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7. Dos esposas

Si sus dos esposas comparaban alguna vez sus videogramas, pensaba el comandante Norton más divertido que preocupado, el hecho le acarrearía a él una cantidad de trabajo extra. Ahora le bastaba con hacer un solo videograma y duplicarlo, agregando a cada uno algún breve mensaje personal y una fórmula cariñosa antes de enviar las casi idénticas copias, una a Marte y otra a la Tierra.

Desde luego, era harto improbable que sus dos esposas hicieran tal cosa; aun a las tarifas reducidas aprobadas para las familias de los astronautas resultaría demasiado costoso. Y no tendría sentido. Sus dos familias mantenían muy buenas relaciones e intercambiaban los saludos habituales en los cumpleaños y aniversarios. No obstante, en general, tal vez fuera mejor que ambas muchachas no se hubieran encontrado nunca y probablemente nunca se encontrarían.

Myrna había nacido en Marte, y en consecuencia no toleraba la alta gravedad de la Tierra. En cuanto a Carolina, aborrecía hasta los veinticinco minutos que era la máxima duración de cualquier viaje terrestre.

—Siento mucho haberme retrasado un día con esta transmisión —prosiguió Norton con su mensaje, después de los consabidos preámbulos—, pero, lo creas o no, estuve ausente de la nave espacial en las últimas treinta horas.

»No te alarmes: todo está controlado y marcha perfectamente. Nos ha supuesto dos días de trabajo, pero ya hemos dominado el complejo sistema de las cerraduras automáticas. Dos horas nos hubieran bastado si hubiésemos sabido lo que ahora sabemos. Pero no queríamos arriesgarnos; enviamos cámaras de control remoto por delante, y revisamos las cerraduras una docena de veces para asegurarnos de que no se cerrarían después que hubiéramos pasado.

»Cada cerradura es un simple cilindro giratorio con una ranura en un costado. Uno pasa a través de esta abertura, hace girar la palanca ciento ochenta grados, y la ranura encaja entonces con otra puerta por la que se puede pasar. 0 flotar, en este caso.

—Los de Rama hicieron verdaderamente seguras estas cosas. Hay tres cerraduras cilíndricas, una detrás de la otra, justo dentro de la corteza exterior y debajo del pilar de entrada. No imagino cómo podría fallar ni una sola, a menos que alguien la estropeara con explosivos, pero si eso ocurriese habría una segunda, y luego una tercera.

—Y eso es sólo el comienzo. Una vez abierta la tercera cerradura permite el acceso a un corredor recto de casi medio kilómetro de largo. Está limpio y vacío, como todo lo que hemos visto hasta ahora. Cada pocos metros hay pequeños huecos que probableniente sirvieron como receptáculos para la luz; aunque ahora reina una oscuridad total que inspira, no ine importa confesártelo, un poco de miedo. Hay asimismo dos ranuras paralelas en la pared, de un centímetro de ancho más o menos, que corren a todo lo largo del túnel. Sospechamos que en su interior hay alguna especie de lanzadera, lo cual la convertiría en una transportadora para llevar bultos —o personas— de un lado al otro. Por cierto nos ahorraría mucho trabajo si pudiésemos hacerla funcionar.

»Ya he dicho que el túnel tiene medio kilómetro de largo. Bien, por nuestros ecos sísmicos sabíamos que éste era el grosor del casco, de modo que, obviamente, lo habíamos casi atravesado. No nos sorprendió, pues, hallar otra de esas cerraduras cilíndricas al final del corredor.

»Sí. Y otra, y otra más. Esta gente parece haberlo hecho todo por triplicado. Nos encontramos ahora en la cámara de la tercera y última cerradura, esperando el OK de la Tierra antes de trasponer la puerta a la que da acceso. El interior de Rama está sólo a unos pocos metros de distancia. Me sentiré mucho más feliz cuando termine este suspense.

»¿Recuerdas haberme oído hablar de Jerry Kirchoff, ese amigo mío que tiene una biblioteca tan grande, compuesta por libros de verdad, que por no dejarla no quiere abandonar la Tierra?. Bien, Jerry me habló de una situación parecida, allá, a principios del siglo veintiuno…, no, en el siglo veinte. Un arqueólogo descubrió la tumba de un rey egipcio, la primera que no habla sido saqueada por ladrones. Sus hombres tardaron meses en abrirse camino cavando, cámara tras cámara, hasta llegar a la pared final. Entonces tiraron abajo la mampostería y él, sosteniendo una linterna, metió la cabeza por la abertura. Se encontró contemplando una cámara colmada de tesoros incalculables; oro y joyas.

»Tal vez este lugar es también una tumba; parece más y más probable por momentos. Aun ahora, no se percibe el menor rumor, la más ligera insinuación de actividad.

»Bien, mañana se habrá desvelado la incógnita».

Norton detuvo la grabadora. ¿Qué más diría sobre su trabajo, se preguntó, antes de proseguir con un mensaje personal para cada una de sus familias? Normalmente, jamás entraba en tantos detalles, pero estas circunstancias eran bien poco normales. Podía ser la última grabación enviada a sus seres queridos. Les debía por lo menos una explicación detallada de lo que estaba haciendo.

Cuando ellos vieran las imágenes y oyeran esas palabras, él se encontraría en el interior de Rama…, para bien o para mal.

8. A través del cubo

Jamás antes se había sentido Norton tan hermanado con ese egiptólogo muerto hacía tantos años. Ningún otro hombre, desde que Howard Carter se asomó por primera vez a la cámara mortuoria de Tutankamón, pudo haber conocido un momento como ése. No obstante, la comparación resultaba casi ridículamente grotesca.

Tutankamón había sido sepultado ayer, por así decirlo; apenas cuatro mil años antes, mientras que Rama acaso fuera mucho más viejo que la humanidad. Esa pequeña tumba de¡ Valle de los Reyes hubiera quedado perdida en los corredores por los cuales ellos terminaban de pasar, pero el espacio que se extendía más allá de esa cerradura, de ese sello final, debía ser lo menos un millón de veces más amplio. En cuanto a los tesoros que quizá contenía… bueno, eso estaba fuera de los límites de la imaginación.

Nadie había hablado por los circuitos de radio en los últimos cinco minutos. El bien entrenado equipo no in formó siquiera verbalmente cuando todas las verificaciones fueron completadas. Mercer se limitó a dar la señal de OK, y le indicó la entrada del túnel. Era como si todos hubiesen comprendido que estaban viviendo un momento para la historia. demasiado importante para ser interrumpido por la cháchara menuda e innecesaria.

Esto convenía a Norton ya que, por el momento, tampoco él tenía nada que decir. Encendió la luz de su linterna, dispuso sus propulsores, y se deslizó lentamente hacia abajo por el corto corredor arrastrando tras él su cable de seguridad. Unos segundos más tarde se encontraba en el interior de Rama.

¿En el interior de qué ? Ante él sólo había oscuridad; el haz de luz de su linterna no tropezaba con el menor resplandor. Había esperado algo así, aunque en realidad no lo había creído.

Todos los cálculos demostraron que la pared más lejana quedaba a decenas de kilómetros de distancia; ahora sus ojos le decían que así era en verdad. Mientras flotaba lentamente en medio de esas tinieblas experimentó la súbita necesidad de la confianza brindada por ese hilo que lo unía a sus compañeros, una impresión más fuerte de lo que recordaba haber experimentado jamás antes, ni siquiera en el transcurso de su primer viaje de reconocimiento. Y esto era ridículo. Había mirado sin vértigo a través de años luz y los megaparsecs; ¿por qué había de sentir tan impresionado, tan perturbado, por unos pocos kilómetros cubicos de vacío?

Estaba meditando sobre ese problema cuando el regulador de impulso, en un extremo del cable de seguridad, lo frenó suavemente hasta detenerlo, con un apenas perceptible rebote. Hizo girar el haz de luz de la linterna, tan inútil para horadar la espesa oscuridad, e intentó examinar la superficie de la cual terminaba de emerger.