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—Sal —dijo la débil y ronca voz del hombre corpulento, Argerd.

—Espera. Todavía no puedo ver.

—Sal. Y sigue tu camino. No vuelvas la cabeza o te la saco de un tiro.

Falk llegó a la entrada luego vaciló nuevamente. Sus pensamientos en la oscuridad tenían ahora un sentido. Si lo dejaban ir, había pensado, significaría que tenían miedo de matarlo.

—¡Muévete!

Aprovechó la oportunidad.

—No sin mi bolso —dijo, débil la voz en su garganta reseca.

—Es un láser, te advierto.

—Puedes usarlo. No puedo atravesar el continente sin mi propio revólver.

Ahora fue Argerd quien hesitó. Finalmente, su voz. se convirtió casi en un chillido cuando le gritó a alguien:

—¡Gretten! ¡Gretten! ¡Trae las cosas del extranjero!

Hubo una larga pausa. Falk permanecía en la oscuridad del lado de adentro de la puerta, Argerd, inmóvil, del de afuera. Un muchacho se acercó corriendo por la pendiente de césped que se divisaba desde la puerta, arrojó el bolso de Falk al piso y desapareció.

—¡Levántalo! —ordenó Argerd; Falk salió a la luz y obedeció—. Ahora sigue tu camino.

—Espera —murmuró Falk, de rodillas mientras buscaba afanosamente dentro del desordenado y desatado bolso—. ¿Dónde está mi libro?

—¿Libro?

—El Antiguo Canon. Un libro manual, no electrónico…

—Crees que te dejaríamos partir de aquí con eso?

Falk lo miró con fijeza.

—¿No reconocen ustedes los Cánones del Hombre cuando los ven? ¿Por qué cosa los toman?

—Tú no sabes ni sabrás qué es lo que pensamos, y si no comienzas a marcharte te quemaré las manos. Levántate y sigue tu camino, en línea recta, ¡pronto!

La nota chillona deformaba nuevamente la voz de Argerd, y Falk advirtió que se había extralimitado. Cuando vio la mirada de odio y miedo en la pesada e inteligente cara de Argerd se sintió perdido y con rapidez cerró y se echó al hombro el bolso, pasó junto al hombre y comenzó a subir la cuesta cubierta de césped que arrancaba desde la puerta. La luz era la del atardecer, poco después de la puesta del Sol. Caminó hacia ella. Un fino cordel elástico de puro suspenso parecía conectar la parte posterior de su cabeza con el caño de la pistola láser que sostenía Argerd, estirándose, estirándose a medida que él caminaba. A través de una extensión cubierta de maleza, a través de un puente de tablones sueltos que cruzaba el río, camino arriba, entre pastizales y luego entre huertos. Llegó a la cima de la loma. Allí miró hacia atrás rápidamente, y vio el oculto valle tal como la primera vez, inundado por la dorada luz del crepúsculo, suave y tranquilo, las altas chimeneas reflejadas en el espejo del río. Se apresuró a internarse entre las sombras de la selva donde ya era de noche.

Sediento y hambriento, dolorido y desanimado, Falk vislumbró su desamparado viaje a través de la Selva Oriental, abriéndose paso ante sus ojos sin ningún vago deseo, ahora, de un hogar amistoso, en algún lugar, a lo largo de su ruta, para quebrar la dura y salvaje monotonía. No debía buscar un camino sino evitar todos los caminos, y ocultarse de los hombres y de sus tristes parajes como cualquier bestia salvaje. Sólo una cosa lo alegraba ligeramente, mientras hacía un alto junto a una corriente de agua para beber y comer algo de la ración que guardaba en el bolso, y era el pensamiento de que, si bien había atraído el peligro sobre sí; no había sucumbido a él. Había burlado al jabalí moral y al brutal hombre en su propio terreno y salido a salvo. Eso lo animaba; porque se conocía tan poco a sí mismo que todos sus actos eran, también, actos de descubrimiento de sí, como los de un chico, y al saber que tanta falta le hacía se alegraba de comprobar que por lo menos no carecía de coraje. Después de beber y comer y de beber una vez más prosiguió, a la luz de una Luna que recién salía y que era suficiente para sus ojos, hasta que puso una milla o más de campo abierto entre él y la Casa del Terror, como ahora la pensaba. Luego, agotado, se echó a dormir al borde de un pequeño claro, sin hacer fuego ni levantar refugio alguno, yaciendo boca arriba bajo el invernal cielo bañado por la Luna. Nada rompió el silencio sino una o dos veces el suave chistido de un búho cazador. Y esta desolación le parecía llena de paz y bendita después de las carreras y de las fantasmales voces y de la oscuridad del sótano prisión de la casa del Terror.

Cuando prosiguió rumbo al oeste, a través de los árboles y de los días, no llevó ya la cuenta ni de unos ni de otros. El tiempo seguía; y él seguía.

El libro no era lo único que había perdido; se habían quedado con la cantimplora de plata de Metock y con una pequeña caja, también de plata, de ungüento desinfectante. Sólo podían haberse guardado el libro porque pretendían hacer un mal uso de él o porque lo consideraban una especie de código y de misterio. Hubo un momento en que su pérdida le pesó irracionalmente, pues le parecía el único vínculo que lo unía con la gente que había amado y en quien confiara, y una vez se dijo, sentado junto al fuego, que al día siguiente volvería atrás y encontraría la casa del Terror y conseguiría el libro. Pero siguió hacia adelante, al día siguiente. Tenía la posibilidad de marchar hacia el oeste, con la brújula y el Sol como guías, pero no de volver a encontrar un lugar determinado en la infinidad de esas interminables colinas y valles de la Selva. No el oculto valle de Argerd; no el Claro donde Parth estaría tejiendo a la luz del Sol de invierno. Todo eso quedaba detrás de él, perdido.

Quizás de la misma forma se había perdido el libro. ¿Qué podría haber significado para él, aquí, ese sagaz y paciente misticismo de una civilización muy antigua, esa callada voz que hablaba desde olvidadas guerras y desastres? La humanidad había sobrevivido al desastre; y él había huido de la humanidad. Estaba demasiado lejos, demasiado solo. Vivía enteramente de la caza ahora; eso volvía más lenta su marcha diaria. Aun cuando no se tratara de caza mayor y fuera muy abundante, no era tarea que pudiera realizarse con apuro. Luego uno debía limpiar y cocinar la presa y sentarse a pelar los huesos junto al fuego, lleno por un rato y amodorrado en medio del frío invernal; y levantar un refugio de ramas y troncos contra la lluvia; y dormir; y al día siguiente seguir adelante. Un libro no tenía objeto aquí, ni siquiera ese Antiguo Canon de la Antiacción. No lo hubiera leído; en verdad, estaba dejando de pensar. Cazaba y comía y caminaba y dormía, silencioso en el silencio de la selva, sombra gris que se escurría hacia el oeste a través de un medio salvaje y frío.

El tiempo estaba cada vez más nublado. Con frecuencia, delgados gatos salvajes, hermosas criaturas de piel manchada o a rayas y ojos verdes, esperaban dentro del ámbito de su campamento los restos de su comida, y se acercaban con cautelosa y tímida fiereza a recoger los huesos que él les arrojaba: su presa de roedores era escasa ahora, pues invernaba bajo el frío. Ninguna bestia desde la casa del Terror le había hablado o se había comunicado telepáticamente con él. Los animales que poblaban el hermoso y helado bosque de tierras bajas en que ahora se encontraba nunca se habían entremetido en su andar, quizás nunca hubieran visto o sentido el olor del hombre. Y, a medida que se alejaba detrás, advertía con mayor claridad la extemporaneidad de esa casa escondida en el tranquilo valle, de sus cimientos habitados por lauchas que chillaban en lenguaje humano, de su gente que revelaba poseer avanzados conocimientos, la droga de la verdad, y una ignorancia propia de la barbarie. El Enemigo había estado allí.