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Orry dormitaba con un tubo de pariitha entre sus dedos. Ken Kenyek había conectado la nave en automático y con Ramarren —a dos o tres pies de él, como siempre, pues los Shing nunca se acercaban físicamente a nadie— miraba a través del vidrio del coche aéreo el círculo de quinientas millas de límpido día y mar azul que los rodeaba. Ramarren estaba cansado y se relajó ligeramente en este agradable momento de suspensión, en lo alto de una burbuja de cristal; en el centro de la gran esfera de azul y de oro.

—Es un hermoso mundo —dijo el Shing.

—Lo es.

—La joya de todos los mundos… ¿Es Werel tan hermoso?

—No. Es más áspero.

—Sí, la gran longitud del año debe de ser la causa ¿Cuánto dura?… ¿sesenta años terrestres?

—Sí.

—Tú naciste en el otoño, dijiste. Eso significa que no habías visto a tu mundo en verano cuando partiste.

—Una vez, en un vuelo al hemisferio austral. Pero sus veranos son más frescos, y sus inviernos más cálidos que en Kelshy. No he visto el Gran Verano del norte.

—Todavía estás a tiempo. Si regresas en unos pocos meses, ¿qué estación será la de Werel?

Ramarren calculó durante unos segundos y replicó:

—Final de verano; alrededor de la vigésima fase lunar de verano, quizás.

—Yo pensaba que ya sería el otoño… ¿cuánto dura el viaje?

—Ciento cuarenta y dos años terrestres —dijo Ramarren, y apenas lo dijo una breve ráfaga de pánico atravesó su mente y se desvaneció. Sentía la presencia de la mente del Shing en la suya; mientras conversaban, Ken Kenyek había llegado a él, mentalmente, y, al encontrar sus defensas bajas, había conseguido controlar, en fase total, el terreno. Estaba bien. Demostraba esto la increíble paciencia y habilidad telepática de los Shing. Se había sentido atemorizado, pero, una vez sucedido, estaba perfectamente bien.

Ken Kenyek le hablaba ahora telepáticamente, ya no en el crujiente susurro oral de los Shing sino en claro y cómodo discurso verbaclass="underline"

—Bueno, está bien, muy bien, perfecto. ¿No es agradable haber sincronizado, por fin?

—Muy agradable —convino Ramarren.

—Por cierto que sí. Ahora podemos permanecer sincronizados y terminar con todos los problemas. Bueno, ciento cuarenta y dos años luz de distancia… eso significa que tu sol debe de encontrarse en la constelación del Dragón. ¿Cómo se llama en Galaktika? No, está bien, no puedes decirlo ni siquiera telepáticamente aquí. Eltanin, ¿es ése el nombre de tu sol? —Ramarren no profirió respuesta alguna—. Eltanin el ojo del Dragón, sí, muy lindo. Los otros que hemos considerado posibles se encuentran ligeramente más cerca. Esto ahorra mucho tiempo. Tenemos casi…

El rápido, claro y burlón discurso verbal se detuvo abruptamente y Ken Kenyek dio un convulsivo salto; en el mismo momento Ramarren hizo otro tanto. El Shing se volvió precipitadamente hacia los controles del coche aéreo, luego se alejó. Se dobló de una extraña manera, demasiado, como una marioneta mal dirigida, luego, súbitamente, se deslizó hacía el piso del coche y allí quedó con su blanco y fino rostro hacia arriba, rígido.

Orry, arrancado de su adormecimiento, miraba.

—¿Qué pasa?

No obtuvo respuesta. Ramarren permanecía de pie tan rígidamente como el Shing yacía y sus ojos estaban trabados con los del Shing en una doble mirada ciega. Cuando finalmente se movió, habló en una lengua que Orry no conocía. Luego, trabajosamente, habló en Galaktika.

—Coloca la nave en suspenso —dijo.

El muchacho tenía la boca abierta.

—¿Qué le pasa al Amo Ken, prech Ramarren?

—¡Pronto, coloca la nave en suspenso!

Hablaba Galaktika, ahora, no con el acento wereliano sino en la forma degradada de los nativos de la Tierra. Pero, aunque la lengua era mala, la urgencia y la autoridad fueron poderosas. Orry le obedeció. La pequeña burbuja de cristal se detuvo, en suspenso, en el centro de la bóveda oceánica, al este del Sol.

—Prechea, está…

—¡Silencio!

Silencio. Ken Kenyek estaba quieto. Muy gradualmente la evidente tensión de Ramarren se relajó.

Lo que había sucedido en el nivel mental, entre él y Ken Kenyek, era un problema de acechanza y contraacechanza. En términos físicos, el Shing había asaltado a Ramarren, en la creencia de que capturaba a un hombre, y, en cambio, había sido sorprendido por un segundo hombre, la mente al acecho de Falk. Sólo por un segundo había tenido Falk la posibilidad de tomar el control y únicamente en virtud de la sorpresa, pero eso había constituido tiempo sobrado para liberar a Ramarren de la fase de control Shing. Al instante de haberse liberado, mientras la mente de Ken Kenyek se encontraba todavía en fase con la suya y vulnerable, Ramarren se había apoderado del control. Hubo de apelar a toda su habilidad y fuerza para mantener la mente de Ken Kenyek en fase con la suya, impotente y condescendiente, como lo había estado la suya hacía unos momentos. Pero su ventaja contaba: tenía una mente doble y, mientras Ramarren mantenía al Shing bajo su control, Falk se encontraba en libertad de pensamiento y acción.

Esa era la oportunidad, el momento; no habría otro igual.

Falk preguntó en voz alta:

—¿Dónde hay una nave de velocidad luz preparada para el vuelo?

Era extraño escuchar al Shing contestando en su voz susurrante y saber, por una vez, con absoluta certeza, que no mentía:

—En el desierto, al noroeste de Es Toch.

—¿Está custodiada?

—Sí.

—¿Por guardias vivos?

—No.

—Nos guiarás hasta allá.

—Los guiaré hasta allá.

—Conduce la nave adonde él te ordene, Orry.

—No comprendo, prech Ramarren; acaso nosotros…

—Vamos a abandonar la Tierra. Ahora mismo. Toma los controles.

—Toma los controles —repitió suavemente Ken Kenyek.

Orry obedeció, siguiendo las instrucciones del Shing en lo referente al rumbo. A toda velocidad la nave abandonó el este, aunque todavía parecía en suspenso en el centro mismo de la esfera oceánica, hacia la puesta del Sol. Luego aparecieron las Islas Occidentales, y la nave parecía flotar hacia ellas por encima de la destellante y ondulada curva del mar; luego, detrás de ellas, aparecieron los escarpados picos blancos de la costa y fueron alcanzados y dejados atrás por el coche aéreo. Ahora se encontraban sobre el pardo desierto interrumpido por áridas y acanaladas estribaciones que arrojaban largas sombras hacia el este. De acuerdo con las susurradas instrucciones de Ken Kenyek, Orry aminoró la velocidad, describió un círculo, aprestó los controles para el aterrizaje y dejó que el coche descendiera. Las elevadas montañas sin vida se elevaban cerca de ellos, como murallas, a medida que el coche aéreo bajaba sobre una pálida y umbría llanura.

No se veía espaciopuerto ni campo aéreo, ni caminos, ni edificaciones, pero algunas largas sombras se estremecían como un espejismo sobre la arena y las artemisias, al pie de las obscuras laderas de las montañas. Falk las contempló y no pudo enfocarlas con sus ojos y fue Orry quien dijo, sin aliento:

—Naves estelares.

Eran las naves interestelares de los Shing, su flota o parte de ella, camufladas con redes que rechazaban la luz. Las que Falk viera primero eran las más pequeñas; había otras que había confundido con el pie de las montañas…

El coche aéreo había descendido sin que lo sintieran junto a una pequeña, derruida choza sin techo, sus maderas descoloridas y rajadas por el viento del desierto.

—¿Qué es esa choza?