Estuvo lista una hora después. Se colocó en un extremo de la sala en la posición de siempre: pierna derecha alzada sosteniendo la esfera luminosa atada al tobillo, la izquierda doblada en ángulo recto, el trasero en alto. La postura la obligaba a mostrar ostentosamente los genitales, pero lo primero que aprende una Lámpara -faltaría más- es a perder el pudor. La encendieron a las nueve y media. Pudo atisbar de reojo Sillones de Opphuls y una inmensa Lámpara de Dominique du Perrin que acababan de instalar en el techo, formada por un hombre y una mujer. Sería una reunión de categoría.
Mientras se contemplaba sus propios muslos debido a la forzada posición, Susan pensaba en su compañero sentimental Se llamaba Ralph, y era una Silla de Mordaieff. En aquel mismo instante Ralph podía encontrarse en cualquier lugar de Europa soportando en la espalda el peso de alguien lo bastante importante como para sentarse sobre él. Debido a sus respectivas obligaciones, Ralph y Susan apenas se veían, incluso aunque coincidieran en el mismo salón. Ella no lo envidiaba: también había sido Silla, pero seguía prefiriendo sostener una luz antes que una persona. Su padre, un ingeniero sudafricano que trabajaba en Pretoria, había querido que Susan estudiara una carrera brillante. ¿Qué te parecen cuatrocientos vatios, papá? No te puedes quejar.
Un poco antes de las once y media se acercó una chica. No era la bajita de acento francés ni tampoco, afortunadamente, aquella estúpida que las había colocado en el Obberlund, sino otra. Llevaba en la solapa la tarjeta de Arte, sección de Decoración. Se agachó junto a ella y le ató los cobertores a la cabeza. El mundo de los sentidos se cerró para Susan.
Lo único no humano en aquel salón (que, por otra parte, no era muy grande) eran unos gruesos cortinajes rojos más allá de los cuales podían vislumbrarse los llamativos rascacielos gemelos de La Haya. Bosch fue el último en llegar. Se sentó en el Sillón de Opphuls que quedaba libre y apoyó los codos en las manos sudorosas y los brazos rígidos del mueble. El Sillón respiraba bajo su trasero. Era una sensación curiosa, como estar sentado sobre un tonel flotando en un mar en calma. El mueble estaba desnudo y se doblaba en bisagra con la espalda apoyada en el suelo, los brazos en alto y el culo empinado. Sobre éste se colocaba una pequeña plancha forrada de piel. Eso era todo. Las piernas alzadas servían de respaldo. Se trataba de objetos fuertes, de complexión atlética, pintados en pardo, perfectamente entrenados. Los había de ambos sexos. El suyo, a juzgar por la forma y tamaño de los miembros superiores, podía ser masculino. Intentó no moverse demasiado ni hacer gestos bruscos: se había sentado varias veces en Sillones de diferente sexo y edad, pero siempre los había tratado con delicadeza y respeto.
Una fina cubertería desnuda se movía de aquí allí. Eran Vajillas de Droessner. Tenían entre quince y dieciocho años y eran todas femeninas a primera vista, a menos que fueran transgenéricas, lo cual Bosch no descartaba. Habían sido untadas con una capa de nácar líquido de la cabeza a los pies sobre la cual Droessner había trazado una sutil filigrana de pájaros azules posados en ramas u hospedados en nidos. Había pájaros en los senos, en la espalda, en las nalgas y el abdomen. Llevaban cobertores auditivos y visuales, y por lo tanto estaban sordas y ciegas, pero aun así su trabajo era impecable. Recorrían el salón en un círculo inacabable, al estilo Escher, sosteniendo pequeñas bandejas con bebida y comida. Cada cierto número de pasos previamente calculado se detenían ante un invitado e inclinaban la bandeja. El invitado podía aceptar o no el ofrecimiento. Lo único que no podía era tocarlas: no eran adornos interactivos. «La Vajilla lujosa no se toca -pensaba Bosch-, ni siquiera aquí.»
Una Vajilla inclinó la bandeja frente a él y Bosch eligió lo que parecía ser un martini. Cuando la Vajilla se alejaba, se acercó otra en dirección opuesta. Las bandejas chocaron suavemente y de inmediato se apartaron siguiendo su ciego camino como hormigas que cruzan sus antenas en la larga hilera hacia el nido. En el techo brillaba una Lámpara bisexual de Du Perrin, en las esquinas lucían más Lámparas, casi todas femeninas, así como Mesas y Aderezos. Bosch se preguntó a cuenta de quién recaerían los gastos de aquella carísima decoración. «¿Fondos de cohesión otra vez?»
Jacob Stein y April Wood fueron las ausencias más notables. Por lo demás, el «gabinete de crisis» estaba intacto. El Hombre Clave, que seguía encaprichado con la Bandeja de dulces, se apresuró a resumir el tema de la reunión con una frase espectacular:
– Rip van Winkle ha capturado a El Artista con un error de menos del cero, coma, cero cinco por ciento. Puntualicemos. Cero, coma, cero cinco.
– ¿Puede traducirlo para los que hemos estudiado letras? -preguntó Gert Warfell.
El Hombre Clave se enfrascó en una explicación sofisticada. Quince sospechosos habían sido detenidos, de los cuales cinco habían pasado a un nivel superior de sospecha. Según los datos que obraban en poder de Rip van Winkle, uno de ellos debía de ser El Artista casi con total seguridad. Los otros diez habían sido eliminados. Cuando se determinara cuál de los cinco era el individuo que buscaban, eliminarían a los restantes. El Artista sería interrogado en profundidad hasta que ya no cupiera duda de que no guardaba información. Luego encontrarían las ramificaciones y las eliminarían. Después eliminarían a El Artista. Por último, Rip van Winkle se eliminaría a sí mismo.
– Los últimos en ser eliminados seremos nosotros. Puntualicemos. Nos autoeliminaremos, porque cuando todo esto acabe, el gabinete de crisis se disolverá, Rip van Winkle seguirá «durmiendo» y ya no volveremos a vernos. Y, a todos los efectos, no nos hemos conocido nunca -agregó. Y se introdujo otro puñado de caramelos en la boca.
– Esa es una buena noticia -dijo la señorita Roman. Bosch no sabía si se refería a la eliminación de El Artista o a la del Hombre Clave. El asiento de la señorita Roman era masculino: las estrechas y fuertes nalgas en color pardo que soportaban su peso resultaban perfectamente visibles desde el lugar donde Bosch se encontraba.
– ¿Han confesado algo? -preguntó Gen Warfell, inclinándose hacia adelante. No cesaba de removerse, y Bosch observaba al Sillón tensar sus músculos barnizados tras cada acometida-. Me refiero a los cinco sospechosos.
– Tres de ellos se han declarado culpables. No es que eso signifique nada, pero es más de lo que teníamos hace dos semanas.
– Extraordinaria noticia -se interesó Benoit-. ¿No crees, Lothar?
– ¿Qué información han revelado los cinco sospechosos? -preguntó Bosch sin responder a Benoit.
El Hombre Clave había tendido la mano para atrapar un whisky. La Vajilla se detuvo el tiempo justo y continuó andando con pasos ciegos y cuidadosos. La luz de las Lámparas se reflejaba en sus nalgas de nácar y les otorgaba el aspecto de huevos de ave fabulosa.
– Por ahora es confidencial -repuso el Hombre Clave-. Se ofrecerá en sucesivos informes, cuando podamos cotejarla.
– Lo preguntaré de otra manera. ¿Alguno de los sospechosos ha revelado datos que sólo podría haber conocido si fuera El Artista?
– Lothar está tratando de decir que no se fía de Rip van Winkle -observó Sorensen.
Bosch protestó, pero el Hombre Clave no pareció concederle importancia alguna al comentario de Sorensen.
– Los interrogatorios se están llevando a cabo en varias ciudades europeas, y no obran en mi poder todos los datos. Pero nuestros métodos no son inquisitoriales, si es a eso a lo que se refiere: solemos preguntar antes de disparar. Ninguna información ha sido extraída a la fuerza.
Bosch no estaba muy seguro de la veracidad de tal aserto, pero prefirió no discutir.
– Bueno, puede decirse que el problema se ha resuelto -rugió Warfell.