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¡Oh, no! Mi subconsciente cierra de golpe las Obras completas de Charles Dickens, salta del sofá y pone los brazos en jarras.

– ¡No, no y no! -chillo.

– Señora Grey, si se hace algo, mejor hacerlo bien. Levanta las caderas. -Sus ojos son del color gris de una tormenta de verano.

– ¡Christian! No me vas a afeitar.

Ladea la cabeza.

– ¿Y por qué no?

Me ruborizo… ¿no es obvio?

– Porque… es demasiado…

– ¿Íntimo? -termina mi frase-. Ana, estoy deseando tener intimidad contigo, ya lo sabes. Además, después de todo lo que hemos hecho, no sé por qué te pones pudorosa ahora. Me conozco esa parte de tu cuerpo mejor que tú.

Le miro con la boca abierta. Pero qué arrogante. Aunque es cierto que lo conoce bien, pero aun así…

– ¡No está bien! -Sueno remilgada y quejica.

– Claro que está bien… y es excitante.

¿Excitante? ¿Ah, sí?

– ¿Esto te excita? -No puedo evitar el tono de asombro.

Él ríe burlón.

– ¿Es que no lo ves? -pregunta señalando su erección con la cabeza-. Quiero afeitarte -me susurra.

Oh, qué demonios… Me tumbo y me tapo la cara con un brazo; no quiero mirar.

– Si eso te hace feliz, Christian, hazlo. Eres un pervertido, ¿lo sabías? -le digo a la vez que levanto las caderas y él coloca la toalla bajo mi culo. Me da un beso en la parte interior del muslo.

– Nena, qué razón tienes.

Oigo el ruido del agua cuando moja la brocha en el vaso y después el susurro de la brocha al impregnarla de jabón. Me coge el tobillo izquierdo y me abre las piernas. La cama se hunde cuando se sienta entre ellas.

– Ahora mismo tengo muchas ganas de atarte -me dice.

– Prometo quedarme quieta.

– Vale.

Doy un respingo cuando me pasa la brocha llena de jabón sobre el hueso púbico. Está templada. El agua del vaso debe de estar caliente. Me revuelvo un poco. Me hace cosquillas… pero me gusta.

– No te muevas -me ordena Christian y vuelve a pasar la brocha-. O te ato -añade en tono amenazante y un escalofrío me recorre la espalda.

– ¿Has hecho esto antes? -le pregunto cuando va a coger la maquinilla.

– No.

– Oh. Qué bien. -Sonrío.

– Otra primera vez, señora Grey.

– Mmm. Me gustan las primeras veces.

– A mí también. Allá voy. -Con una suavidad que me sorprende pasa la maquinilla por esa piel tan sensible-. Quédate muy quieta -dice en un tono distraído y sé que es porque está muy concentrado en lo que tiene entre manos. Solo tarda unos minutos. Después coge la toalla y me quita con ella el jabón sobrante-. Ya. Ahora está mejor -dice para sí. Yo levanto el brazo para mirarle y él se sienta para admirar su obra.

– ¿Ya estás contento? -le pregunto con voz ronca.

– Sí, mucho. -Me sonríe con malicia y mete lentamente un dedo en mi interior.

– Fue divertido -dice con un brillo burlón en los ojos.

– Tal vez para ti. -Intento hacer un mohín, pero tengo que reconocer que tiene razón. Fue… excitante.

– Me parece recordar que lo que pasó después fue muy satisfactorio.

Christian vuelve a su afeitado. Yo me miro los dedos. Sí que lo fue. No tenía ni idea de que la ausencia de vello púbico podía hacer que fuera tan diferente.

– Oye, que te estaba tomando el pelo. ¿No es eso lo que hacen los maridos cuando están perdidamente enamorados de sus mujeres? -Christian me levanta la barbilla y me mira. Sus ojos están llenos de aprensión mientras intenta leer mi expresión.

Mmm… Ha llegado el momento de la revancha.

– Siéntate -le ordeno.

Él se me queda mirando sin comprender. Le empujo suavemente para que se siente en el único taburete blanco que hay en el baño. Obedece, perplejo, y yo le quito la maquinilla.

– Ana… -empieza a decir cuando se da cuenta de mis intenciones. Yo me acerco y le beso.

– Echa atrás la cabeza -le pido.

Él duda.

– Donde las dan las toman, señor Grey.

Se me queda mirando con una incredulidad divertida y a la vez cauta.

– ¿Sabes lo que haces? -me pregunta con voz grave. Niego con la cabeza de una forma deliberadamente lenta, intentando parecer lo más seria posible. Él cierra los ojos, niega también y al fin se rinde y deja caer hacia atrás la cabeza.

Vaya, me va a dejar que le afeite. Deslizo la mano entre el pelo húmedo de su frente y se lo agarro para que no se mueva. Él cierra los párpados con fuerza e inhala por la boca, abriendo un poco los labios. Muy despacio, le paso la maquinilla subiendo por el cuello hasta la barbilla, lo que revela una lengua de piel. Christian suelta el aire.

– ¿Creías que te iba a hacer daño?

– Nunca sé lo que vas a hacer, Ana, pero no… No intencionadamente al menos.

Vuelvo a pasar la maquinilla por su cuello, ensanchando la franja de piel sin jabón.

– Nunca te haría daño intencionadamente, Christian.

Abre los ojos y me rodea con los brazos mientras le paso la maquinilla con cuidado por la mejilla hasta el final de una de las patillas.

– Lo sé -me dice girando la cara para que pueda afeitarle el resto de la mejilla. Tras dos pasadas más termino.

– Se acabó, y no he derramado ni una gota de sangre -declaro sonriendo orgullosa.

Sube la mano por mi pierna, arrastrando mi camisón hasta el muslo, y me levanta para ponerme a horcajadas sobre su regazo. Mantengo el equilibrio apoyando las manos en sus brazos musculosos.

– ¿Quieres que te lleve a alguna parte hoy?

– A tomar el sol no, ¿verdad? -le digo arqueando una ceja mordaz.

Se humedece los labios en un gesto nervioso.

– No, hoy no tomamos el sol. Tal vez te apetezca hacer otra cosa. Hay un sitio que podríamos visitar…

– Bueno, como estoy llena de los chupetones que tú me has hecho, lo que me impide absolutamente cualquier actividad con poca ropa, ¿por qué no?

Decide sabiamente ignorar mi tono.

– Hay que conducir un buen trecho, pero por lo que he leído, merece la pena visitarlo. Mi padre también me recomendó que fuéramos. Es un pueblecito en lo alto de una colina que se llama Saint-Paul-de-Vence. Hay unas cuantas galerías en el pueblo. He pensado que podríamos comprar algún cuadro o alguna escultura para la casa nueva, si encontramos algo que nos guste.

Me echo un poco hacia atrás y le miro. Arte… Quiere comprar obras de arte. ¿Cómo voy a comprar yo arte?

– ¿Qué? -me pregunta.

– Yo no sé nada de arte, Christian.

Él se encoge de hombros y me sonríe indulgente.

– Solo vamos a comprar algo que nos guste. No estamos hablando de inversiones.

¿Inversiones? Oh…

– ¿Qué? -repite.

Niego con la cabeza.

– Ya sé que solo hemos visto los dibujos de la arquitecta… Pero no pasa nada por mirar, y además parece que es un pueblo medieval con mucho encanto.

Oh, la arquitecta. ¿Por qué ha tenido que recordármela…? Gia Matteo, una amiga de Elliot que ya reformó la casa de Christian en Aspen. Durante las reuniones para revisar los planos ha estado pegada a Christian como una lapa.

– ¿Qué te pasa ahora? -quiere saber Christian. Niego con la cabeza-. Dímelo -insiste.

¿Cómo le voy a decir que no me gusta Gia? Es irracional. No quiero ser la típica mujer celosa.

– ¿No seguirás enfadada por lo que hice ayer? -Suspira y entierra la cara entre mis pechos.

– No. Tengo hambre -le digo sabiendo que eso le distraerá del interrogatorio.

– ¿Y por qué no lo has dicho antes? -Me baja de su regazo y se pone de pie.

Saint-Paul-de-Vence es un pueblo medieval fortificado situado en la cumbre de una colina, uno de los lugares más pintorescos que he visto en mi vida. Paseo con Christian por las estrechas calles adoquinadas con la mano metida en el bolsillo de atrás de sus pantalones cortos. Taylor y Gaston o Philippe (no sé diferenciarlos) nos siguen unos pasos por detrás. Pasamos por una plaza cubierta de árboles en la que tres ancianos, uno de ellos tocado con una boina tradicional a pesar del calor, juegan a la petanca. El lugar está bastante lleno de turistas, pero me siento cómoda rodeada por el brazo de Christian. Hay tantas cosas que ver: estrechas callejas y pasajes que llevan a patios con intrincadas fuentes de piedra, esculturas antiguas y modernas y pequeñas tiendas y boutiques fascinantes.