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Después de otro silencio Zove prosiguió, con la mirada elevada hacia el brillante cielo de noviembre.

—Piensa en los mundos, en los diferentes hombres y bestias que moran en ellos, las constelaciones de sus cielos, las ciudades que ellos construyen, sus canciones y costumbres. Todo eso está perdido, perdido para nosotros, tan completamente como tu niñez lo está para ti. ¿Qué es lo que realmente sabemos de la época de nuestra grandeza? Unos pocos nombres de héroes y mundos, un chismorreo de hechos que hemos tratado de remendar como historia. La ley de los Shing prohíbe matar, pero ellos matan el saber, queman los libros, y, lo peor de todo, falsifican lo poco que ha quedado. Se deslizan hacia la Mentira, como siempre. No tenemos ninguna seguridad en relación con la Época de la Liga; ¿cuántos de los documentos son falsificados? Debes recordar, por lo tanto, en qué medida los Shing son nuestros enemigos. Es común vivir toda una vida sin encontrar a ninguno de ellos, por lo menos sin saberlo; a lo sumo se escucha un coche aéreo que pasa a la distancia. Aquí, en la Selva, nos dejan vivir, y quizás suceda otro tanto en toda la Tierra, aunque no lo sabemos. Nos dejan mientras nos mantengamos en este lugar, en la jaula de nuestra ignorancia y aislamiento, inclinándonos cuando pasan por encima de nuestras cabezas. Pero no confían en nosotros. ¿Cómo podrían, aun después de doce mil años? No existe la confianza entre ellos porque no existe la verdad en ellos. No respetan ningún pacto, rompen las promesas, perjuran, traicionan y mienten incansablemente; y algunos informes de la época de la Caída de la Liga sugieren que hasta podían mentir mentalmente. Fue la Mentira que traicionó a todas las razas de la Liga y nos condujo a ser esclavos de los Shing. Recuerda eso, Falk. Nunca creas nada de lo que haya dicho el enemigo.

—No lo olvidaré, Amo, si alguna vez encuentro al Enemigo.

—No lo encontrarás a menos que vayas hacia ellos.

La aprensión en el rostro de Falk cedió paso a una mirada atenta y tranquila. Lo que había estado esperando llegaba, al fin.

—Quieres decir si dejo la Casa —dijo.

—Tú mismo has pensado en ello —dijo Zove serenamente.

—Sí, lo he hecho. Pero no es posible que me vaya. Quiero vivir aquí. Parth y yo…

Vaciló, y Zove arremetió, incisivo y amable.

—Me honra el amor entre tú y Parth, la felicidad y la fidelidad de ustedes. Pero viniste aquí cuando andabas en pos de otra cosa, Falk. Tu relación con mi hija debe ser estéril; a pesar de ello, la apruebo. Pero también creo que el misterio de tu estadía y de tu llegada aquí es importante, no insignificante y desechable; que tú transitas por un camino que sigue más allá; que tú tienes que…

—¿Tengo qué? ¿Quién puede decirlo?

—Aquello que no se nos concedió y que a ti te robaron deben tenerlo los Shing. Puedes estar seguro de ello.

Una dolorosa y destructora amargura se percibía en la voz de Zove, como nunca hasta entonces escuchara Falk.

—¿Acaso aquellos que no dicen la verdad contestarán a mi pregunta? ¿Y cómo reconoceré lo que busco cuando lo encuentre?

Zove se quedó silencioso nuevamente y luego dijo con su acostumbrada tranquilidad y mesura.

—Me aferro a la noción, hijo mío, de que en ti anida alguna esperanza para el hombre. No quiero abandonar ese anhelo. Pero sólo tú puedes descubrir tu propia verdad: y si a ti te parece que tu camino finaliza aquí, entonces, quizá ésa sea la verdad.

—Si me voy —dijo abruptamente Falk—, ¿dejarás que Parth venga conmigo?

—No, hijo mío.

Un niño cantaba en el jardín, el hijo de catorce años de Garra, que daba torpes saltos mortales en el camino y tarareaba con voz aguda melodías dulces. Arriba, en la ondulante V de las grandes migraciones, bandada tras bandada de gansos salvajes se dirigían al sur.

—Yo pensaba acompañar a Metock y Thurro a buscar a la novia de Thurro —dijo Falk—. Proyectamos ir pronto, antes de que cambie el tiempo. Si voy, seguiré viaje desde la casa Ransifeld.

—¿En invierno?

—Hay casas hacia el Oeste de Ransifeld, no cabe duda, donde puedo solicitar abrigo si lo necesito.

No dijo ni Zove le preguntó por qué el Oeste era la dirección en que marcharía.

—Quizás; no lo sé. No sé si ellos darán cobijo a los extraños como nosotros. Si te vas, estarás solo y deberás estar solo. Fuera de esta Casa no hay lugar seguro para ti en la Tierra —habló, como siempre, con absoluta sinceridad… y pagó el precio de la verdad con autocontrol y dolor.

Falk dijo, recobrando rápidamente confianza.

—Lo sé, Amo. No hay seguridad y lo lamento.

—Te diré lo que creo acerca de ti. Pienso que viniste de un mundo perdido; creo que no naciste en la Tierra. Pienso que viniste aquí, primer Extraño que regresa en mil años o más, y que nos traías un mensaje o una señal. Los Shing cerraron tu boca, y te perdieron en las selvas de modo que nadie pudiera decir que te habían matado. Llegaste a nosotros. Si te vas, me apenaré y temeré por ti, pues sé cuan solo estarás. ¡Pero depositaré mi fe en ti, y en nosotros mismos! Si traías palabras para hablar a los hombres, las recordarás, finalmente. Debe de haber una esperanza, un signo, no podemos seguir así para siempre.

—Quizás mi raza no haya sido amiga de la humanidad —dijo Falk y miró a Zove con sus ojos amarillos—. ¿Quién sabe para qué vine aquí?

—Encontrarás a aquellos que lo saben. Y luego, lo harás. No temo a tu misión. Si tú sirves al Enemigo, también lo servimos nosotros: todo está perdido y no queda nada por perder. Si no es así, entonces tienes eso que los hombres hemos perdido: un destino; y si lo realizas, puedes traernos la esperanza a todos…

Capítulo 2

Zove había vivido sesenta años, Parth veinte; pero ella parecía, esa fría tarde en los Largos Campos, vieja en un sentido en que hombre alguno lo sería, sin edad. No se reconfortaba con las ideas de un último triunfo interestelar o de la vigencia de la verdad. La profecía de su padre al respecto sólo trasuntaba la necesidad de una ilusión. Sabía que Falk se marchaba. Sólo dijo:

—No volverás.

—Volveré, Parth.

Ella lo rodeó con sus brazos pero no prestó atención a su promesa.

El intentó comunicarse telepáticamente con ella, aunque era poco diestro en la telepatía. La única Auditora de la Casa era la ciega Kretyan; ninguno de los otros era adepto a la comunicación sin palabras, al discurso mental. Las técnicas de la enseñanza del discurso mental no se habían perdido, pero se practicaban poco. La gran virtud de esa forma más intensa y perfecta de comunicación se había tornado peligrosa para los hombres.

El discurso mental entre dos inteligencias podía ser incoherente y enfermizo, y por lo tanto, significar el error, implicar la sospecha; pero no era posible hacer un uso equivocado del mismo. Entre el pensamiento y la palabra hablada existe una fisura en la que puede penetrar la intención, el símbolo puede ser abstraído y la mentira admitida en la existencia. Entre el pensamiento y el pensamiento enviado telepáticamente no hay fisura; constituyen un acto único. No queda lugar para la mentira.

En los últimos años de la Liga, las leyendas y narraciones fragmentarías que había estudiado Falk parecían demostrar que el uso del discurso mental se había difundido y las habilidades telepáticas se habían desarrollado mucho. Era una ciencia que advino tardíamente a la Tierra, pues sus técnicas procedían de otras razas: el Último Arte, como la llamaba un libro. Hubo indicios de perturbaciones y levantamientos en el gobierno de la Liga de Todos los Mundos, que surgieron, quizás, de la relevancia de una forma de comunicación que excluía la posibilidad de la mentira. Pero todo esto era ambiguo y a medias legendario, como la historia entera del hombre. Por cierto, desde la llegada de los Shing y la caída de la Liga, la diseminada comunidad de los hombres había faltado a la verdad y utilizado la palabra hablada. Un hombre libre puede hablar libremente, pero un esclavo o un fugitivo debe ser capaz de esconder la verdad y mentir. Eso era lo que Falk había aprendido en la Casa de Zove, y por esa causa tenía muy poca práctica en la armonización de las mentes. Pero ahora pretendía hablarle telepáticamente a Parth para que ella comprendiera que no le mentía: