El siguiente sonido que distinguí fue el zumbido de algunas balas cercanas y el estrépito de algunas ventanas al romperse. El altavoz profirió el nombre de cierta organización Rebelde a la que exhortaba a rendirse. De otro modo, chillaba, los atacantes dinamitarían el edificio. Jin-ming irrumpió en el dormitorio. Varios hombres armados y protegidos por cascos fabricados con juncos penetraban apresuradamente en las habitaciones situadas frente a la mía, desde las que podía dominarse la entrada principal. Sin una palabra, corrieron a las ventanas, rompieron los cristales con las culatas de sus fusiles y comenzaron a disparar. Un hombre que parecía ser su comandante nos dijo con tono de urgencia que el edificio había albergado hasta entonces el cuartel general de la facción y que estaba siendo atacado por sus opositores. Más nos valía abandonarlo de inmediato, pero no por la escalera principal, pues ésta conducía a la puerta delantera. ¿Por dónde, entonces?
Frenéticamente, rasgamos las sábanas y edredones de la cama y construimos una especie de cuerda. Tras atar un extremo de ella al marco de la ventana, nos deslizamos hasta alcanzar el suelo, situado dos plantas más abajo. Apenas habíamos tocado el suelo cuando las balas comenzaron a silbar y a zumbar, incrustándose en el duro terreno embarrado que se extendía a nuestro alrededor. Doblados por la cintura, echamos a correr hacia el muro derruido y, tras salvarlo, continuamos corriendo durante largo rato hasta que nos sentimos lo bastante seguros como para detenernos. El firmamento y los campos de maíz comenzaban a dibujar pálidamente sus rasgos. Decidimos dirigirnos al domicilio de un amigo que vivía en una comuna próxima a donde nos encontrábamos con objeto de recuperar el aliento y decidir qué haríamos a continuación. A lo largo del camino nos enteramos por unos campesinos de que la casa de huéspedes había sido volada con explosivos.
Al llegar a su casa, descubrí que me estaba aguardando un mensaje. Poco tiempo después de marcharnos del pueblo de Nana en busca del paradero del registrador había llegado un telegrama dirigido a mí y procedente de Chengdu. Era mi hermana quien lo enviaba. Dado que ninguno de mis conocidos sabía dónde me hallaba, habían decidido abrirlo y transmitirse su contenido unos a otros de tal modo que el primero que me viera pudiera transmitírmelo.
Fue así como me enteré de que mi abuela había muerto.
23. «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves»
Sentada con Jin-ming en la orilla del río de las Arenas Doradas, me dispuse a aguardar la llegada del transbordador. Apoyé la cabeza en las manos y contemplé las agitadas aguas que se deslizaban frente a mí en su largo recorrido desde el Himalaya hasta el mar. Tras unirse con el río Min en Yibin, casi quinientos kilómetros más abajo, aquella corriente había de convertirse en el río más largo de China: el Yangtzé. Cuando ya se aproxima al final de su viaje, el Yangtzé se extiende formando numerosos meandros que riegan amplias zonas llanas de cultivo. Allí, en las montañas, sin embargo, la violencia de su torrente impedía construir un puente hasta la orilla opuesta. Los transbordadores constituían el único medio de comunicación entre la provincia de Sichuan y Yunnan, situada al Este. Todos los veranos, el caudaloso y turbulento río, alimentado por las aguas del deshielo, se cobraba varias vidas. Apenas unos días antes había engullido un transbordador en el que viajaban tres de mis compañeros de clase.
Estaba atardeciendo. Yo me sentía terriblemente enferma. Jin-ming había extendido su chaqueta sobre el terreno para que no tuviera que tumbarme sobre la hierba húmeda. Nuestro propósito era cruzar a Yunnan e intentar encontrar a alguien que nos llevara hasta Chengdu. Las carreteras que atravesaban Xichang estaban cortadas a causa de los combates entre las diversas facciones rebeldes, lo que nos obligaba a dar un rodeo. Nana y Wen se habían ofrecido para llevar a Chengdu tanto mi libro de registro y mi equipaje como los de Xiao-hong.
El transbordador avanzaba contra corriente impulsado por una docena de hombres robustos que remaban y cantaban al unísono. Cuando alcanzamos el centro del río, se detuvieron y dejaron que la nave flotara corriente abajo en dirección a la orilla de Yunnan. Sobre nosotros rompieron varias olas de gran tamaño, y me vi obligada, a aferrarme con fuerza a la borda mientras la embarcación escoraba impotente. Normalmente me hubiera sentido aterrorizada, pero entonces me hallaba entumecida y demasiado aturdida por la muerte de mi abuela.
Al llegar a Qiaojia, la población de la ribera de Yunnan, vimos un camión solitario detenido en un campo de baloncesto. El conductor aceptó de buen grado llevarnos en la parte trasera. Pasé todo el viaje devanándome los sesos intentando imaginar qué podría haber hecho para salvar a mi abuela. El camión avanzaba traqueteando, y en un momento determinado pasó junto a unos bosquecillos de bananos situados tras unas chozas de barro construidas al abrigo de aquellas montañas de cumbres nubosas. A la vista de sus enormes hojas, recordé el pequeño banano deshojado y plantado en un tiesto junto a la puerta del pabellón hospitalario de mi abuela en Chengdu. Cuando Bing venía a verme, solíamos sentarnos junto a él y permanecíamos charlando hasta bien entrada la noche. A mi abuela no le gustaba Bing debido a su sonrisa cínica y al trato despreocupado -y, según ella, irrespetuoso- que empleaba con los adultos. En dos ocasiones descendió tambaleándose por las escaleras para llamarme. En aquellos momentos me odiaba a mí misma por haberle causado ansiedad, pero no podía hacer nada por evitarlo. No podía controlar mis deseos de ver a Bing. ¡Cómo deseaba poder empezar de nuevo desde el principio! No habría hecho nada que la disgustara. Me hubiera limitado a asegurarme que recuperaba la salud… aunque ignoraba cómo lo hubiera conseguido.
Atravesamos Yibin. La carretera descendía rodeando la colina del Biombo Verde hasta la linde de la ciudad. Al contemplar los elegantes secoyas y los bosques de bambú, mi pensamiento se remontó a abril, a los días en que acababa de regresar a la calle del Meteorito procedente de Yibin. Le había contado entonces a mi abuela cómo un soleado día de primavera había acudido dispuesta a barrer la tumba del doctor Xia, situada en aquel costado de la colina. La tía Jun-ying me había dado algunos «dineros de plata» especiales para quemar junto a la sepultura. Dios sabe de dónde los habría sacado, ya que la costumbre había sido condenada como feudal. Durante horas, había buscado la tumba inútilmente. La ladera de la colina aparecía completamente asolada. Los guardias rojos habían arrasado el cementerio y habían destrozado las lápidas, ya que consideraban los enterramientos una práctica antigua. Nunca olvidaré la mirada de intensa esperanza que vi en los ojos de mi abuela cuando mencioné la visita y cómo ésta se ensombreció de inmediato al añadir estúpidamente que la tumba ya no existía. Su expresión de desilusión me persiguió desde entonces. Me hubiera dado de bofetadas por no haberle contado entonces una mentira piadosa, pero ya era demasiado tarde.
Cuando Jin-ming y yo llegamos a casa después de más de una semana de camino, tan sólo hallamos su cama vacía. Recordaba haberla visto tendida sobre ella, con sus cabellos sueltos -pero aún pulcramente arreglados- y sus mejillas hundidas, mordiéndose los labios con fuerza. Había soportado sus fuertes dolores con silencio y compostura, sin gritar ni agitarse en ningún momento, hasta el punto de que su estoicismo me había impedido comprender el alcance de su enfermedad.
Mi madre se encontraba detenida. El relato que Xiao-hei y Xiao-hong me ofrecieron de los últimos días de mi abuela me produjo tal angustia que me vi obligada a rogarles que se detuvieran. Pasaron varios años hasta que por fin me enteré de lo ocurrido durante mi ausencia. La abuela solía atender a algunas tareas caseras y a continuación regresaba a la cama y permanecía allí tendida con el rostro tenso, intentando combatir sus dolores. Murmuraba constantemente acerca de la inquietud que le producía mi viaje, y se preocupaba asimismo por mis hermanos pequeños. «¿Qué va a ser de los niños, ahora que no tienen escuelas?», solía suspirar.