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Luego reparó, con creciente excitación, en que había huecos más profundos en los extremos de los radios delicadamente formados como para permitir el paso de una mano… (¿Garra? ¿Tentáculo?) Si uno se colocaba en esta posición, si se apoyaba contra la pared, y comenzaba a tirar de esos radios en esta forma…

Suave como la seda, la rueda se deslizó de la pared hacia afuera. Atónito —porque había estado prácticamente seguro de que cualquier parte movible que hubiera, habría quedado soldada siglos atrás—, Norton se encontró sujetando una rueda con sus correspondientes radios. Habría podido ser el capitán de alguna vieja goleta de pie frente al timón.

Se alegró de que la visera de su casco no permitiera a Mercer ver su expresión. Estaba alarmado pero también se sentía enojado consigo mismo. Tal vez habla cometido su primer error. ¿Estaban en este mismo momento resonando las alarmas en el interior de Rama, y algún implacable mecanismo había puesto ya en marcha su irreflexiva acción?

Pero el Endeavour no informaba que hubiera habido ningún cambio; sus sensores no detectaban nada aparte de débiles crepitaciones termales, y sus propios movimientos.

—Bien, capitán, ¿harás girar esa rueda?

Norton recordó una vez más las instrucciones recibidas: «Use su propio criterio, pero proceda con precaución». Si se detenía a consultar cada uno de sus movimientos con el Control de la Misión, no llegaría jamás a ninguna parte.

—¿Cuál es tu diagnóstico, Karl? —preguntó.

—Es obvio que se trata de un control manual para una cerradura a presión, probablemente un sistema defensivo de emergencia para el caso un fallo en la fuerza propulsora. No imagino ninguna tecnología, por más avanzada que sea, que no adopte tales precauciones.

Y estaría a prueba de fallos, reflexionó Norton. Podría ser manejada sólo si no implicaba peligro alguno para el sistema.

Agarró dos radios opuestos del molinete, afirmó los pies en el suelo, y trató de hacer girar la rueda. Esta no cedió.

—Echame una mano —pidió Mercer.

Cada uno tomó un radio. No obstante apelar a todas sus fuerzas no lograron producir el menor movimiento.

Por supuesto, no habla razón alguna para suponer que las agujas de los relojes y los sacacorchos de Rama giraran en el mismo sentido que en la Tierra.

—Probemos en la otra dirección —sugirió Mercer.

Esta vez no hubo resistencia. La rueda giró casi sin esfuerzo alguno por parte de ambos hasta dar una vuelta completa. Luego, muy suavemente, se elevó el contrapeso.

A una distancia de medio metro, la pared curva — del pilar comenzó a moverse como las valvas de una almeja que se abrieran poco a poco. Algunas partículas de polvo, arrastradas por ráfagas de aire liberado, salieron al exterior— como deslumbrantes diamantes diminutos al herirlas el sol.

El camino a Rama estaba abierto.

6. El comité

Había sido un grave error, pensaba el doctor Bose a menudo, fundar el Cuartel General de los Planetas Unidos en la Luna. Inevitablemente, la Tierra tendía a dominarlos procedimientos, como dominaba el paisaje más allá de la cúpula. Si necesariamente tenían que levantar esa sede allí, quizá debieron hacerlo en la otra cara de la Luna, alli donde ese disco hipnótico jamás lanzaba sus rayos.

Pero, claro está, era demasiado tarde para cambiar, y, de cualquier manera, no habla en realidad alternativa. Que les agradara o no a las colonias, la Tierra seguía siendo la dueña y señora de la cultura y la economía del sistema solar por los siglos venideros.

El doctor Bose había nacido en la Tierra y no emigró a Marte hasta cumplidos los treinta años, de modo que se sentía capacitado para considerar la situación política con la suficiente imparcialidad. Sabía ahora que jamás regresaría a su planeta natal, aun cuando sólo estaba a cinco horas de distancia viajando en —lanzadera.. A los IIS años de edad se encontraba en perfecto estado de salud pero no podía afrontar el reacondicionarniento necesario para acostumbrar su cuerpo a soportar el tríple de la gravedad que había disfrutado la mayor parte de su vida. Estaba desterrado para siempre del mundo de su nacimiento. No era un hombre sentimental, y por lo tanto nunca permitió que este pensamiento le deprimiera.

Lo que sí le deprimía a veces era la necesidad de lidiar, año tras año, con los mismos rostros familiares. Las maravillas de la medicina estaban muy bien —y por cierto él no tenía el menor deseo de atrasar el reloj en tal sentido—,pero había hombres akededor de esa mesa de conferencias con los que trabajaba desde hacía más de medio siglo. Sabía con exactitud qué dirían en un momento dado y cómo votarían respecto a un determinado asunto. Deseaba que, algún día, uno de ellos hiciera algo totalmente inesperado, incluso que cometiera alguna locura.

Y probablemente ellos pensaban de la misma manera con respecto a él.

El Comité Rama era todavía lo bastante reducido como para resultar manejable, aunque sin duda no tardaría en cambiar este satisfactorio estado de cosas. Sus seis colegas —cada uno representaba a uno de los miembros de los Planetas Unidos— estaban presentes en carne y hueso. Tenía que ser así: la diplomacia electrónica no era posible a través de las distancias propias del sistema solar. Algunos viejos hombres de estado, acostumbrados a las comunicaciones instantáneas que la Tierra consideraba desde hacía tiempo como cosa natural, nunca se habían resignado al hecho de que las ondas de radio tardaban minutos, a veces horas, en su viaje a través de los abismos entre los planetas.

—¿No pueden ustedes, los científicos, hacer algo con esto? —se les había oído quejarse amargamente, cuando se les decía que una conversación cara a cara e instantánea era imposible entre la Tierra y cualquiera de sus más remotos hijos. Sólo la Luna tenía el apenas aceptable retraso de un segundo y medio, con todas las consecuencias políticas y psicológicas que ello implicaba. A causa de este hecho incontrovertible de la vida astronómica, la Luna, y sólo la Luna, seria siempre un suburbio de la Tierra.

También presentes en persona, estaban los especialistas agregados a la comisión. El profesor Davidson, astrónomo, era un viejo conocido. Hoy no se mostraba tan irascible como de costumbre. Bose no sabía nada de la lucha interna que precediera al lanzamiento de la primera sonda espacial a Rama, pero los colegas del profesor no le permitían a éste olvidarla.

La doctora Thekma Price era una figura familiar por sus frecuentes apariciones en la pantalla de los televisores, aunque se había hecho famosa cincuenta años atrás durante la explosión arqueológica que siguió al vaciado de ese vasto museo marino, que era el Mediterráneo.

Bose recordaba todavía el entusiasmo y excitación de aquella época, cuando los tesoros perdidos de los griegos, los romanos, y una docena de civilizaciones más fueron restituidos a la luz del día. Esa fue una de las pocas ocasiones en que lamentó estar viviendo en Marte.

El exobiólogo Carlisle Perera era otra lección obvia; lo mismo que Dennis Solomons, historiador de la ciencia. Bose no se sentía tan feliz con la presencia de Conrad Taylor, el célebre antropólogo, que se hiciera famoso al combinar en forma original la erudición y el erotismo en su estudio de los ritos de la pubertad en Beverly Hills, a fines del siglo veinte.

Nadie, sin embargo, habría podido disputar el derecho de Sir Lewis Sands a pertenecer al comité. Un hombre cuya inteligencia y cuyos conocimientos sólo podían compararse con su urbanidad, se decía de él que únicamente perdía la compostura cuando se le llamaba el Arnold Toynbee de su época. Empero, el gran historiador no estaba presente en persona. Se negaba obstinadamente a abandonar la Tierra, aun para asistir a una reunión tan trascendental como ésa.