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Ya de regreso en el colegio, los pocos maestros que habían evitado verse convertidos en víctimas habían dejado de impartir clases. No se atrevían. Todos los viejos libros de texto habían sido condenados y calificados de veneno burgués, y nadie había tenido valor suficiente para escribir otros nuevos. Así pues, nos limitábamos a permanecer sentados en clase recitando artículos de Mao y leyendo los editoriales del Diario del Pueblo. Cantábamos canciones compuestas por citas de Mao o nos reuníamos para bailar «danzas de lealtad» en las que girábamos blandiendo nuestro Pequeño Libro Rojo.

La obligatoriedad de las «danzas de lealtad» había sido una de las principales imposiciones ordenadas por los Comités Revolucionarios de toda China. La realización de aquellas contorsiones absurdas era obligatoria en todos sitios: en escuelas, fábricas, calles, tiendas, andenes de ferrocarril e incluso en los hospitales para aquellos pacientes aún capaces de moverse.

En conjunto, el equipo de propaganda enviado a mi escuela se mostró relativamente benévolo. No así otros. El que ocupó la Universidad de Chengdu había sido personalmente escogido por los Ting debido a que allí había estado instalado el cuartel general de sus enemigos, el Chengdu Rojo. Yan y Yong fueron de los que peor lo pasaron. Los Ting ordenaron al equipo de propaganda que presionara a ambos para denunciar a mi padre, pero ellos se negaron. Posteriormente, revelaron a mi madre que admiraban tanto el valor de mi padre que habían decidido plantar cara.

A finales de 1968, todos los estudiantes de las universidades chinas habían sido sumariamente «graduados» en masa sin examen alguno; a todos se les habían asignado trabajos y posteriormente habían sido dispersados por todos los confines del país. Yan y Yong fueron advertidos de que su futuro se vendría abajo si no denunciaban a mi padre. Ellos, sin embargo, siguieron en sus trece. Yan fue enviada a una pequeña mina de carbón situada en las montañas del este de Sichuan. Difícilmente podría haber hallado peor suerte, ya que las condiciones de trabajo eran notablemente primitivas y apenas existían normas de seguridad. Las mujeres, al igual que los hombres, se veían obligadas a arrastrarse a gatas pozo abajo para extraer los cestos de carbón. El destino de Yan se debió en parte a la retorcida retórica imperante en la época: la señora Mao había insistido en que las mujeres realizaran el mismo trabajo que los hombres, y una de las consignas del momento era un dicho de Mao según el cual «Las mujeres son capaces de sostener medio firmamento». Ellas, sin embargo, sabían que con aquellos privilegios de igualdad no habría quien las librara de realizar los más duros trabajos físicos.

Inmediatamente después de la expulsión de los estudiantes de las universidades, los alumnos de enseñanza media como yo descubrimos que habríamos de partir exiliados hacia zonas rurales remotas y montañosas para ocuparnos en pesadas labores agrarias. Mao pretendía hacer de mí una campesina para el resto de mis días.

22. «La reforma del pensamiento a través del trabajo»

Hacia los confínes del Himalaya (enero-junio de 1969)

En 1969, mis padres, mi hermana, mi hermano Jin-ming y yo fuimos expulsados de Chengdu uno detrás de otro y enviados a distintas partes de las regiones salvajes de Sichuan. Nos encontrábamos entre los millones de habitantes urbanos que habrían de partir hacia el exilio. De este modo, los jóvenes no andarían vagando por las ciudades sin otra cosa que hacer que crear problemas por puro aburrimiento, y los adultos como mis padres tendrían un «futuro». Estos últimos formaban parte de la antigua administración, posteriormente reemplazada por los Comités Revolucionarios de Mao, y enviarles a realizar las duras tareas del campo constituía la solución más conveniente.

Según la retórica de Mao, se nos enviaba al campo «para nuestra reforma». Mao recomendaba «la reforma del pensamiento a través del trabajo» para todos, pero nunca llegó a aclarar la relación entre ambas cosas y, claro está, nadie le pidió que se explicara. La simple consideración de tal posibilidad hubiera equivalido a un delito de traición. Lo cierto es que en China todo el mundo sabía que los trabajos pesados, especialmente en el campo, habían de ser siempre considerados un castigo. Resultaba significativo que ninguno de los hombres de confianza del Presidente, miembros de los recientemente fundados Comités Revolucionarios u oficiales del Ejército -y muy pocos de sus hijos- tuvieran que realizarlos.

El primero de nosotros en ser expulsado fue mi padre. Poco después del Año Nuevo de 1969 fue enviado al condado de Miyi, situado en la región de Xichang, en la linde oriental del Himalaya, una región tan remota que hoy alberga la base de lanzamiento de satélites de China. Se encuentra a unos quinientos kilómetros de Chengdu, lo que entonces suponía cuatro días de viaje en camión, pues no había ferrocarril. En tiempos antiguos, la zona se había utilizado para abandonar allí a los exiliados, ya que se decía que sus montañas y sus aguas se encontraban impregnadas de un misterioso «aire maligno». Traducido al lenguaje actual, el «aire maligno» en cuestión eran sus enfermedades subtropicales. Se construyó un campo en el que acomodar a los antiguos funcionarios del Gobierno provincial. Había miles de campos como aquél extendidos por todo el país. Se llamaban «escuelas de cuadros», pero aparte del hecho de que no eran escuelas en absoluto, tampoco estaban reservados a funcionarios. Allí se enviaba también a escritores, intelectuales, científicos, maestros, médicos y actores que se habían tornado inútiles para el nuevo orden de ignorancia de Mao.

En lo que se refería a los funcionarios, no sólo se enviaba allí a seguidores del capitalismo como mi padre y otros enemigos de clase. La mayor parte de sus colegas Rebeldes fueron también expulsados, ya que el nuevo Comité Revolucionario de Sichuan no podía ni mucho menos acomodarlos a todos debido a que había ocupado sus puestos con militares y Rebeldes de otras procedencias, tales como obreros y estudiantes. La «reforma del pensamiento a través del trabajo» se convirtió en un método sumamente conveniente de quitarse de encima a los Rebeldes sobrantes. Del departamento de mi padre tan sólo unos pocos permanecieron en Chengdu. La señora Shau fue nombrada directora adjunta de Asuntos Públicos del Comité Revolucionario de Sichuan. Todas las organizaciones Rebeldes habían sido disueltas.

Las «escuelas de cuadros» no eran campos de concentración ni gulags, sino lugares aislados de detención en los que los internos disfrutaban de una libertad restringida y tenían que realizar trabajos pesados bajo estricta supervisión. Dado que en China todas las zonas cultivables se encuentran densamente pobladas, tan sólo en las zonas áridas o montañosas había el suficiente espacio para albergar a los exiliados de las ciudades. Los internos debían producir alimentos y automantenerse. Aunque aún recibían un salario, apenas había nada que pudieran comprar con él. Las condiciones de vida eran muy duras.

Mi padre fue liberado de su prisión en Chengdu pocos días antes de la partida con objeto de que pudiera prepararse para el viaje. Lo único que quería hacer era ver a mi madre. Ésta se encontraba aún detenida, y temía no volver a verla nunca más. Empleando el tono más humilde de que era capaz, escribió al Comité Revolucionario una carta en la que suplicaba autorización para verla, pero su solicitud fue denegada.

La sala de cine en la que se encontraba mi madre estaba en lo que había sido la principal calle comercial de Chengdu. Ahora, las tiendas aparecían medio vacías, pero el mercado negro de semiconductores que frecuentaba mi hermano Jin-ming no se hallaba muy lejos, y en algunas ocasiones había podido ver a mi madre caminando en fila con otros prisioneros a lo largo de la calle y transportando un cuenco y un par de palillos. La cantina del cine no funcionaba a diario, por lo que los detenidos tenían que salir de vez en cuando para ir a comer a otro lugar. Tras el descubrimiento de Jin-ming, pudimos ver a nuestra madre en algunas ocasiones tras esperar en la calle. Algunas veces no la veíamos en la fila de prisioneros, lo que nos consumía de ansiedad. Ignorábamos que se trataba de ocasiones en las que su psicópata guardiana había decidido castigarla negándole autorización para salir a comer. A veces, sin embargo, la veíamos al día siguiente, una más del silencioso grupo compuesto por unos doce hombres y mujeres de expresión lúgubre que, con la cabeza inclinada, caminaban mostrando sus brazaletes blancos, en los que aparecían escritos cuatro siniestros caracteres en tinta negra: «buey diabólico, serpiente demoníaca».