conmigo si no puedo darle esto. ¿Por qué, por qué, por qué he tenido que enamorarme de Cincuenta Sombras? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo amar a José, o a Paul Clayton, o a alguien como yo?

Ay, lo alterado que estaba cuando me he ido. He sido muy cruel, la saña con que me ha pegado me ha dejado conmocionada… ¿me perdonará? ¿Lo perdonaré yo? Mi cabeza es un auténtico caos confuso; los pensamientos resuenan y retumban en su interior. Mi subconsciente menea la cabeza con tristeza y la diosa que llevo dentro ha desaparecido por completo. Qué día tan terrrible y aciago para mi alma. Me siento tan sola. Necesito a mi madre. Recuerdo sus palabras de despedida en el aeropuerto: «Haz caso a tu corazón, cariño, y, por favor, procura no darle demasiadas vueltas a las cosas. Relájate y disfruta. Eres muy joven, cielo. Aún te queda mucha vida por delante, vívela. Te mereces lo mejor».

He hecho caso a mi corazón y ahora tengo el culo dolorido y el ánimo destrozado. Tengo que irme. Eso es… tengo que irme. Él no me conviene y yo no le convengo a él. ¿Cómo vamos a conseguir que esto funcione? La idea de no volver a verlo casi me ahoga… mi Cincuenta Sombras.