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—Pedir refugio para pasar la noche. Y preguntar si hay algún camino que lleve hacia el oeste.

—¿Por qué quieres ir hacia el Oeste?

—¿Por qué preguntan? Ya les he contado todo telepáticamente, y así no se puede mentir. Ustedes conocen mi mente.

—Tienes una extraña mente —dijo Argerd con su débil voz—. Y extraños ojos. Nadie viene aquí a pedir refugio para la noche o a preguntar el camino o a cualquier otra cosa. Nadie viene aquí. Cuando los siervos de los Otros vienen, los matamos. Matamos a los hombres instrumentos, y a las bestias que hablan, y a los Merodeadores y a los cerdos y a las sabandijas. No obedecemos le ley que dice que es un error quitar la vida, ¿acaso no es así, Drenhem?

El barbudo asintió con una sonrisa malévola que mostró sus ennegrecidos dientes.

—Nosotros somos hombres —dijo Argerd—. Hombres libres, asesinos. ¿Qué eres tú con tu mente a medias y tus ojos de búho, y por qué no habríamos de matarte? ¿Eres un hombre?

En el breve lapso de su memoria, Falk no se había encontrado directamente con la crueldad o el odio. La poca gente que había conocido, si bien no dejaba de ser temerosa, no estaba regida por el miedo; habían sido generosos y familiares. Entre estos dos hombres que ahora conocía estaba indefenso como un niño, y el saberlo lo espantaba y simultáneamente lo llenaba de odio.

Buscó alguna defensa o evasión y no encontró nada. Todo lo que podía hacer era decir la verdad.

—No sé qué soy ni de dónde vengo. Trato de investigarlo.

—¿Yendo adonde?

Paseó su mirada de Argerd al otro, Drenhem. Sabía que sabían la respuesta, y que Drenhem lo golpearía nuevamente, en caso de decirlo.

—¡Contesta! —murmuró el barbudo, levantándose a medias e inclinándose hacia adelante.

—A Es Toch —dijo Falk, y una vez más Drenhem lo golpeó en la cara y una vez más asimiló el golpe con la silenciosa humillación de un chico castigado por extraños.

—Esto no anda bien; no dirá ninguna otra cosa de lo que le sacamos con el penton. Levantémoslo.

—¿Después qué? —dijo Drenhem.

—Vino a pedir refugio para pasar la noche; se lo daremos. ¡Levántate!

La correa que lo sujetaba fue aflojada. Se puso de pie, tambaleante. Cuando vio la puerta y el declive de la escalera, lo empujaron hacia abajo, intentó resistirse y liberarse, pero sus músculos todavía no le obedecían. El brazo de Drenhem lo obligó a doblarse y lo empujó a través de la puerta. La puerta se cerró de golpe mientras él se volvía, tambaleante, para no rodar escalones abajo.

Estaba obscuro, negro obscuro. La puerta parecía sellada, no había picaportes de este lado, ni un punto ni un atisbo de luz se divisaba por debajo. Falk se sentó en el escalón de más arriba y apoyó la cabeza sobre sus brazos.

Gradualmente la debilidad de su cuerpo y la confusión de su mente se despejaron. Levantó la cabeza, se esforzaba por ver. Su visión nocturna era extraordinariamente aguda, una función, como lo señalara Rayna hacía mucho, de su dilatada pupila y extenso iris. Pero sólo manchas y fogonazos de imágenes alucinantes lo atormentaban; no podía ver nada porque no había luz. Se levantó y escalón tras escalón tanteó su lento camino por la estrecha e invisible escalera.

Veintiuno, dos, tres… nivel. Suciedad. Falk se adelantó lentamente, una mano extendida, atento.

Aunque la oscuridad era una especie de presión física, una constricción, una ilusión engañosa de que si sólo mirara concentradamente vería, no la temía en sí misma. Metódicamente, a pasos y tanteos y escuchando, concibió una parte del amplio sótano en el que se encontraba, primera habitación de una serie que, a juzgar por el eco, parecía continuar indefinidamente. Encontró el camino directo hacia la escalera, la cual, por haber sido el lugar de partida constituía el hogar básico: Se sentó en el escalón más bajo esta vez. Tenía hambre y mucha sed. Le había quitado su bolsón y no le habían dejado nada.

—La culpa es tuya —se dijo amargamente Falk, y una especie de diálogo se estructuró en su mente.

—¿Qué hice? ¿Por qué me atacaron?

—Zove te dijo: «No confíes en nadie». Ellos no confían en nadie y tienen razón.

—¿Aun en alguien que viene solo y pide ayuda?

—¿Con tu rostro… tus ojos? ¿Cuando es evidente, con una simple ojeada, que tu no eres un ser humano normal?

—No importa, podrían haberme ofrecido un vaso de agua —dijo la quizás aniñada y no temerosa parte de su mente.

—Tienes una suerte de los mil demonios de que no te hayan matado después de haberte visto —replicó su intelecto y no obtuvo ya respuesta.

Todas las personas de la Casa de Zove se habían acostumbrado a la mirada de Falk, y los huéspedes eran poco frecuentes y circunspectos, de modo que nunca se había visto obligado a reparar específicamente en su diferencia física con la norma humana. Le había parecido una peculiaridad y una barrera mucho menor que la amnesia y la ignorancia que lo aislaran durante tanto tiempo. Ahora, por primera vez, advertía que un extraño que lo observara no encontraría en él el rostro de un hombre. El llamado Drenhem le había temido y lo había golpeado porque el extranjero lo atemorizaba y le resultaba repelente, lo monstruoso, lo inexplicable.

Era sólo aquello que Zove había intentado decirle cuando le advirtiera grave y tiernamente:

—Debes ir solo, no hay otra posibilidad.

No le quedaba otro recurso que dormir. Se enroscó de la mejor manera posible en el último escalón, porque el sucio piso estaba húmedo y cerró sus ojos en la oscuridad.

Poco tiempo después, sin conciencia de la hora, lo despertaron las lauchas. Corrían y hacían un débil ruidito, un zigzagueante rasguño de sonido a través del velo negro y susurraban con voces pequeñas muy cerca del suelo.

—Es un error quitar la vida es un error quitar la vida hola holaaaaaa no nos mates.

—Las mataré —rugió Falk y todas las lauchas se callaron.

Era difícil conciliar el sueño nuevamente; o quizás lo difícil era dirimir si estaba dormido o despierto. Se quedó recostado y se preguntó si sería ya el día o todavía la noche; cuánto tiempo lo dejarían allí y si lo matarían o si utilizarían otra vez esa droga hasta que su mente quedara destrozada, no sólo violada; cuánto tardaría la sed en convertirse de molestia en tormento; cómo haría uno para cazar lauchas en la oscuridad sin trampa ni cebo; cuánto tiempo duraría uno vivo con una dieta de ratón crudo.

Varias veces, para descansar de sus pensamientos, se dedicó a nuevas exploraciones. Encontró una tina grande o cuba y su corazón latió con esperanza, pero estaba vacía: las maderas astilladas cerca del fondo le lastimaron las manos cuando las tanteó. No pudo encontrar ni otras escaleras ni puertas en sus ciegas excursiones a lo largo de interminables e invisibles paredes.

Finalmente perdió la noción de la orientación y no dio con las escaleras. Se sentó en el suelo, entre las sombras, y se imaginó la lluvia cayendo en la selva de su solitario viaje, la luz gris y el sonido de la lluvia. Habló para sí las palabras que pudo recordar del Antiguo Canon, que comienzan en el comienzo:

El camino que puede ser caminado no es el eterno camino…

Su boca estaba tan seca que intentó lamer el suelo sucio en busca de frescura; pero, para la lengua sólo fue polvo seco. Las lauchas corrían cercanas a veces, susurrando.

En la lejanía, corredores abajo, los cerrojos chirriaron y hubo estrépito de metales y un brillante y penetrante estampido de luz. Luz…

Vagas formas y sombras, bóvedas, arcos, tinas, rayos, puertas que se abrían, se desvelaron y relucieron a través de la sombría realidad que lo rodeaba. Luchó para ponerse en pie y salvó el camino, inseguro pero corriendo, hacia la luz.

Provenía de una puerta baja, a través de la cual, cuando se acercó, pudo ver una loma del terreno, las copas de los árboles y el cielo rosado del crepúsculo o de la mañana, que deslumbró sus ojos como si fuera una mediodía de verano. Se detuvo, puertas adentro, por el encandilamiento y porque una figura inmóvil permanecía justo a la entrada.