En Delft, las nubes blancas con ribetes grisáceos abultaban al fondo del horizonte. Bosch se bajó del coche en la plaza del Markt, junto a la Iglesia Nueva, e indicó al chófer que lo aguardara allí. Deseaba caminar. Un instante después se encontraba inmerso en pura belleza.
Delft. En aquella ciudad había nacido Vermeer, el pintor de los detalles sutiles. Eran otros tiempos, sin duda, pensaba Bosch, tiempos en los que aún era posible sentir y pensar y en los que la hermosura todavía no estaba descubierta por completo. Llegó al Oude Delft, el canal antiguo, y recorrió con la mirada sus recoletas aguas, los tilos jugosamente verdes y el puntiagudo horizonte de tejados, todo resplandeciente pese a la negativa del cielo a colaborar con la luz, todo brillante y puro como la cerámica que Delft había hecho célebre. Se sintió emocionado. Alguna vez, en efecto, las cosas habían estado claras. Pero ¿cuándo llegó la penumbra al mundo? ¿Cuándo bajó Van Tysch de los cielos y las tinieblas lo llenaron todo? Naturalmente, la culpa no era de Van Tysch. Ni siquiera de Rembrandt. Pero contemplar el Oude Delft era comprender que antes, al menos, las cosas tenían un sentido, resultaban diáfanas y rebosaban de dulces detalles que a los artistas les gustaba registrar y reproducir con ingenuidad. Bosch pensó que la humanidad, de alguna forma, también había crecido. Ya no había lugar para una humanidad ingenua. ¿Eso era malo o bueno? Un profesor de su colegio solía decir que el infierno tenía algo bueno: al menos, los condenados sabían que estaban en él. No albergaban la menor duda sobre ese aspecto. Ahora Bosch le daba la razón. Lo peor del infierno no eran el fuego abrasador, la eternidad del tormento, el hecho de caer en desgracia de Dios o ser torturado por diablos.
Lo peor del infierno es no saber si ya estás en él.
Van Obber vivía en una preciosa casa de ladrillo frente al canal, rematada con hastiales blancos. Resultaba obvio que el tejado necesitaba una reparación y que los marcos de las ventanas debían remozarse. La puerta la abrió el propio pintor. Era un hombre de pelo pajizo cortado a cepillo, asombrosamente flaco, pálido, manchado de ojeras y hematomas, destellante de lentejuelas de sudor. Bosch sabía que no tenía más de cuarenta años pero aparentaba por lo menos cincuenta. Van Obber había percibido su sorpresa. Hizo una mueca que, quizás, era su forma de sonreír.
– Necesito una restauración urgente -dijo.
Condujo a Bosch hacia una chirriante escalera. La planta superior consistía en una sola habitación, bastante grande, con olor a pintura y a productos disolventes. Van Obber le ofreció una butaca, se sentó en otra y comenzó a respirar. Por un momento no hizo otra cosa.
– Lamento esta visita imprevista -dijo Bosch-. No quería provocarle molestias.
– No se preocupe. -El pintor entornó los dos hematomas alrededor de sus ojos-. Toda mi vida es rutinaria… Es decir… Hago siempre lo mismo… Eso va en contra de las cosas, porque las cosas cambian… Al menos, no tengo demasiados problemas de dinero… El cuarenta por ciento de mis obras sigue con vida… Eso no pueden decirlo muchos pintores independientes… Sigo cobrando algunos alquileres por mis cuadros… Ya no pinto adolescentes… No hay suficiente material, porque el material adolescente es caro y se asusta en seguida… Yo, antes, hacía de todo: hasta adornos y pubermobilair, que está prohibido…
– Lo sé. -Bosch detuvo el lento pero inexorable flujo de palabras-. Creo, precisamente, que en una de sus últimas obras usó a Póstumo Baldi, ¿no es cierto? El retrato que le hizo a Jenny Thoureau, en el año 2004.
– Póstumo Baldi…
Van Obber bajó la cabeza y juntó las manos como si rezara. Su nariz estaba roja y reflejaba la luz de la ventana.
– Póstumo es arcilla fresca -dijo-. Lo tocas y lo colocas, y él se adapta… Hundes o estiras su carne… Haces con él cualquier cosa: animarts de serpiente, perro o caballo; vírgenes católicas; verdugos de arte manchado; alfombras desnudas; bailarinas transgenéricas… Un material increíble. Decir «de primera calidad» es no decir nada…
– ¿Cuándo lo conoció?
– No lo conocí… Lo encontré y lo usé… Fue en el año 2000, en una galería de arte manchado en Alemania. No voy a decirle dónde está, porque ni siquiera lo sé: los invitados acuden a ella con los ojos vendados. El art-shock era un tríptico anónimo que se titulaba La danza de la muerte. Era bueno. El material manchado era de lujo: todo un autocar de jóvenes estudiantes de ambos sexos. Ya sabe, la clásica forma de provisión de material manchado: el autocar cae al agua, un accidente, los cadáveres no aparecen, una tragedia nacional… Y los estudiantes, que han sido obligados a salir del vehículo previamente, son conducidos en secreto hacia el taller del pintor. Baldi, por aquella época, tenía catorce años y estaba pintado como una de las Muertes encargadas de sacrificar el material manchado. Cuando yo lo vi se hallaba desollando a dos de los estudiantes, un chico y una chica, y pintándoles calaveras sobre la carne sin piel. Los estudiantes estaban vivos aunque en muy mal estado, pero Baldi me pareció una figura preciosa y quise contratarla para mis propios cuadros. Se vendía muy caro, pero yo tenía dinero. Le dije: «Voy a pintar contigo algo que no es de este mundo»… Apenas usé cerublastina… Mi paleta fue sobria: rosados poco brillantes y azules tenues. Agregué un implante de cabello hasta los pies en tono azabache con tres clases de colas. Difuminé el sexo, lo cual no fue difícil. Le exigí mucho, pero Póstumo era capaz de todo. Lo usé como hombre y como mujer. Lo torturé con mis propias manos. Lo traté como a un animal, como a un objeto que podía usar y luego arrojar a la basura… No estoy diciendo que Póstumo lo hiciera todo bien. Era un cuerpo humano y tenía los límites de los cuerpos humanos. Pero había algo en él, algo que era… su negación de sí mismo. Y así quedó listo mi óleo Súcubo. Fue la primera obra que hice con él. ¿Sabe cuál fue la siguiente obra que pintaron con Póstumo después de Súcubo, señor Bosch…? Una Virgen María de Ferrucioli… -Van Obber abrió la boca para reír y Bosch observó sus dientes sucios-. La gente se preguntaría: «¿Cómo puede el mismo lienzo ser pintado como un Súcubo de Van Obber y una Virgen de Ferrucioli?». La respuesta es simple: eso es el arte, señores. Eso es, precisamente, el arte, señores.
Hizo una pausa. Luego agregó:
– Póstumo no está loco, pero tampoco cuerdo. No es malvado ni bondadoso, no es hombre ni mujer. ¿Sabe lo que es Póstumo? Lo que un pintor pinta sobre él. Los ojos de Póstumo están vacíos. Yo les pedía cualquier expresión y ellos me la ofrecían: ira, miedo, rencor, celos… Pero luego, al dejar el trabajo, se apagaban, se vaciaban… Los ojos de Póstumo son vacíos e incoloros como espejos… Vacíos, incoloros, hermosos, como…
Un llanto acuciante descalabró sus palabras. Varios truenos se sucedieron en la pausa que siguió. Empezaba a llover sobre Delft.
Bosch se apiadaba de Van Obber y de sus nervios desquiciados. Supuso que la soledad y el fracaso eran malas compañías.
– ¿Dónde cree que puede estar ahora Baldi? -preguntó con suavidad.