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Gracias a guardianes bondadosos como ella, mi madre fue autorizada en varias ocasiones a pasar temporadas de pocos días en su casa. Aquello, no obstante, llegó a oídos de los Ting, y sus piadosas guardianas fueron sustituidas por una mujer de expresión amarga a la que mi madre no había visto nunca y que se dedicó a atormentarla y torturarla por el simple placer de hacerlo. Cuando le apetecía, obligaba a mi madre a salir al patio y permanecer doblada sobre sí misma durante horas. En invierno, solía forzarla a arrodillarse sobre un charco de agua fría hasta que se desvanecía. En dos ocasiones le aplicó un castigo conocido como el «banco del tigre»: mi madre era obligada a sentarse sobre un estrecho banco con las piernas extendidas frente a ella. A continuación, le ataban el torso a una columna y los muslos al banco de tal modo que le resultaba imposible mover o doblar las piernas. Por fin, iban introduciéndole ladrillos a presión bajo los tobillos. La intención era llegar a romperle las rodillas o los huesos de la cadera. Se trataba del mismo tormento con el que, veinte años antes, le habían amenazado en las cámaras de tortura del Kuomintang. El «banco del tigre», no obstante, hubo de cesar debido a que la guardiana necesitaba que los hombres la ayudaran a introducir los ladrillos; algunos la ayudaron a regañadientes en un par de ocasiones pero, al fin, terminaron por negarse a colaborar con ella. Algunos años después, se dictaminó que la mujer era una psicópata. Hoy en día se encuentra recluida en un hospital psiquiátrico.

Mi madre firmó numerosas «confesiones» en las que admitía haber simpatizado con la «vía capitalista». Sin embargo, rehusó denunciar a mi padre y negó todos los cargos de espionaje que se le imputaron, ya que sabía que habrían de llevar inevitablemente a incriminar a otras personas.

Con frecuencia se nos prohibía verla durante sus detenciones, y a veces ni siquiera sabíamos dónde se encontraba. En tales ocasiones, yo solía pasear por las cercanías de los lugares más probables con la esperanza de verla.

Hubo un período durante el que permaneció detenida en un cine vacío situado en la principal calle comercial de la ciudad. De cuando en cuando se nos permitía entregar a los guardianes algún paquete para ella o visitarla durante unos pocos minutos, si bien nunca a solas. Cada vez que coincidíamos con las horas de servicio de los guardianes más feroces nos veíamos obligadas a charlar bajo las gélidas miradas de los mismos. Un día de otoño de 1968 acudí a llevarle un paquete de comida y se me dijo que no podía ser aceptado. No me dieron motivo alguno, pero me ordenaron no volver a llevar nada más. Cuando mi abuela se enteró, sufrió un desvanecimiento, creyendo que mi madre había muerto.

Resultaba insoportable no saber qué le había pasado. Cogí de la mano a mi hermano Xiao-fang, quien a la sazón contaba seis años, y acudí al cine. Ambos nos dedicamos a pasear arriba y abajo frente a la puerta de la calle mientras escudriñábamos las ventanas del segundo piso. Desesperados, gritamos, «¡Madre! ¡Madre!» a pleno pulmón una y otra vez. Los viandantes nos miraban, pero yo hacía caso omiso de ellos. Tan sólo deseaba verla. Mi hermano se echó a llorar, pero mi madre no apareció.

Algunos años más tarde, me dijo que nos había oído. De hecho, su guardiana psicópata había entreabierto ligeramente la ventana para que nuestras voces llegaran hasta ella con más claridad. Le dijo que si aceptaba denunciar a mi padre y confesar que era una espía del Kuomintang nos llevarían junto a ella inmediatamente. «De otro modo -añadió la guardiana-, es posible que jamás salgas viva de este edificio.» Mi madre se negó, y durante la conversación mantuvo las uñas clavadas en la palma de sus manos para contener las lágrimas.

21. «Dar carbón en la nieve»

Mis hermanos y mis amigos (1967-1968)

Durante 1967 y 1968, Mao luchó por afianzar su sistema de poder personal y mantuvo a sus víctimas -entre ellas mis padres- en un estado de incertidumbre y sufrimiento. La angustia humana no le preocupaba. La existencia de la gente no se justificaba sino como medio para ayudarle a conseguir sus planes estratégicos. Su propósito, no obstante, no era el de llevar a cabo un genocidio, y mi familia, al igual que otras muchas víctimas, no se vio deliberadamente desprovista de alimentos. Mis padres continuaron recibiendo sus salarios todos los meses a pesar de que no sólo no estaban realizando trabajo alguno sino que estaban siendo denunciados y atormentados. La cantina principal del complejo funcionaba normalmente para permitir a los Rebeldes continuar con su revolución, y también nosotros, al igual que las familias de otros seguidores del capitalismo, podíamos obtener comida. Disfrutábamos de las mismas raciones estatales que el resto de los habitantes de las ciudades.

La revolución mantenía a gran parte de la población urbana en estado de espera. Mao quería que los habitantes lucharan, pero también que vivieran. Así, procuraba proteger a su inapreciable primer ministro Zhou Enlai para que mantuviera el funcionamiento normal de la economía. Sabía que necesitaba contar con otro administrador de calidad como reserva en caso de que algo le ocurriera a Zhou, por lo que mantuvo a Deng Xiaoping relativamente a salvo. No podía permitir que el país se derrumbara totalmente.

A medida que avanzaba la revolución, sin embargo, grandes sectores de la economía se paralizaron. La población urbana crecía en decenas de millones de personas, pero en las ciudades apenas se construían nuevas viviendas e instalaciones. Casi todo -desde la sal, la pasta de dientes y el papel higiénico hasta los alimentos y la ropa- hubo de ser racionado o desapareció por completo. En Chengdu faltó el azúcar durante un año, v durante seis meses fue imposible obtener una sola pastilla de jabón.

La escolarización se interrumpió a partir de junio de 1966. Los maestros o bien habían sido denunciados o bien estaban ocupados en la organización de sus propios grupos Rebeldes. La falta de escuelas implicaba la falta de control aunque, ¿qué podíamos hacer con nuestra libertad? Prácticamente no había libros, ni música, ni cine, ni teatro, ni museos ni casas de té; no había modo de mantenerse ocupado con excepción de los naipes, los cuales, a pesar de no haber sido oficialmente aprobados, comenzaron a reaparecer con gran cautela. A diferencia de lo sucedido en numerosas revoluciones, en la de Mao apenas había nada que hacer. Ni que decir tiene que la Guardia Roja se convirtió en la ocupación constante de numerosos jóvenes. El único modo en que éstos podían dar rienda suelta a su energía y su frustración consistía en celebrar violentas denuncias y enzarzarse en batallas físicas y verbales los unos con los otros.

El alistamiento en la Guardia Roja no era obligatorio. Tras la desintegración del sistema del Partido el control de los individuos se había relajado, y a la mayor parte de los habitantes se los dejaba en paz. Muchas personas se limitaban a permanecer ociosas en sus hogares, lo que entre otras cosas tenía como resultado el estallido de frecuentes rencillas. La amabilidad y cortesía de los días anteriores a la Revolución Cultural se vieron sustituidas por una actitud de hosquedad generalizada. Las discusiones callejeras con tenderos, conductores de autobús y peatones comenzaron a ser algo corriente. Otra de las consecuencias fue una explosión demográfica resultante de la falta de control sobre la natalidad. Durante la Revolución Cultural, la población china se incrementó en doscientos millones de personas.