– No lo sé. -Van Obber movía la cabeza-. No lo sé.
– Según tengo entendido, abandonó un retrato que usted le hizo a una marchante francesa, Jenny Thoureau, en el año 2004. ¿Era propio de Baldi hacer eso? ¿Dejar un trabajo colgado antes de la fecha indicada en el contrato?
– No. Póstumo cumplía todos sus contratos.
– ¿Por qué cree que no cumplió éste?
Van Obber levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos seguían húmedos pero había vuelto a recobrar la calma.
– Le diré por qué -murmuró-: recibió una oferta más interesante. Eso es todo.
– ¿Lo sabe con seguridad?
– No. Lo sospecho. No volví a verle y no supe nada más de él. Pero vuelvo a repetirle que lo único que le interesaba a Póstumo era el dinero. Si dejó un trabajo, fue porque le ofrecieron otro mejor. Estoy seguro de ello.
– ¿Una oferta para otro cuadro?
– Sí. Por eso se marchó. Naturalmente, no me sorprendí: yo era un perdedor, y Baldi era un material demasiado bueno para mí. Servía para algo más que para hacer óleos de Van Obber.
Bosch reflexionó un instante.
– Eso ocurrió hace dos años -dijo-. Si Baldi se marchó para ser pintado en otro cuadro, como usted dice, ¿dónde está ahora ese otro cuadro? A partir del retrato de Jenny Thoureau, no ha vuelto a aparecer su nombre en ningún sitio…
Van Obber guardó silencio. A diferencia de otros momentos similares, a Bosch no le pareció que en esa ocasión su mente se hubiera perdido en vericuetos insondables: era como si se hubiera puesto a reflexionar.
– Está inacabado -dijo de repente.
– ¿Qué?
– Si no ha aparecido aún, es porque está inacabado. Es algo lógico.
Bosch meditaba sobre las palabras de Van Obber. Un cuadro inacabado. Era una posibilidad que no se habían planteado ni Wood ni él. Buscaban a El Artista siguiendo dos caminos, dos vías de investigación: que siguiera trabajando o que hubiera abandonado la profesión. Pero hasta entonces no habían pensado siquiera que pudiera estar trabajando en un cuadro que aún no estuviera terminado. Eso explicaría su desaparición y su silencio, por supuesto. Un pintor nunca enseña su obra hasta que no la acaba. Pero ¿quién estaría dedicando tanto tiempo a pintar a Baldi? ¿Qué clase de cuadro pretendía crear?
Cuando Bosch se retiraba, oyó de nuevo la voz de Van Obber desde la butaca.
– ¿Por qué quieren encontrar a Póstumo?
– No lo sé -mintió Bosch-. Mi trabajo consiste en encontrarlo.
– Créame, es mejor para todos que Póstumo se haya perdido. Póstumo no es una simple obra de arte: es el arte, señor Bosch. El arte. Sin más.
Y miró a Bosch con sus ojos desmesurados y enfermos mientras agregaba:
– De modo que, si lo encuentra, tenga cuidado. El arte es más terrible que el hombre.
Cuando Bosch salió de la casa de Van Obber, una lluvia gris e inmensa dominaba la ciudad. La belleza de Delft se licuaba ante sus ojos. Deseaba con todas sus fuerzas que Rip van Winkle hubiera detenido realmente a El Artista, pero sabía que no era así. Estaba seguro de que, fuera Póstumo o no, el criminal seguía libre y preparado para actuar durante la exposición.
El Artista salió a la calle por la noche.
En Amsterdam llovía y hacía un poco de frío. El verano había abierto un paréntesis. Mejor así, pensó. Caminó con las manos en los bolsillos, bajo la luz remota de las farolas, dejando que la lluvia lo cubriera de rocío como a una flor. Atravesó el puente del Singelgracht, donde las luces formaban guirnaldas en el agua y las gotas de lluvia círculos concéntricos, y llegó al Museumplein. Recorrió a paso normal los alrededores del silencioso Túnel de Rembrandt. Los policías de guardia en la entrada lo miraron sin concederle demasiada atención. Su aspecto era el de un individuo normal y corriente, y actuaba de acuerdo a eso. Podía ser hombre o mujer. En Munich había sido Brenda y Weiss; en Viena, Ludmila y Díaz. Podía ser muchas personas. Sólo por dentro era una sola. Llegó al extremo final de la herradura y continuó su camino. Accedió a la plaza del Concertgebouw, donde se alzaba la sala de conciertos más importante de Amsterdam. Pero la música había terminado y todo estaba sumido en el silencio. El Artista no llegó a cruzar Van Baerlestraat. En vez de eso, giró a la derecha, hacia el Stedelijk, y comenzó a recorrer el camino inverso, en dirección al Rijksmuseum. Quería explorarlo todo, revisarlo todo. Vallas metálicas le cerraban el paso por ese lado delimitando una zona reservada para el estacionamiento de furgonetas. Se acodó en una de las vallas y contempló la noche.
Un pequeño cartel de «Rembrandt» estaba atado a una farola a pocos pasos de distancia. El Artista lo contempló. La mano del Ángel se abría en las tinieblas, bajo la llovizna.
Leyó la fecha: 15 de julio de 2006. El día siguiente.
15 de julio. En efecto. Mañana será el día.
Se apartó de la valla, se introdujo por Van de Veldestraat y continuó su camino. La lluvia amainó mientras regresaba de nuevo al Singel.
Mañana, en la exposición.
A su alrededor todo era oscuro y poco estético.
Sólo El Artista parecía pura belleza.
CUARTO PASO
La exposición no me preocupa.
Bruno van Tysch,
Tratado de pintura hiperdramática
– Yo debería ganar fácilmente… -¡No estés tan seguro…!
…
– ¡La Octava Casilla, por fin!
Carroll
9.15 h
Póstumo Baldi se encontraba en el dormitorio de Lothar Bosch cuando éste despertó.
Estaba de pie, a tres metros de su cama, mirándolo. En apariencia no era peligroso, y eso fue lo primero que pensó Bosch. No es peligroso, se dijo. Lo segundo que supo, con exacta y horrible intuición, fue que no se trataba de un sueño: estaba completamente despierto, era de día, aquélla era su casa de Van Eeghenstraat y Baldi se hallaba en su dormitorio, desnudo, observándolo con expresión pensativa. Su aspecto era el de un adolescente de piel demacrada y huesos notorios, pero en su mirada habitaba la belleza. Pese a todo, Bosch no le temió. «Puedo vencerlo», pensaba.
Entonces Baldi inició una danza grácil y silenciosa, un torbellino de luz. Su cuerpo flaco giraba por toda la habitación. Luego regresó a la misma postura y el mundo pareció paralizarse. Y se movió de nuevo. Y se detuvo. Bosch, fascinado, demoró en comprender lo que ocurría: se había quedado dormido con el visor de RA en los ojos mientras examinaba las cintas con las imágenes tridimensionales que la Fundación había grabado cuando el modelo tenía quince años de edad.
Lanzando un juramento, apagó el reproductor y se quitó las lentes. El dormitorio apareció vacío, pero en sus ojos aún bailaba la huella iridiscente de Baldi. La claridad de la ventana anunciaba un día lluvioso: el día de la inauguración de «Rembrandt».
No había sacado nada en limpio de aquellas imágenes. Van Obber no había exagerado al afirmar que Póstumo era «arcilla fresca»: una figura depilada y tersa, un comienzo, un punto de partida humano, el inicio de toda fisonomía.
Se levantó, recibió una tonificante andanada de agua en la ducha y eligió un sobrio traje oscuro de su vestidor. A las diez y media tendría que dirigirse a los vehículos de Seguridad instalados alrededor del Túnel para supervisar el comienzo de la vigilancia. Se encontraba frente al espejo luchando con el nudo de la corbata. Había vuelto a equivocarse al trenzar el garabato de seda. No recordaba haber estado tan nervioso desde la muerte de Hendrickje.