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En consecuencia, el mundo se olvidó pronto de Rama. No así los astrónomos. La excitación de éstos aumentó con el correr de los meses, mientras el nuevo asteroide los obsequiaba con más y más enigmas.

Para empezar, estaba el problema de la curva de luz de Rama. No la tenía.

Todos los asteroides conocidos, sin excepción, mostraban una lenta variación en su brillo, que aumentaba y disminuía en un lapso de horas. Desde hacía más de dos siglos, esto se reconocía corno el resultado inevitable de su rotación y de su forma irregular. Mientras giraban a lo largo de sus órbitas, las superficies reflejadas que presentaban al Sol cambiaban de continuo y su brillo variaba correspondientemente Rama no mostraba tales cambios. 0 bien no giraba, o era perfectamente simétrico. Ambas explicaciones parecían improbables.

El asunto quedó así durante varios meses, porque no se podía distraer a ninguno de los grandes telescopios orbitales de su tarea regular de husmear en las remotas profundidades del universo. La astronomía del espacio era un hobby muy costoso, y utilizar uno de los grandes instrumentos podia fácilmente costar mil dólares el minuto. El doctor William Stenton jamás habría podido echar mano del “Miralejos” el reflector de doscientos metros durante todo un cuarto de hora, si un programa más importante no hubiera sido interrumpido temporalmente como consecuencia del fallo de un capacitador de cincuenta centavos. La mala suerte de un astrónomo fue su buena fortuna.

Stenton no supo qué era lo que había captado hasta el día siguiente, cuando consiguió tiempo de computadora para procesar los resultados obtenidos. Aun cuando éstos fueron finalmente proyectados en su pantalla, tardó varios minutos en comprender su significado.

La luz del sol reflejada sobre la superficie de Rama no era, en fin de cuentas, absolutamente constante en su intensidad. Existía una muy ligera variación, difícil de detectar pero inconfundible y extremadamente irregular. Como todos los otros asteroides, Rama giraba. Pero mientras el «dia» normal de un asteroide era de varias horas, el de Rama sólo duraba cuatro minutos.

Stenton hizo algunos cálculos rápidos, y halló muy dificil creer en los resultados. En su ecuador, ese mundo diminuto debía estar girando a más de mil kilómetros por hora. Sería muy poco saludable intentar un descenso en cualquier punto de Rama excepto en sus polos, ya que la fuerza centrífuga en el ecuador sería lo bastante poderosa como para sacudirse de encima cualquier objeto suelto a una aceleración de casi una gravedad. Rama era un canto rodado al que jamás habría podido adherirse ningún moho, cósmico. Asombraba pensar que un cuerpo semejante hubiese logrado mantenerse en el espacio, que no se hubiera desintegrado mucho antes en un millón de fragmentos.

Un objeto que media cuarenta kilómetros de largo, con un período de rotación de apenas cuatro minutos, ¿dónde encajaba «eso» dentro de¡ esquema astronómico? El doctor Stenton era un hombre un tanto imaginativo, también un tanto propenso a sacar conclusiones precipitadas. Ahora sacó una conclusión que le proporcionó unos minutos, en verdad, bastante incómodos.

El único ejemplar del zoológico celeste que encajaba con tal descripción era una estrella muerta. Tal vez Rama era eso, un sol muerto, una esfera de neutrones que giraba locamente, con un peso de billones de toneladas por cada centímetro cúbico.

Llegado a este punto en sus cavilaciones, pasó como un relámpago por la mente horrorizada de Stenton el recuerdo de aquel clásico de todos los tiempos, La Estrella de H. G. Wells. La había leído por primera vez siendo niño, y esa lectura estimuló su interés por la astronomía.

Después de más de dos siglos, la obra no había perdido nada de su magia y de su terror. jamás olvidaría las imágenes de violentos huracanes y olas gigantescas, de ciudades tragadas por el mar, mientras aquel otro visitante de las estrellas destrozaba a Júpiter y caía luego en dirección del sol rozando casi la Tierra. En verdad, la estrella que el viejo Wells. describía no era fría sino incandescente, y provocaba la mayor parte de la destrucción por el calor. Eso importaba poco; aun cuando Rama fuese un cuerpo frío que sólo reflejaba la luz del sol, podía destruir por la fuerza de gravedad tan fácilmente como por medio del fuego.

Cualquier masa estelar que se introdujera en el sistema solar alteraría por completo las órbitas de los planetas. La Tierra sólo tenia que moverse unos pocos millones de kilómetros hacia el sol —o hacia las estrellas para que el delicado equilibrio del clima se rompiera. Los hielos antárticos se derretirían anegando las tierras bajas, o los océanos se helarían y el mundo entero quedaría envuelto en un eterno invierno. Un simple empujoncito en una u otra dirección bastaría…

Luego Stenton se relajó y lanzó un suspiro de alivio.

Qué tontería; debería avergonzarse de sí mismo.

Rama no podía en manera alguna estar formado de materia condensada. Ninguna masa del tamaño de una estrella podía penetrar tan profundamente en el sistema solar sin producir perturbaciones que hubieran revelado su existencia mucho antes. Las órbitas de todos los planetas habrían sido afectadas; no de otra manera, a fin de cuentas, se habla efectuado el descubrimiento de Neptuno, Plutón y Perséfone. No; era absolutamente imposible que un objeto tan pesado corno un sol muerto pudiera haberse deslizado en el espacio interplanetario sin que se reparara en él.

En cierto modo, era una lástima. Un encuentro con una estrella oscura habría sido de lo más excitante.

Mientras durase…

3. Rama y Sita

La reunión extraordinaria del Consejo Consultivo del Espacio fue breve y tormentosa. Llegado el siglo veintidós, aún no se había descubierto la forma de evitar que científicos viejos y conservadores ocuparan posiciones administrativas-clave. En verdad, se dudaba de que el problema pudiera ser resuelto alguna vez.

Para empeorar las cosas, el presidente actual del CCE era el profesor Emeritus Olaf Davidson, el famoso astrofisico. Al profesor Davidson no le interesaban mayormente los objetos que estuvieran por debajo de la importancia de una galaxia, y jamás se molestaba en disimular sus prejuicios. Y aunque se veía obligado a admitir que el noventa por ciento de su ciencia se basaba ahora en las observaciones de los instrumentos colocados en el espacio, no se sentía feliz por ello ni mejor predispuesto. En no menos de tres ocasiones, en el curso de su distinguida carrera, satélites especialmente lanzados para probar una de sus teorías preferidas hicieron precisamente lo contrario.

La cuestión planteada ante el Consejo era bastante clara y precisa. No cabía duda de que Rama era un objeto insólito, sin embargo, ¿era un objeto importante? En pocos meses se habría ido para siempre, de modo que restaba poco tiempo para actuar. Las oportunidades perdidas ahora no volverían a presentarse nunca más.

A un costo tremendamente elevado, una sonda espacial que había de ser lanzada muy pronto desde Marte para ir más allá de Neptuno, podría ser modificada y enviada en una trayectoria de alta velocidad para encontrarse con Rama. No había esperanzas de un contacto real; seria el cruce de pasada más rápido que se habría registrado nunca, porque los dos cuerpos se cruzarían a una velocidad de doscientos mil kilómetros por hora. Rama podría ser observado intensamente durante unos pocos minutos tan sólo, con un verdadero primer plano de menos de un segundo. Pero con el instrumental apropiado, ese brevísimo lapso bastaría para aclarar muchos puntos oscuros.