Acudió a ver a Jin-ming en primer lugar. Cuando llegó, la maestra le dirigió una mirada gélida. Jin-ming, dijo, era uno de los pocos niños a los que nadie había ido a buscar los fines de semana. Mi padre apenas había acudido a verle, y nunca le había recogido para llevarle a casa. Alprincipio, Jin-ming había preguntado por «mamá Chen». «Ésa no es usted, ¿verdad?», preguntó. Mi madre confesó que «mamá Chen» había sido su nodriza. Más tarde, Jin-ming comenzó a ocultarse en una esquina de la habitación cada vez que llegaba el momento en que los otros padres venían a recoger a sus hijos. «Usted debe de ser su madrastra», dijo la maestra en tono acusador. Mi madre se sintió incapaz de explicarle la situación.
Cuando trajeron a Jin-ming, éste se alejó hasta un extremo de la habitación y rehusó acercarse a mi madre. Se limitó a quedarse allí, en silencio, negándose a mirar a mi madre con una expresión de rencor en el rostro. Mi madre sacó unos melocotones y, mientras comenzaba a pelarlos, le dijo que viniera a comérselos, pero Jin-ming no se movió. No tuvo más remedio que depositarlos sobre el pañuelo e impulsarlos hacia él por encima de la mesa. El niño esperó a que retirara la mano, y a continuación cogió uno de los melocotones y comenzó a devorarlo. Luego cogió el otro. En pocos segundos, los tres melocotones habían desaparecido. Por primera vez desde que la detuvieran, mi madre dejó correr las lágrimas.
Recuerdo la tarde en que vino a verme. Yo casi había cumplido ya los cuatro años de edad, y estaba en mi cuna de madera, rodeada de barrotes como si fuera una jaula. Bajaron uno de los costados para que mi madre pudiera sentarse y cogerme de la mano mientras me dormía. Yo, sin embargo, quería contarle todas mis aventuras y travesuras. Me preocupaba pensar que si me dormía volvería a desaparecer para siempre. Cada vez que pensaba que ya me había dormido e intentaba retirar la mano, yo la aferraba con más fuerza y comenzaba a llorar. Se quedó hasta casi la medianoche. Cuando se levantó, empecé a gritar, pero ella se marchó de todos modos. Yo entonces ignoraba que su «libertad bajo palabra» tocaba a su fin.
11. «Concluida la campaña antiderechista, nadie osa abrir la boca»
Debido a que ahora no teníamos nodrizas y a que mi madre tenía que presentarse todas las tardes por su situación de libertad vigilada nos vimos obligados a continuar en nuestros jardines de infancia. Después de todo, ella no hubiera podido ocuparse de nosotros. Estaba demasiado ocupada en su «carrera hacia el socialismo» -como rezaba una canción propagandística- con el resto de la sociedad china.
Durante su detención, Mao había acelerado su intento por transformar el rostro del país. En julio de 1955 ordenó un aceleramiento de la agricultura colectiva, y en noviembre anunció inesperadamente que la totalidad de la industria y el comercio -hasta entonces en manos privadas- sería nacionalizada.
Mi madre se vio inmersa de lleno en aquel movimiento. En teoría, el Estado había de actuar como copropietario de las empresas junto con sus antiguos dueños, quienes podrían embolsarse el cinco por ciento del valor de sus negocios durante veinte años. Dado que oficialmente no existía inflación, se suponía que con ello recuperaban el valor total de los mismos. Los antiguos dueños debían permanecer en sus puestos en calidad de directores y obtendrían una remuneración relativamente elevada, pero todos estarían sometidos a un jefe del Partido.
Mi madre fue puesta a cargo de un equipo de trabajo encargado de supervisar la nacionalización de más de un centenar de restaurantes y empresas alimentarias y panaderas de su distrito. Aún se hallaba en libertad vigilada; por ello, estaba obligada a presentarse todas las noches y ni siquiera se le permitía dormir en su propia cama. Sin embargo, no por ello dejaron de encomendarle tan importante tarea.
El Partido le había aplicado la estigmatizadora calificación de kong-zhi shi-yong, que significaba «empleada pero aún bajo control y vigilancia». Tal etiqueta no había sido hecha pública, pero ella y las personas encargadas de su caso la conocían. Los miembros de su equipo de trabajo sabían que había permanecido detenida durante seis meses, pero ignoraban que aún se hallara bajo vigilancia.
Cuando la detuvieron, mi madre había escrito a mi abuela pidiéndole que por el momento se quedara en Manchuria. Para ello había inventado una excusa, ya que no quería que su madre supiera que la habían detenido, pues ello la habría angustiado horriblemente.
Mi abuela aún estaba en Jinzhou cuando comenzó el programa de nacionalizaciones, por lo que se vio atrapada en él. Tras abandonar Jinzhou en compañía del doctor Xia en 1951, su negocio de farmacia había quedado a cargo de su hermano Yu-lin. Cuando el doctor Xia murió, en 1952, la propiedad del mismo pasó a ella. Ahora, el Estado proyectaba comprárselo. En todas las empresas se constituyó un grupo de miembros de equipos de trabajo y representantes de la dirección y de los empleados. Su función consistía en calcular el valor de cada negocio de tal modo que el Estado pudiera pagar un «precio justo» por el mismo. A menudo, para complacer a las autoridades, se sugerían cifras sumamente bajas. El valor que se aplicó al negocio del doctor Xia era ridiculamente modesto, pero en ello había una ventaja para mi abuela: significaba que quedaría clasificada como «capitalista de menor importancia», con lo que lograría no atraer la atención. No le agradó verse cuasi expropiada, pero no protestó por ello.
Dentro de su campaña de nacionalización, el régimen organizó procesiones en las que desfilaban tañedores de tambores y gongs, así como asambleas interminables, algunas de ellas reservadas a los capitalistas. Mi abuela advirtió que todos ellos se mostraban deseosos -casi agradecidos- de que les obligaran a vender sus negocios. Muchos decían que lo ocurrido era mucho mejor que lo que habían temido. Habían oído que en la Unión Soviética las empresas habían sido confiscadas sin más. Allí, en China, los dueños recibían una indemnización y, lo que es más importante, el Estado no les obligaba a ceder sus propiedades si no estaban de acuerdo. Por supuesto, todo el mundo lo estaba.
Mi abuela se sentía confusa acerca de cuáles deberían ser sus sentimientos: ignoraba si debía experimentar rencor hacia la causa por la que luchaba su hija o sentirse feliz, tal y como le recomendaban que hiciera. El negocio de la farmacia había nacido del arduo esfuerzo del doctor Xia, y había servido para alimentarla a ella y a su hija. Le costaba trabajo perderlo así, sin más.
Cuatro años antes, durante la guerra de Corea, el Gobierno había animado a la gente a que donara sus objetos de valor para contribuir a la compra de aviones de combate. Mi abuela no quería entregar las joyas que le habían regalado el general Xue y el doctor Xia y que en otras épocas habían constituido su única fuente de ingresos. Además, poseían para ella un fuerte valor sentimental. Sin embargo, mi madre unió su voz a la del Gobierno. Sentía que las alhajas se hallaban conectadas con un pasado ya anticuado y compartía la opinión del Partido, según la cual no eran sino el fruto de la explotación del pueblo, motivo por el cual debían ser devueltas a él. Invocó asimismo los argumentos habituales acerca de la necesidad de proteger a China de una invasión de los imperialistas de Estados Unidos, lo que para mi abuela no significaba gran cosa. Sus argumentos definitivos fueron: «Madre, ¿para qué quieres conservar estas cosas? Nadie se pone joyas hoy en día. Y tampoco tienes que depender de ellas para vivir. Ahora que tenemos el Partido Comunista, China nunca volverá a ser pobre. ¿Qué es lo que te inquieta? En cualquier caso, además, me tienes a mí. Yo cuidaré de ti. Nunca tendrás que volver a preocuparte de nada. Tengo que persuadir a muchas otras personas para que donen sus bienes. Forma parte de mi trabajo. ¿Cómo puedo esperar tal cosa de ellos si mi propia madre se niega a hacerlo?» Mi abuela se rindió. Habría hecho cualquier cosa por su hija. Entregó todas sus joyas, con excepción de un par de pulseras, unos pendientes de oro y un anillo del mismo metal que había recibido del doctor Xia como regalo de boda. Obtuvo del Gobierno un recibo por su donación y gran número de alabanzas por su celo patriótico.