Estaba tan preocupado que ni siquiera regresó a Yibin, sino que envió un mensaje a mi madre pidiéndole que se uniera a él tan pronto como le fuera posible. Las mujeres de su familia protestaron, afirmando que no cabía siquiera considerar un traslado de mi madre cuando hacía tan poco tiempo que había dado a luz, pero mi padre estaba aterrorizado por lo que pudiera hacer la señora Ting, y tan pronto como transcurrió el período de convalecencia puerperal envió a su guardaespaldas a Yibin para recogernos.
Se decidió que mi hermano Jin-ming permaneciera allí, ya que aún se le consideraba demasiado pequeño para viajar. Tanto su nodriza como la de mi hermana querían también quedarse para poder estar cerca de sus familias. Además, la nodriza de Jin-ming se había encariñado mucho con el niño y había pedido a mi madre que le permitiera quedarse con él. Mi madre se mostró de acuerdo, ya que tenía absoluta confianza en ella.
Mi madre, mi abuela, mi hermana y yo abandonamos Yibin una madrugada de finales de junio acompañadas de mi nodriza y el guardaespaldas. Provistas de nuestro escaso equipaje, que apenas bastaba para llenar un par de maletas, nos metimos todas en un jeep. En aquella época, los funcionarios del rango de mis padres no poseían patrimonio alguno fuera de unas cuantas prendas de vestir. Recorrimos diversos caminos de tierra llenos de baches y por la mañana llegamos a la ciudad de Neijiang. Era un día de calor sofocante, y tuvimos que esperar varias horas a que llegara el tren.
Cuando la locomotora entró por fin en la estación, decidí súbitamente que tenía que hacer mis necesidades, y mi nodriza hubo de tomarme en brazos y llevarme hasta el extremo del andén. Mi madre, temiendo que el tren partiera sin nosotras, intentó detenerla, pero ella, que nunca había visto un tren anteriormente y carecía del concepto de horario, se volvió hacia ella y dijo en tono majestuoso: «¿Es que no puede decirle al cochero que espere? Er-hong tiene que hacer pipí.» Creía que, al igual que ella, todo el mundo supeditaría sus necesidades a las mías.
Debido a la diferencia de categoría que nos separaba, hubimos de dividirnos en varios grupos al subir al tren. Mi madre se trasladó a un vagón de literas de segunda clase en compañía de mi hermana; mi abuela ocupó un asiento tapizado de otro vagón y mi nodriza y yo nos dirigimos a lo que se denominaba el «compartimento para mamas con niños», en el que ella disponía de un asiento y yo de una cuna. El guardaespaldas se instaló en un cuarto vagón de asientos duros.
A medida que el tren avanzaba lentamente resoplando, mi madre contemplaba los arrozales y las plantaciones de caña de azúcar. Los escasos campesinos que caminaban sobre las crestas de barro desnudos de cintura para arriba parecían medio dormidos bajo sus sombreros de paja de ala ancha. Los arroyos formaban un entramado por el que fluían a intervalos, obstruidos aquí y allá por diminutos diques de lodo que dirigían el agua al interior de las numerosas divisiones del arrozal.
Mi madre permanecía en un estado pensativo. Por segunda vez en cuatro años, ella, su marido y su familia se veían obligados a abandonar un lugar al que se sentían profundamente ligados. Primero había sido su ciudad de residencia, Jinzhou, y ahora era la de mi padre, Yibin. Al parecer, la revolución no había solucionado sus problemas. Por el contrario, había causado otros nuevos. Por primera vez, reflexionó vagamente acerca del hecho de que la revolución, en tanto que producto de los seres humanos, no podía sino verse obstaculizada por los fallos de éstos. Sin embargo, no se le ocurrió pensar que esa misma revolución hacía muy poco por resolver esos mismos problemas, ni tampoco que, de hecho, se sustentaba sobre algunos de ellos, acaso los más graves.
A primera hora de la tarde, cuando el tren ya se aproximaba a Chengdu, se sorprendió a sí misma anhelando la nueva vida que había de disfrutar allí. Había oído hablar mucho de Chengdu, en otros tiempos capital de un antiguo reino y conocida con el nombre de «La ciudad de la seda» debido a lo que constituía su producción más célebre. También la llamaban «La ciudad del hibisco», planta de la que se decía que llegaba a sepultar la ciudad con sus pétalos tras las tormentas de verano. Contaba entonces veintidós años. A su misma edad, sólo que aproximadamente veinte años antes, su madre vivía en una mansión de Manchuria, prácticamente en calidad de prisionera de su esposo, un señor de la guerra permanentemente ausente. Bajo la atenta mirada de los sirvientes, se había sentido entonces como juguete y propiedad de los hombres. Mi madre, al menos, era un ser humano independiente. Fueran cuales fuesen sus problemas, tenía la seguridad de que no cabía comparación alguna con la odisea de su madre como mujer de la antigua China. Se dijo a sí misma que tenía mucho que agradecer a la revolución comunista. A medida que el tren entraba en la estación de Chengdu, se sintió una vez más resuelta a lanzarse de lleno a la consecución de aquella gran causa.
10 . «El sufrimiento hará de vosotros mejores comunistas»
Mi padre fue a esperarnos a la estación. La atmósfera era de un aire estancado y opresivo, y mi madre y mi abuela estaban extenuadas por el traqueteo del coche la noche anterior y el agobiante calor que había inundado los vagones del tren durante todo el recorrido. Fuimos trasladadas a una casa de huéspedes propiedad del Gobierno provincial de Si-chuan que habría de constituir temporalmente nuestro alojamiento. El traslado de mi madre había sido tan súbito que aún no se le había asignado ningún puesto de trabajo ni había habido tiempo de organizar adecuadamente la cuestión de nuestra vivienda.
Chengdu era la capital de Sichuan, la provincia más populosa de China, con aproximadamente sesenta y cinco millones de habitantes. Era una ciudad grande en la que vivían más de medio millón de personas, y había sido fundada en el siglo V a.C. Marco Polo la había visitado en el siglo XIII y se había mostrado profundamente impresionado por su prosperidad. Su diseño era similar al de Pekín, con antiguos palacios y grandes puertas de entrada dispuestas según un eje Norte-Sur que dividía limpiamente la ciudad en dos partes, Este y Oeste. En 1953 había desbordado ya su diseño original y se encontraba dividida en tres distritos administrativos: oriental, occidental y suburbios.
Al cabo de pocas semanas de nuestra llegada, a mi madre le fue asignado un trabajo. Mi padre había sido consultado previamente al respecto pero -aún de acuerdo con las viejas tradiciones chinas- no así mi madre. Mi padre respondió que cualquier cosa serviría con tal de que no tuviera que trabajar directamente bajo sus órdenes, por lo que fue nombrada jefa del Departamento de Asuntos Públicos del Distrito Oriental de la ciudad. Dado que la unidad de trabajo de cada uno era la responsable de su alojamiento, le fueron asignadas habitaciones en un patio tradicional perteneciente a su departamento. Allí nos trasladamos todos menos mi padre, quien permaneció en la suite con que contaba en su oficina.
Nuestra vivienda formaba parte del mismo complejo en el que estaba la administración del Distrito Oriental. La mayoría de las oficinas gubernamentales habían sido instaladas en grandes mansiones confiscadas a los funcionarios del Kuomintang y a los terratenientes más acaudalados. Todos los empleados del Gobierno -incluidos los funcionarios de alto rango- vivían en su oficina. No se les permitía cocinar en casa, y siempre comían en la cantina. Allí acudían también para aprovisionarse de agua hervida que transportaban en termos.