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Porque tú no me quieres como te quiero yo.

– Ana, quédate esas cosas, por favor.

– Christian, no quiero discutir. Solo necesito el dinero.

Entorna los ojos, pero ya no me intimida. Bueno, solo un poco. Lo miro impasible, sin pestañear ni acobardarme.

– ¿Te vale un cheque? -dice mordaz.

– Sí. Creo que podré fiarme.

Christian no sonríe, se limita a dar media vuelta y meterse en su estudio. Echo un último vistazo detenido al piso, a los cuadros de las paredes, todos abstractos, serenos, modernos… fríos incluso. Muy propio, pienso distraída. Mis ojos se dirigen hacia el piano. Mierda… si hubiera cerrado la boca, habríamos hecho el amor encima del piano. No, habríamos follado encima del piano. Bueno, yo habría hecho el amor. La idea se impone con tristeza en mi pensamiento y en lo que queda de mi corazón. Él nunca me ha hecho el amor, ¿no? Para él siempre ha sido follar.

Vuelve y me entrega un sobre.

– Taylor consiguió un buen precio. Es un clásico. Se lo puedes preguntar a él. Te llevará a casa.

Señala con la cabeza por encima de mi hombro. Me vuelvo y veo a Taylor en el umbral de la puerta, trajeado e impecable como siempre.

– No hace falta. Puedo irme sola a casa, gracias.

Me vuelvo para mirar a Christian y veo en sus ojos la furia apenas contenida.

– ¿Me vas a desafiar en todo?

– ¿Por qué voy a cambiar mi manera de ser?

Me encojo levemente de hombros, como disculpándome.

Él cierra los ojos, frustrado, y se pasa la mano por el pelo.

– Por favor, Ana, deja que Taylor te lleve a casa.

– Iré a buscar el coche, señorita Steel -anuncia Taylor en tono autoritario.

Christian le hace un gesto con la cabeza, y cuando me giro hacia él, ya ha desaparecido.

Me vuelvo a mirar a Christian. Estamos a menos de metro y medio de distancia. Avanza e, instintivamente, yo retrocedo. Se detiene y la angustia de su expresión es palpable; los ojos le arden.

– No quiero que te vayas -murmura con voz anhelante.

– No puedo quedarme. Sé lo que quiero y tú no puedes dármelo, y yo tampoco puedo darte lo que tú quieres.

Da otro paso hacia delante y yo levanto las manos.

– No, por favor. -Me aparto de él. No pienso permitirle que me toque ahora, eso me mataría-. No puedo seguir con esto.

Cojo la maleta y la mochila y me dirijo al vestíbulo. Me sigue, manteniendo una distancia prudencial. Pulsa el botón de llamada del ascensor y se abre la puerta. Entro.

– Adiós, Christian -murmuro.

– Adiós, Ana -dice a media voz, y su aspecto es el de un hombre completamente destrozado, un hombre inmensamente dolido, algo que refleja cómo me siento por dentro.

Aparto la mirada de él antes de que pueda cambiar de opinión e intente consolarlo.

Se cierran las puertas del ascensor, que me lleva hasta las entrañas del sótano y de mi propio infierno personal.

Taylor me sostiene la puerta y entro en la parte de atrás del coche. Evito el contacto visual. El bochorno y la vergüenza se apoderan de mí. Soy un fracaso total. Confiaba en arrastrar a mi Cincuenta Sombras a la luz, pero la tarea ha resultado estar más allá de mis escasas habilidades. Intento con todas mis fuerzas mantener a raya mis emociones. Mientras salimos a Fourth Avenue, miro sin ver por la ventanilla, y la enormidad de lo que acabo de hacer se abate poco a poco sobre mí. Mierda… lo he dejado. Al único hombre al que he amado en mi vida. El único hombre con el que me he acostado. Un dolor desgarrador me parte en dos, gimo y revientan las compuertas. Las lágrimas empiezan a rodar inoportuna e involuntariamente por mis mejillas; me las seco precipitadamente con los dedos, mientras hurgo en el bolso en busca de las gafas de sol. Cuando nos detenemos en un semáforo, Taylor me tiende un pañuelo de tela. No dice nada, ni me mira, y yo lo acepto agradecida.

– Gracias -musito, y ese pequeño acto de bondad es mi perdición.

Me recuesto en el lujoso asiento de cuero y lloro.

El apartamento está tristemente vacío y resulta poco acogedor. No he vivido en él lo suficiente para sentirme en casa. Voy directa a mi cuarto y allí, colgando flácidamente del extremo de la cama, está el triste y desinflado globo con forma de helicóptero: Charlie Tango, con el mismo aspecto, por dentro y por fuera, que yo. Lo arranco furiosa de la barra de la cama, tirando del cordel, y me abrazo a él. Ay… ¿qué he hecho?

Me dejo caer sobre la cama, con zapatos y todo, y lloro desconsoladamente. El dolor es indescriptible… físico y mental… metafísico… lo siento por todo mi ser y me cala hasta la médula. Sufrimiento. Esto es sufrimiento. Y me lo he provocado yo misma. Desde lo más profundo me llega un pensamiento desagradable e inesperado de la diosa que llevo dentro, que tuerce la boca con gesto despectivo: el dolor físico de las dentelladas del cinturón no es nada, nada, comparado con esta devastación. Me acurruco, abrazándome con desesperación al globo casi desinflado y al pañuelo de Taylor, y me abandono al sufrimiento.

E. L. James

E. L. James ha desempeñado varios cargos ejecutivos en televisión. Está casada, tiene dos hijos y vive en Londres. De niña, soñaba con escribir historias que cautivaran a los lectores, pero postergó sus sueños para dedicarse a la familia y a su carrera. Finalmente reunió el coraje para escribir su primera novela, Cincuenta sombras de Grey. Es también la autora de Cincuenta sombras más oscuras y Cincuenta sombras liberadas. Con motivo del fenómeno editorial que ha supuesto la trilogía «Cincuenta sombras», con gran repercusión en los medios y que ya ha vendido millones de ejemplares, la revista Time ha nombrado a E.L. James una de las cien personas más influyentes del año. Los derechos de traducción se han vendido a cuarenta países, y Universal Pictures y Focus Features han comprado los derechos cinematográficos.

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